Caspian II
Me levanté antes de que el sol asomara del todo, apenas pude dormir, la madrugada fue un tormento de pensamientos, y mi mente viajaba una y otra vez hacia ella, hacia esos ojos que me miraron con súplica, hacia su voz quebrada pidiendo clemencia, hacia la suavidad de sus manos cuando alguna vez rozaron mi piel herida, no había descanso posible mientras su imagen me perseguía sin darme tregua.
Ordené a las doncellas que me prepararán algo sencillo para vestir, nada que opacara mi condición de príncipe, pero tampoco con la pesadez de la armadura o los mantos solemnes, hoy no quería parecer un monarca, sino un hombre que buscaba respuestas en el rostro de una mujer.
Caminé por los pasillos del palacio con pasos medidos, cada eco de mis botas resonaba como martillo en mi sien, me detuve frente a su habitación, aquella puerta tras la cual descansaba la causa de mis desvelos, respiré hondo y alcé la mano, golpeando tres veces, firmes pero no rudos, aguardé y entonces llegó, su voz, dulce, temblorosa, dándome permiso de entrar.
Abrí y avancé con calma, allí estaba ella, de pie junto a la ventana, sus ojos se abrieron como si hubieran visto un espectro, y en cuanto me reconoció se inclinó con torpeza, casi tropezando en su propio vestido.
—B-buenos días… su alteza… —tartamudeó, y en ese sonido había tanto miedo que casi dolía escucharlo.
—Levántate… —respondí rápido, nervioso, más de lo que hubiera querido mostrar—, no hay necesidad de inclinarte ante mí en este lugar.
Ella obedeció despacio, alzando apenas la mirada, y yo, incapaz de quedarme quieto, comencé a caminar por la habitación, recorriéndola con la vista.
—Espero que estos aposentos sean de tu agrado… —murmuré, observando cada detalle, fingiendo calma.
—Sí, su alteza… son… hermosos —contestó ella en voz baja, apretando sus manos entre sí.
Guardé silencio un instante, hasta que ella misma rompió la quietud, con un hilo de voz que no pudo contener.
—Perdone que lo pregunte… pero… ¿por qué estoy aquí?
Me detuve, volviendo la mirada hacia ella, y las palabras salieron de mis labios como cuchillas.
—No espero que lo entiendas del todo, señorita... Aveline… pero usted… será una de mis concubinas.
Ella jadeó de horror, llevándose la mano a los labios, y dio un paso atrás como si hubiera recibido un golpe.
—¿Qué… qué ha dicho?
Me apresuré, acercándome con manos alzadas, negando.
—No, no de la manera en que lo imaginas, no pretendo apresurarte a mi lecho ni arrebatarte la pureza como si fueras un botín, no… lo que deseo… es conocerte.
Ella me miró confundida, con las cejas fruncidas y los ojos anegados.
—Me arrancó de mi familia… y me trajo aquí para llamarme su concubina… y dice que no piensa tratarme como tal… ¿qué es lo que pretende de mí, su alteza?, ¿qué soy para usted, un juego, un capricho?
—No —dije con fuerza, y luego suavicé el tono, acercándome un paso—, cuando nos conocimos aquella vez en el bosque, no fue en las mejores circunstancias, pero… tú despertaste algo en mí, un interés que no puedo explicar, y quiero saber qué es.
Ella alzó la barbilla, y sus palabras me atravesaron.
—Entonces soy… su conejillo de pruebas.
Esbocé una sonrisa amarga, ladeando la cabeza.
—No lo llamaría así… pero si así lo entiendes, entonces sí, lo eres, porque no hallo otra manera de nombrar lo que me ocurre... contigo.
Me acerqué lentamente, observando cómo su piel se encendía de rubor, cómo retrocedía con pasos cortos hasta que tropezó con el borde de la cama, y su voz tembló.
—Su… su majestad…
La vi perder el equilibrio y, por puro instinto, me lancé hacia ella, tomándola entre mis brazos para evitar la caída, pero el destino nos jugó una traición, nos caímos y quedamos enredados, mi cuerpo sobre el suyo, mi rostro a escasos centímetros del suyo.
La miré y por primera vez entendí lo que era la tentación encarnada, era bellísima, como una diosa traída a la tierra, sus labios carnosos temblaban, y sus pestañas se agitaban como alas de mariposa.
No pude contenerlo, mis manos, como guiadas por un deseo que no aceptaba el control, ascendieron por su costado hasta llegar a su cuello y de allí a su cabello, lo toqué, era suave como la seda más fina, deslicé mis dedos entre esos mechones rojos oscuros y me incliné más, tan cerca que aspiré su aroma, fresco, con un toque a flores del bosque.
Ella gimió suavemente por mi cercanía, y ese sonido bastó para encender en mí un fuego que jamás nadie había conseguido, sentí mi cuerpo responder de manera traicionera, la tensión creciendo en mí con una fuerza imposible de disimular, y el calor me recorrió como un castigo directo a mi m*****o.
De pronto recobré algo de cordura, apartándome de golpe, poniéndome en pie con respiración agitada, le tendí la mano para ayudarla a levantarse, y el contacto breve de su piel fue un tormento dulce, ambos quedamos en pie, incómodos, el silencio pesado entre nosotros.
—Perdona… —murmuré, desviando la mirada—, no era mi intención hacer eso… no así.
Ella no respondió, solo bajó la cabeza, y yo, queriendo desviar aquel instante, pronuncié lo primero que mi corazón reclamaba.
—Hoy… quisiera dar un paseo contigo, mostrarte el palacio, los jardines, y si lo deseas, al caer la noche… cenar conmigo.
Alzó los ojos, sorprendida.
—¿Un paseo… conmigo?
—Sí —afirmé con seriedad—, contigo, Aveline, solo nosotros.
Ella apretó los labios, como si quisiera decir algo y se contuviera, y yo di un paso hacia ella, inclinando un poco la cabeza.
—Dame esa oportunidad… no como príncipe, sino como un hombre que desea conocer a la mujer que se cruzó en su destino.
El silencio se extendió un instante más, hasta que ella respiró hondo, murmurando.
—Si esa es su voluntad… no puedo negarme.
—No —respondí de inmediato—, no es cuestión de mi voluntad, es tu decisión, y si dices no, nadie te obligará, ¿entiendes?
Ella asintió lentamente, y sus ojos brillaron con un matiz que no supe descifrar, mezcla de miedo y algo más, quizás curiosidad, quizás el mismo fuego que a mí me consumía.
—Esta bien, esta noche cenare con usted.
Y allí quedamos, mirándonos, como dos prisioneros de un deseo que apenas empezaba a tomar forma, sin saber aún que lo que habíamos despertado esa mañana cambiaría nuestras vidas para siempre. Me retiré de su habitación con el pecho encendido, mis pasos ligeros aunque mi porte seguía firme, era imposible contener la alegría que me recorría, ella había aceptado, había accedido a pasear conmigo, a compartir aunque fuese unas horas, y en ese instante sentí que todo el peso del mundo se aligeraba en mis hombros.
“Ella no se arrepentirá”, me dije una y otra vez, y con cada pensamiento mi sonrisa se ensanchaba más, tanto que olvidé mi alrededor, tanto que caminé como un hombre perdido en un sueño, hasta llegar a mis aposentos.
Abrí la puerta con descuido, creyendo encontrar solo la soledad de mi estancia, pero el destino me aguardaba con otra prueba.
Allí, sobre mi cama, se hallaba Alma, hija de un noble menor, con la piel desnuda y descarada, recostada entre mis sábanas como si le pertenecieran, sus labios pintados con esa sonrisa vulgar que siempre me había parecido repugnante.
Sentí cómo la ira me recorrió entero, un fuego distinto al que me provocaba Aveline, este era áspero, e hiriente.
—¿Qué demonios haces aquí? —troné con voz grave, tomando al instante una manta y lanzándosela con violencia—. Cúbrete, maldita sea, cúbrete ahora mismo.
Ella rió, un sonido agudo, como el chillido de un ave carroñera.
—He venido a complacerte, alteza… ¿qué mejor regalo puedes tener que una mujer dispuesta en tu cama?
Avancé hacia ella con el ceño fruncido y los puños cerrados.
—Agradece que eres hija de un noble, Alma, porque si no fuera así, ahora mismo ordenaría que te arrastraran al calabozo, ¿crees que puedes irrumpir en mis aposentos como una vulgar cortesana?, ¿qué te da derecho a esta insolencia?
Ella, en vez de acobardarse, se incorporó con la manta apenas cubriendo su cuerpo, inclinando la cabeza con falsa inocencia.
—El derecho de saber que ningún hombre puede resistirse a mí, ni siquiera un príncipe, y menos aún uno tan joven y lleno de fuego como tú.
—¡Basta! —rugí, señalando la puerta—. Vete de aquí ahora mismo, antes de que pierda la paciencia por completo.
El alboroto fue tal que en segundos Cristoff irrumpió en la habitación, con la espada en mano, dispuesto a cualquier peligro, pero al ver la escena, al ver a Alma con la manta y a mí encolerizado, soltó una carcajada que retumbó contra las paredes.
—Por los cielos, Caspian, pensé que habían intentado asesinarte, pero veo que es otro tipo de ataque, uno que no necesita de acero, sino de paciencia —rió, llevándose una mano al estómago.
—Cristoff, no es gracioso —gruñí, sin apartar mis ojos de Alma—. Ayúdame a sacar a esta mujer de aquí.
Él, divertido, se acercó a Alma y con un ademán exagerado le ofreció la puerta.
—Mi dama, creo que su espectáculo ha terminado, sería prudente retirarse antes de que su majestad olvide la clemencia que le queda.
Ella me miró con odio, los ojos ardiendo como carbones.
—Sois un ingrato, príncipe Caspian, un hombre que rechaza lo que otros suplicarían tener, quizás sea porque vuestra hombría no funciona, quizás seáis un incapaz, un hombre incompleto.
El insulto me atravesó como una lanza, la sangre me subió a la cabeza y sentí que la furia me hacía temblar.
—¡Fuera! —grité con toda la fuerza de mi voz—. ¡Fuera antes de que mande a mis guardias a arrastrarte por los pasillos!
Cristoff, riendo todavía, la empujó con suavidad hacia la salida, cerrando la puerta tras ella, y el silencio que quedó fue apenas roto por mi respiración agitada.
Me dejé caer en la cama, llevándome una mano al rostro, intentando contener la rabia que aún me ardía en el pecho.
—Por todos los dioses… —murmuré—, lo que menos necesitaba esta mañana era a esa mujer en mi lecho.
Cristoff se acercó, apoyándose contra un pilar, con la sonrisa aún danzando en sus labios.
—Al menos no fue un asesino ni un espía, sino solo una joven con más ambición que pudor, deberías sentirte aliviado, Caspian.
Le lancé una mirada fulminante.
—No me alivia en lo absoluto, Cristoff, estaba feliz, acababa de salir de verla… de verla a ella, ¿entiendes?, y de pronto me encuentro con esa vulgaridad, como si el destino quisiera ensuciar lo que por fin me hacía sentir pleno.
Él arqueó una ceja, interesado.
—Entonces, ¿la nueva concubina?, ¿cómo ha ido con ella?
La furia que aún me recorría se apagó un poco al recordarla, y una sonrisa involuntaria se dibujó en mis labios.
—Ha ido… diferente a lo que esperaba, Cristoff, mucho más intenso… ella y yo… tuvimos un momento, un instante en que perdí la razón y casi cedo al deseo, al verla temblar bajo mí, al tocar su cabello, al respirar su aroma… nunca había sentido algo semejante, ni con ninguna mujer, en ningún lecho.
Cristoff rió, pero esta vez con tono sincero, no burlón.
—Así que al fin el príncipe ha encontrado una mujer capaz de encenderle el alma, me alegra, aunque debo advertirte, no será fácil, Aveline no parece la clase de joven que se entrega sin más, necesitarás paciencia, y sobre todo, cuidado, porque lo que empieza como deseo puede convertirse en algo que ni tú ni tu corona puedan controlar.
Me incorporé un poco, mirándolo con seriedad.
—Lo sé, y sin embargo, no puedo detenerlo, cuando estoy cerca de ella, todo lo demás desaparece, incluso mis miedos, incluso mi deber, solo existe ella, y ese ardor que me consume por completo.
—Entonces —repuso Cristoff con calma—, no la dejes escapar, pero tampoco la apreses, déjala venir a ti, porque si intentas forzar su destino, acabarás perdiéndola para siempre.
Me quedé en silencio, mirando el techo de mi habitación, las palabras de Cristoff resonaban en mi cabeza, y por primera vez, entendí que el desafío más grande no era gobernar un reino, sino conquistar el corazón de la única mujer que lograba hacerme temblar.