Cachetada

1304 Words
Me dirigí al despacho de mi abuelo, buscando un poco de comprensión y, quizás, un abrazo. Necesitaba más de lo que estaba dispuesta a admitir. —¿Tú lo sabías? —le pregunté, sintiendo la frustración crecer dentro de mí. —Sí —asintió, sin evitar mi mirada. —¡Por supuesto, me marchó, dejo a mis hijas, regreso años más tarde y me reciben con los brazos abiertos! ¡Qué fácil! —exclamé, sintiendo que la ira me consumía. —No seas tan dura —me pidió, intentando calmarme. —Claro, lo prefieres porque eres hombre como él. —No es así, princesa. Lo mejor es que tus padres estén juntos. —¿Por las apariencias y la sociedad, verdad?— Rodeé los ojos. —Aunque lo digas así, los Blanco somos una de las familias más importantes y prestigiosas. Tenemos una imagen que cuidar. Para mi abuelo, la sociedad y las apariencias son todo. Para él, el estatus lo es todo, y cualquier contacto con personas de bajos recursos es inaceptable. Recuerdo un incidente que me marcó. Era una tarde soleada cuando, mientras jugaba en el jardín, me encontré con el hijo de un empleado. Era un niño simpático, y nos divertimos jugando a atrapar mariposas. Pero cuando mi abuelo nos vio, su rostro se tornó sombrío. Se acercó de inmediato, su voz firme y cortante. No solo me separó del niño, sino que también despidió a sus padres en el acto, como si ellos fueran la causa de mi “mala conducta”. Nunca entendí por qué había que tener tanto cuidado, por qué no podía simplemente disfrutar de la compañía de alguien sin importar su origen. Esa experiencia dejó una huella en mí, una sensación de confusión y tristeza que nunca se desvaneció del todo. [...] Esa mañana, me desperté temprano, el sol apenas asomando por la ventana. Me duché, sintiendo cómo el agua caliente aliviaba un poco la pesadez que llevaba dentro. Aun así, mis ojeras delataban la noche sin sueño que había pasado, dándome un aspecto cansado que no podía ocultar ni con el mejor maquillaje. Al bajar a desayunar, el aroma del café recién hecho y el pan tostado me recibió, pero en lugar de consolarme, me llenó de rabia. Al entrar a la cocina, vi a mi madre y hermana sentadas a la mesa, compartiendo risas y miradas complices con mi padre. La escena parecía sacada de un comercial de televisión, una imagen de familia feliz. Esa imagen, tan distante de lo que realmente éramos, avivó una rabia insidiosa dentro de mí, como si cada risa fuera un recordatorio del dolor que habíamos sufrido. Me detuve un instante, observando cómo mi padre parecía tan cómodo, como si los años de ausencia no significaran nada. En mi interior, un torbellino de emociones se agolpaba. No podía soportar la hipocresía de la situación, y mi corazón se llenó de desdén hacia esa aparente normalidad que, para mí, era solo una fachada. —Buenos días, amor, ven a desayunar —me ofreció mi madre, sonriendo. —Sí, él se queda, yo me iré, te lo advierto Bárbara Blanco.—le advertí, fijando la mirada en mi padre. —¡Es suficiente el berrinche! —exclamó mamá, furiosa. —Solo déjame hablar — Me pidió Francisco, mi padre. —No —me negué rotundamente, conteniéndome para no insultarlo. En ese momento, escuché que alguien tocaba la bocina. —Dile a Diego que entré — Me pidió Francisco, sonriendo. —Es Iván, no sabes nada de mí —le lancé una mirada despectiva antes de marcharme. —Diego se fue fuera del país hace mucho —le susurró Lucía a mi padre—. Terminaron muy mal. Subí al carro de Iván. Cuando él comenzó a conducir sin saludarme, no pude evitar pensar en lo diferente que era de Diego, quien siempre era tan atento y bajaba a recogerme. —Volvió papá —le comenté a Iván. —Genial —respondió, mirando al camino. —¿Genial? Sabes que lo odio. ¿Acaso me escuchas alguna vez? —Perdón, amor —dijo, fastidiado. A él le aburren mis dramas. Después de unos días, decidí mudarme a la casa de Karina, mi mejor amiga. No quería ser parte de esa farsa de familia feliz. A Bárbara no le gustó la idea, pero nunca ha tenido el carácter para controlarme. Siempre dicen que tengo el mal carácter de tío Sebastián, su único hermano y mi tío favorito. Pensé en que no debía huir de casa. Lo que debía hacer era hacerle la vida imposible a mi padre para que se fuera. Por suerte, hacerle la vida difícil a las personas es una de mis especialidades. Invité a Iván a mi casa y me vestí con una blusa corta y una minifalda roja. Ambos nos acomodamos en el sofá, charlando. Cuando empecé a dejar besos en su cuello, la tensión en el aire cambió. Iván solo quería obtener lo que deseaba. Sin embargo, cuando intentó subir mi falda, no sentí nada. No había placer ni deseo. —¿Te gusto? —le pregunté, buscando un poco de validación. —Me encantas y te amo —respondió, claramente diciendo lo que quería escuchar. "¡El tonto amor!" pensé. Justo en ese momento, escuché a alguien gritar mi nombre. —¡Alexa! —gritó Francisco al vernos. Iván y yo nos levantamos rápidamente, y vi cómo el joven casi se orinaba del miedo. No pude evitar reír por dentro. —¿Qué forma de interrumpir? —dije irónicamente, acomodándome la blusa. —¡Te largas de mi casa, escuincle! —gritó mi padre, agarrando a Iván de la camisa. Él salió corriendo, asustado. Luego, mi padre se volvió hacia mí. —Hazte respetar. ¿Qué tal si llega tu hermana? —Le enseñó un par de cosas —respondí con una sonrisa. Su mirada furiosa me hizo sentir poderosa. En ese momento, el impacto de la bofetada de mi padre resonó en mi rostro, una explosión de dolor que me hizo caer al suelo. Sentí el frío del suelo contra mi piel, pero no me permití llorar. Sabía que no iba a dejar que las lágrimas cayeran; no podía mostrar debilidad. Yo soy Alexa Blanco, y ningún hombre me vería de rodillas ante él, ni siquiera por un instante. Con determinación, me levanté rápidamente, sintiendo una mezcla de rabia y orgullo burbujear dentro de mí. Miré a mi padre a los ojos, buscando en su mirada cualquier atisbo de remordimiento o reconocimiento. Pero no había nada; su expresión era implacable. Fingí que nada había pasado, que la bofetada no había sido más que una ráfaga de viento. Mi rostro mostraba una serenidad que no sentía por dentro. Me negué a ceder ante su violencia, aferrándome a la idea de que mi dignidad no podía ser pisoteada. —¿Cómo puedes comportarte así? —me preguntó. —Me comporto como se me da la gana—le Espeté — Además de infiel eres un cobarde, mamá se enterará de lo que me has hecho. Pensé que mi madre estaría de mi lado al enterarse de que ese hombre me había golpeado, pero para mi sorpresa, lo que recibí fue un castigo. Me miró con decepción, como si yo fuera la culpable. "Le faltaste el respeto", me dijo, con un tono frío y desaprobador. Sus palabras me hirieron más que el golpe. Alegó que, cuando me enamorara de verdad, entendería los sacrificios que se hacen por amor. Pero en mi interior, sabía que jamás podría aceptar eso. Nunca podría perdonar un engaño, ni un golpe, ni la traición que se oculta tras un "te amo". El amor no debería ser una cadena que te sujeta al sufrimiento; no podía permitir que esa idea arraigara en mí.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD