Casa principal. 07:30.
La habitación estaba cargada de incienso y recuerdos que pesaban más que los muebles antiguos. Roberto, de pie frente a su madre, no buscaba explicaciones. Solo quería confirmaciones. La anciana lo observaba desde el sillón, rodeada de almohadones bordados y de una historia que ella misma había tejido con hilos torcidos.
—Así que lo sabes —dijo ella, sin levantar la voz.
—Lo supe hace años. Pero ahora necesito oírtelo de ti.
Ella suspiró con resignación. No por remordimiento, sino por la carga de haber mantenido intacto un legado podrido.
—Tu padre fue un cobarde. Y el mío, un hipócrita. Engendró a un niño fuera del matrimonio. Si queríamos evitar la vergüenza, había que criar a ese niño como uno de los nuestros. Así que lo hice mío.
—El padre de Francisco —confirmó Roberto, apretando los dientes.
—Ese apellido… era lo único que podíamos ofrecerle. Y cuando creció, se volvió útil. Inteligente. Ambicioso. Pero nunca supo que no era… uno de nosotros.
Roberto dio un paso hacia ella. No con violencia. Con la solemnidad de quien se prepara para romper un ciclo.
—Y ahora Laura. Mi hija. Otro eslabón oculto. Otra verdad disfrazada.
—No tienes pruebas —dijo ella, aunque su voz tembló.
—No las necesito. La he visto. La he sentido.
—No la arrastres contigo. No le pongas tu nombre.
—No vengo a manchar el apellido, madre. Vengo a limpiar mi conciencia. Esta vez, no pienso mirar hacia otro lado.
Oficina de Francisco. 09:15.
El despacho estaba bañado por la luz fría del amanecer. Francisco revisaba un informe con gesto ausente cuando Leandro se asomó.
—Un tal Marco... insiste en verle. Dice que es asunto personal.
Francisco levantó la vista, molesto.
—Hazlo pasar. No tengo todo el día.
Marco entró con paso firme, sin vacilar, sin saludar. Llevaba en la mano un sobre sellado y una carpeta doblada bajo el brazo.
—No suelo venir sin cita. Pero tampoco suelo dejar que jueguen con las personas que me importan.
Francisco lo miró sin parpadear.
—¿De qué estás hablando?
—De Laura. De su madre, Carmen. De lo que usted ha estado haciendo desde las sombras.
Dejó el sobre sobre la mesa.
—Aquí tiene el informe médico actualizado de Carmen. Está ingresada, coma inducido por consumo excesivo. Laura ha estado cargando con todo sola. Hasta que usted apareció con su caridad envenenada.
Francisco mantuvo la compostura, aunque sus dedos se tensaron sobre el brazo del sillón.
—Le he ofrecido trabajo. Estabilidad. Alojamiento.
—Y una cláusula abusiva, y un entorno extraño, lleno de silencios y retratos con secretos. Laura no necesita eso. Necesita tranquilidad.
—¿Y tú qué le ofreces?
Marco lo miró de frente, sin arrogancia.
—A mí mismo. No tengo dinero, ni poder. Pero tengo una decisión tomada: quiero estar con ella. Cuidarla. Caminar a su lado.
Hubo un silencio. Duro. Incomodante.
—Eso no depende de ti —respondió Francisco al fin.
—Depende de ella. Pero si tú piensas usar tu apellido para manipularla, tendrás que enfrentarte a alguien que no se doblega.
Marco se marchó. Y Francisco, por primera vez en mucho tiempo, sintió celos… no del amor, sino de la verdad con la que aquel hombre hablaba.
Casa de Roberto. 11:30.
Laura organizaba unos libros antiguos cuando notó una presencia detrás. No eran los pasos del mayordomo. Eran más densos. Más cautelosos.
Se giró y lo vio.
—Buenos días —saludó él, con una sonrisa suave—. Soy Roberto. Esta casa… es mía, en teoría.
Laura se irguió, sin saber bien qué decir.
—No sabía que ya había regresado. Lo siento si…
—No te disculpes. He visto cómo mantienes este lugar. Y… hay algo en ti que… —calló, como si se censurara—. Me resultas familiar.
Ella bajó la mirada. Era incómodo y cálido al mismo tiempo.
—¿Nos hemos visto antes?
—En sueños, quizá —bromeó, pero sus ojos no se reían.
Hubo un silencio breve. Laura lo rompió con un gesto automático, señalando una fotografía.
—Esa mujer… no la había visto antes. Tiene un lunar como el mío.
Roberto asintió lentamente.
—Sí. Lo tiene. Y también la misma forma de sostener el dolor.
Laura lo observó, extrañada. Pero no dijo nada más. Cuando él se alejó, el corazón le latía más rápido. Como si algo importante acabara de ocurrir… aunque no pudiera nombrarlo.
Minutos después, Roberto llamó al mayordomo. Le pidió ayuda para acercarse a ella. Sin imponer. Sin revelar. Solo estar presente. Ser guía. Y, con suerte, redención.
Hospital Central. 12:45.
El día gris y húmedo era un reflejo perfecto del ánimo de Laura. Acababa de salir de ver a Carmen. El médico había dicho que no sabían cuánto tiempo seguiría en coma. Que todo dependía de su cuerpo. Que no había garantías.
Laura caminaba con los ojos vidriosos, cuando un coche dobló la esquina a toda velocidad. No iba a frenar. Ella apenas alcanzó a reaccionar. Un grito ahogado. Un paso en falso. Y entonces, unos brazos firmes la tomaron por la cintura, arrancándola del pavimento.
—¡Laura! —La voz le sonó familiar, grave, angustiada.
Francisco.
La sostenía contra su pecho. Mojado, jadeante. Sus ojos buscaban heridas como si temiera que se deshiciera en sus manos.
—¿Estás bien?
—Creo que sí… fue todo tan rápido…
—¿Te golpeó? ¿Dónde te duele?
—Estoy bien, de verdad.
El coche había desaparecido. Nadie anotó matrícula. Nadie preguntó nada.
—¿Crees que fue un accidente?
Francisco no contestó. Pero su rostro decía lo contrario.
No soltó a Laura hasta que llegaron al coche.
Frente a la casa Valverde. 13:20. Lluvia constante.
La lluvia caía como si no fuera a detenerse jamás. Francisco se bajó primero, abrió la puerta para Laura, pero ella no salió enseguida. Cuando finalmente lo hizo, caminó hacia él con paso lento.
—Gracias —dijo, simplemente.
—No podía no hacerlo.
Laura lo miró, empapada, sin preocuparse ya de la imagen. Había algo en su mirada que no se rompía. Algo que ni siquiera él podía controlar.
—¿Por qué haces esto?
Francisco tragó saliva.
—Porque tú… me cambias el eje. Porque cuando estás cerca, me cuesta pensar con frialdad.
Laura se detuvo frente a él.
La lluvia caía entre ambos, borrando las distancias, pero ya no importaba. Francisco levantó la mano con un gesto inseguro y le apartó un mechón empapado del rostro. Sus dedos temblaban, como si temiera quebrarla con solo rozarla.
—No quiero perderte… —murmuró, la voz rota, más súplica que certeza.
Laura cerró los ojos un instante, intentando contener el vértigo que le provocaban esas palabras. El frío de la tormenta se mezclaba con un calor extraño que la obligaba a temblar por dentro.
—No sé qué somos —susurró ella.
—Yo tampoco. Pero sé que no quiero perderlo.