Caspian II
Aún recostado en la hierba, el sudor secándose en mi frente y el pecho agitado por el entrenamiento, dejé escapar un suspiro largo, como si el aire cargado que llevaba dentro al fin encontrara salida. A mi lado, Cristoff permanecía semi sentado, observando el horizonte en silencio. Tenía esa calma suya que siempre me resultaba desconcertante, como si pudiera leer lo que pasa por mi mente sin necesidad de palabras.
De repente, se incorporó de golpe, con los ojos brillantes como si una idea se hubiese encendido dentro de él.
—Lo tengo —dijo con voz firme, lo suficientemente fuerte para arrancarme de mis pensamientos.
Fruncí el ceño y lo miré con sospecha.
—¿Qué tienes?
Una sonrisa se dibujó en su rostro.
—La solución a tu mal humor, hace demasiado tiempo que no cazas, Caspian. Y lo sé porque siempre que la ira o el peso del deber te ahoga, lo único que logra devolverte el aire era salir con tu arco al bosque.
Su propuesta cayó sobre mí como un bálsamo, sentí un cosquilleo en el pecho, un recuerdo de libertad, de esas mañanas en las que solo éramos él y yo siguiendo rastros entre árboles, midiendo nuestra fuerzas contra la naturaleza.
—Cazar… —repetí en un murmullo, casi como si la palabra misma me devolviera la vida—. Maldición, Cristoff, tienes razón, hace meses que no lo hago.
Él se cruzó de brazos, satisfecho por mi reacción.
—Entonces hagámoslo no esperemos más. Partiremos antes del alba, como en los viejos tiempos.
No pude evitar sonreír por primera vez en todo el día.
—Sabes que no puedo simplemente desaparecer, mi madre se enterara.
—Entonces no desaparezcas, hazlo como una rutina del príncipe —replicó con su lógica aplastante—. Escoge a unos soldados, prepara tu arco y sal con el alba. Nadie podrá reprocharte que te tomes un respiro si lo haces bajo el pretexto del deber de entrenar tus habilidades de cazador.
Me reí entre dientes.
—Siempre tienes buenas ideas, maldito zorro astuto.
—Por eso me tienes que tener siempre a tu lado, ¿no? —dijo él con orgullo—. Yo pienso las excusas, tú disfrutas de toda la libertad.
Me incorporé con decisión, la sangre recorriéndome con un entusiasmo renovado.
—De acuerdo, mañana cazaremos, con algunos soldados, llevaremos los caballos, y con todo lo que sea necesario. Quiero sentir otra vez la tensión del arco, el silbido de la flecha, y el momento exacto en que todo depende de un solo disparo.
Cristoff asintió, complacido.
—Así se habla… entonces esta noche descansa bien, mañana será un día largo.
Nos levantamos juntos, aún jadeantes y sucios por la tierra del entrenamiento. Caminamos hasta el interior del castillo. Mientras él se desvió para organizar a los hombres que nos acompañarían, yo subí a mis aposentos.
Necesitaba limpiarme, despejarme. Las sirvientas acudieron apenas las llamé.
—Preparen mi baño y rápido —ordené con tono seco.
Las muchachas se inclinaron en señal de respeto y desaparecieron tras las cortinas, moviéndose con diligencia. Pocos minutos después, la tina estaba lista, el vapor llenando el ambiente con un aroma ligero de hierbas que habían vertido en el agua.
Cuando se retiraron, quedé finalmente a solas. Me quité la túnica empapada de sudor, desajusté las correas de cuero y dejé que cayeran al suelo. Mi reflejo en el espejo de bronce me mostró tal como era: un cuerpo musculoso bien trabajado por años de entrenamiento, cada músculo de mi cuerpo era firme, algunas de las cicatrices marcaban mi piel como testigos de batallas y de cacerías pasadas. Siempre me habían dicho que era un hombre atractivo y hermoso, pero para mí no era más que el resultado de disciplina y esfuerzo.
Me sumergí en la tina y el agua caliente envolvió todos mis músculos tensos como un abrazo. Cerré los ojos y dejé que el vapor me despejara la mente. Comencé a frotar mis brazos, mi pecho, limpiando cada rincón con precisión, como si en ese ritual pudiera despojarme también de las preocupaciones que me consumían diariamente.
Fue entonces cuando sentí unas manos suaves, muy femeninas, posándose sobre mis hombros desnudos, presionando con un masaje lento y calculado.
Abrí los ojos de golpe, sobresaltado.
—¿Qué diablos…? —giré apenas la cabeza y la vi a Alma.
Una de las concubinas que mi madre había escogido para mí. Venida de las tierras del norte, su piel tan blanca que parecía leche y un cabello n***o azabache que caía hasta la cintura. Pero lo que más llamaba la atención era cómo estaba vestida, apenas un velo rojo de gasa cubría su cuerpo, dejando ver con descaro sus pechos y la curva insinuante de sus delicada cadera. No era un atuendo de doncella… era un disfraz vulgar para tentar a un hombre.
—Mi querido príncipe… —susurró con voz melosa, mientras sus dedos descendían lentamente por mis hombros hacia mi pecho—. He venido a complacerlo.
Me incorporé en la tina de inmediato, llevándome la mano al regazo para cubrir mi desnudez. Sentí la sangre arderme en el rostro, no de deseo, sino de incomodidad, de ira contenida.
—¡Alma! —exclamé con dureza—. ¿Quién te ha dado permiso para entrar en mis aposentos sin anunciarte?
Ella sonrió, inclinándose hacia mí, dejando que el velo rojo resbalara aún más sobre su piel.
—La reina madre desea que os sintáis acompañado, atendido y satisfecho… y yo… estoy aquí para servirte.
Mis dientes se apretaron con fuerza.
—Esto es una intromisión absurda.
—¿Lo es? —preguntó, fingiendo inocencia, mientras se agachaba junto a la tina, tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo contra el mío—. No finjáis indiferencia, alteza. Vuestros ojos me dicen otra cosa, tu me deseas.
Tragué saliva, respirando hondo. En realidad, mis ojos gritaban furia. Pero no podía permitir que ella lo viera después de todo era una noble y una dama, si soltaba mi ira, eso la asustaría y correría a los gritos, con mi madre, y la reina Celian usaría esa excusa para atormentarme aún más con su “preocupación por mi descuido”.
Así que respiré, fingí una sonrisa torcida y cambié de estrategia.
—Quizá tengas algo de razón —murmuré, modulando mi voz para sonar más bajo, más convincente.
Los ojos de Alma brillaron de satisfacción. Se inclinó aún más, intentando posar sus labios en mi cuello.
Esperé el momento justo. Cuando su mano intentó descender más allá de mi pecho, la sujeté con firmeza, giré y me levanté de golpe, saliendo del agua. Tomé una toalla y me cubrí con rapidez. Luego, con la otra mano, la agarré del brazo.
Su sonrisa desapareció,y fue reemplazada por la sorpresa.
—¿Qué hacéis?
—Terminar este juego —dije con frialdad.
La arrastré hasta la puerta de mis aposentos, sin importarme sus quejas ahogadas, y la empujé fuera con firmeza.
—No vuelvas a entrar en mis habitaciones sin mi permiso, ¿entendido? —le advertí con un tono que no admitía réplica.
Ella me miró con los labios entreabiertos, muy incrédula. Tal vez estaba acostumbrada a que los hombres cayeran a sus pies sin esfuerzo, a que bastará un movimiento de cadera para someterlos. Pero conmigo no funciona.
Cerré la puerta de golpe y apoyé la frente contra la madera, respirando con fuerza.
—Maldita sea, madre… —susurré con amargura—. Esto solo puede ser idea tuya, me quieres volver loco.
Me dejé caer en la silla junto a la chimenea, aún envuelto en la toalla. Sentí la tensión volver a mi espalda. Mi madre no descansaría hasta verme atado a alguien, fuera noble o esas concubinas. No entendía que yo no buscaba un cuerpo para distraerme, sino una conexión más profunda que me haga sentir pleno. Suspiré profundamente, intentando recobrar la calma. Mañana saldría de cacería. Y en el bosque, al menos por unas horas, la voz de mi madre, las intromisiones de las concubinas… y el peso del trono quedarían muy atrás.
El sonido del agua deslizándose en la tina aún me rondaba en los oídos mientras me colocaba frente al gran armario de madera oscura donde guardaba todas mis ropas. Los sirvientes lo habían dejado todo listo, como siempre, doblado con perfección casi enfermiza. Mis manos se movían con calma, aunque por dentro mi mente ardía con la sola idea de lo que me esperaba en el almuerzo. Sabía, sin lugar a dudas, que mi madre volvería al mismo tema de siempre, y aunque ya había perdido la cuenta de cuántas veces había escuchado la palabra matrimonio de sus labios, cada repetición me taladraba como si fuera la primera vez.
—Veamos que tengo por aquí… —murmuré entre dientes, pasando los dedos por varias túnicas finamente bordadas.
No quería algo demasiado ostentoso, no estaba de humor para impresionar a nadie, mucho menos a las doncellas o a los invitados que solían rondar por el palacio. Elegí una túnica azul marino con detalles plateados en los puños y en el cuello, sobria pero elegante, la suficiente para estar a la altura de la mesa real sin sentir que llevaba encima el peso de una corona que aún no había puesto sobre mi cabeza.
Los pantalones eran ajustados, negros, de tela ligera, y las botas de cuero reluciente habían sido pulidas esa misma mañana. Mientras me colocaba el cinturón de plata, respiré profundo frente al espejo alto de mi habitación. Mis ojos verdes me devolvían una mirada cansada, con una mezcla de irritación y resignación.
—Hoy no perderé la paciencia —me prometí en voz baja, aunque una parte de mí se burló de esa idea.
Ya preparado, salí de mis aposentos y el pasillo estaba iluminado por antorchas y por la luz que entraba desde los ventanales altos. Mis pasos resonaban en las baldosas, firmes, marcando un compás que me ayudaba a mantener la calma. Dos guardias hicieron una reverencia cuando pasé, y yo apenas levanté la mano en un gesto rápido, no estaba de humor para protocolos.
Al llegar a las enormes puertas del comedor real, los criados ya aguardaban para abrirlas. Entré con la cabeza erguida, y la espalda recta, como me lo habían enseñado desde niño, aunque por dentro sentía que el nudo en mi estómago se apretaba más.
Allí estaba mi madre, la reina, en su lugar de siempre, sentada con gracia y poder al extremo de la larga mesa de roble. Vestía un elegante vestido verde esmeralda con bordados dorados, el cabello recogido en un peinado impecable que solo resaltaba la severidad de su rostro. Junto a ella, Janell, mi hermana, sonreía con esa inocencia que siempre me desarmaba.
—Hermano —dijo apenas me vio, levantando la mano con entusiasmo.
No pude evitar sonreír, esa sonrisa que solo ella era capaz de arrancarme. Caminé hasta mi lugar, a la derecha de la reina, y me senté.
—Hola otra vez, madre —saludé con voz controlada.
—Hola otra vez, hijo —respondió ella con una mirada que evaluaba cada detalle de mi atuendo, como si buscara fallas invisibles.
Antes de que el silencio se volviera incómodo, los criados comenzaron a servir. Bandejas con panes calientes, frutas frescas, carnes preparadas con hierbas, quesos finos, vino y agua. Los aromas llenaban la sala, pero mi apetito estaba disminuido.
Entonces, como era costumbre, las puertas se abrieron de nuevo y Cristoff apareció, con esa naturalidad que parecía desafiar la etiqueta misma del palacio. Se inclinó brevemente ante la reina, y sin pedir permiso se sentó a mi lado, como lo había hecho desde que éramos niños.
—Llegas justo a tiempo, Cristoff —dije en tono bajo, dándole una palmada en la espalda.
—Como siempre —respondió él con una sonrisa cómplice.
La mesa comenzó a animarse. Janell contaba alguna travesura ocurrida en los jardines, y mi madre corregía con suavidad sus modales, Cristoff de en vez en cuando añadía comentarios ingeniosos que arrancaban risas. Yo mismo me descubrí relajándome, dejando que el ambiente me envolviera por un momento.
—Y entonces el pajarillo se escapó de la jaula, pero yo lo encontré y estaba un poco herido así que lo cuidé hasta que pudo volar nuevamente —dijo Janell con entusiasmo en los ojos brillándole de emoción.
—Eso habla muy bien de tu corazón, pequeña —le dije, revolviendo su cabello suavemente mientras ella reía.
Era un instante extraño, casi perfecto, como si todo pudiera ser simple. Pero la ilusión duró muy poco.
Mi madre se giró hacia Cristoff, los ojos afilados como dagas disfrazadas de dulzura.
—Dime, Cristoff, ¿has pensado en casarte pronto? —preguntó de repente, dejando caer la pregunta con la misma ligereza con la que alguien deja caer una gota de veneno en un vaso de agua.
El silencio en la mesa fue instantáneo. Yo apreté la mandíbula, esperando la reacción de mi amigo, Cristoff parpadeó un par de veces, se acomodó en la silla, y se aclaró la garganta.
—Aún no, mi querida reina —dijo con una sonrisa nerviosa, aunque su voz era firme—. Pero está en mis planes próximos, se lo aseguro.
Mi madre lo miró con aprobación, como si acabara de escuchar la mejor de las respuestas.
—Vaya, Cristoff, qué franqueza la tuya —respondió con una leve sonrisa que me resultó insoportable—. Ojalá mi hijo tuviera esos pensamientos en su cabeza y dejara de sacarme más canas de las que ya tengo.
La mesa estalló en risas, incluso Janell reía, sin comprender del todo la tensión. Yo, en cambio, clavé el cuchillo en un pedazo de carne con más fuerza de la necesaria, reprimiendo las ganas de contestar.
—Madre… —empecé, pero Cristoff, astuto como siempre, se adelantó antes de que las cosas se complicarán.
—Hablando de planes, majestad —intervino con tono ligero—, pensaba en lo que mi señor Caspian y yo discutíamos esta mañana, la idea de una nueva cacería.
Mi madre lo miró con cejas arqueadas, insegura.
—¿Una cacería? ¿Es realmente necesario? —preguntó, dejando la copa sobre la mesa con un sonido seco.
—Más que necesario —contestó Cristoff con audacia, inclinándose hacia ella—. Será un entrenamiento perfecto para su alteza, fortalecerá su destreza, su temple, su resistencia. Y un rey fuerte es un futuro reino próspero. No hay mayor símbolo de liderazgo que un soberano capaz de blandir espada y arco con igual poder.
Las palabras de Cristoff flotaron en el aire, y por un instante pensé que mi madre lo rechazaría de inmediato, pero en su rostro apareció una sombra de duda, como si considerara lo dicho.
—Madre —dije yo entonces, aprovechando la oportunidad—, Cristoff tiene razón. El reino necesita un líder fuerte, y no puedo obtener eso únicamente sentado en salones o escuchando consejos.
Ella me observó en silencio, sus labios estaban apretados, pero no respondió. Janell, por su parte, se inclinó hacia mí con emoción evidente.
—¿Vas a ir de cacería, hermano? —preguntó con los ojos brillantes—. ¿Me traerás algo?
Sonreí ante su entusiasmo, incapaz de negarme.
—Lo que quieras, pequeña. Un amuleto de los bosques, quizás una pluma de águila, lo que desees será tuyo.
—¡Quiero un ciervo! —exclamó riendo, ganándose la mirada reprobatoria de mi madre.
La tensión pareció desvanecerse un poco con las risas que siguieron, y la comida continuó. Yo mismo me sorprendí probando el pan caliente y el vino, respondiendo a las preguntas curiosas de Janell sobre las flechas, los caballos y las rutas de caza.
Por primera vez en mucho tiempo, el almuerzo se sentía… normal.
Aunque, claro, en el fondo sabía que no era más que una calma frágil, un paréntesis antes de que mi madre volviera a la carga con sus planes de matrimonio y herencia. Pero en ese instante decidí disfrutarlo, dejar que mi hermana me bombardeará con preguntas y que Cristoff se ganara a la reina con su lengua afilada y astuta. Al final, mientras levantaba la copa, no pude evitar pensar que tal vez tenía razón: quizás la cacería sería justo lo que necesitaba, no sólo como príncipe, sino como hombre, para recordar que aún había cosas en este mundo que podía elegir por mí mismo sin pensar en que mi vida cambiaría ese dia.