Capitulo 8

1074 Words
La chica invisible y mis ojos abiertos Renata Lennox-Spencer Hay dolores que se pueden ver. Y hay otros… que sólo se pueden intuir. Desde que conocí a Isabella Taylor, supe que llevaba un peso que nadie más se atrevía a mirar. Tiene esa forma de caminar apretando los codos contra el cuerpo, como si quisiera hacerse más pequeña. Esa manera de hablar bajito, pidiendo permiso incluso para existir. Y eso me molesta. Me molesta profundamente que el mundo haya hecho eso con ella. Que alguien —o muchos— hayan convencido a una chica tan dulce, tan capaz, tan humana… de que no vale nada. Pero hoy… hoy se rompió algo en mí. Y ya no voy a mirar desde la sombra. Luciano había salido a una reunión con la gente del consejo. Yo me quedé en la oficina porque tenía que revisar los contratos para la nueva línea de cosméticos naturales. Para crear las campañas publicitarias y las estrategias de marketing. No podía concentrarme así que decidí estirar mis piernas y despejar mi cabeza, y decidí bajar a buscar un café y, al pasar por el pasillo cerca del área administrativa, escuché risas. No las típicas. No esas que dan alivio. Eran risas mordaces, agudas. Me acerqué sin ser vista. Mi intuición nunca falla. Y ahí estaban ellas. Mariana, Fabiana, y Cecilia. Las reinas de la crueldad envuelta en perfumes caros. —¿Le viste los lentes? —decía Mariana—. Parecen sacados de los ochenta, igual que su ropa. Es como una reliquia viviente. —¿Quién se viste así a los veintitrés? —bufó Fabiana—. Estoy segura de que duerme con gatos. Y que les habla. —Ni hablar de sus rodillas —agregó Cecilia entre risas—. ¿La vieron hoy? Se tropezó y casi se arrastra por el pasillo como un insecto. Las carcajadas retumbaron en el aire como latigazos. Y yo… yo me congelé, por sus palabras, tan crueles y viles a la vez. Quise gritarles. Quise agarrarlas del cuello y recordarles lo que significa ser una mujer con decencia. Pero no lo hice. No todavía. Primero fui a buscarla. El primer encuentro La vi de espaldas en su cubículo, encogida, con las manos tapándose el rostro, pero sin lágrimas derramadas, pero otro cuento eran sus ojos. Cuando me acerqué, noté los lentes quebrados, colgando torcidos de una patilla. Sus rodillas tenían un hilo de sangre seca, y su blusa estaba manchada. —Isabella —susurré. Ella se sobresaltó. Quiso levantarse rápido, pero cayó de nuevo. Se abrazó a sí misma, avergonzada. Como si el mundo entero le dijera que hasta sufrir tenía que hacerlo en silencio. Me agaché frente a ella. —¿Qué pasó? —Nada —musitó. Siempre “nada”. —¿Quién te hizo esto? Negó con la cabeza, una, dos veces. Como una niña asustada que sabe que, si habla, pierde más de lo que ganaría por decir la verdad. —No me mires así… —pidió con voz trémula. —¿Cómo? —Como si… valiera la pena. No lo hago. Yo sé que no lo hago. Y ahí… ahí se me quebró el alma. ¿Cómo alguien puede decirse eso de sí misma? ¿Cómo dejaron que creyera eso? Le tomé la cara entre las manos con dulzura. La obligué a mirarme. —Isabella, escúchame bien. Esto no es tu culpa, No es tu ropa, No son tus lentes. No es tu forma de hablar ni de cómo caminas. El problema no eres tú. El problema es este entorno cruel y ciego que no sabe reconocer a una mujer buena cuando la tiene enfrente. Y Ella solo en ese momento lloró. Pero lloro por todo lo que había soportado en soledad yo solo la deje. Pero no fue un llanto ruidoso. No. Lloró en silencio, apretando los puños, como si no se creyera merecedora ni de sus propias lágrimas. Y me di cuenta de que esto debe cambiar; que ella debe cambiar, no por o para el mundo sino para ella misma y solo hasta donde ella quiera. Desde ese momento, yo sería su voz. Yo sería su escudo. A los minutos la convencí en ir al baño, y la acompañé, Le ayudé a limpiarse las heridas. Le sostuve los lentes rotos mientras le hablaba de su valor, aunque ella desviaba la mirada. Fui con ella a comprar una nueva blusa. Le hice chistes tontos para que sonriera. Y aunque apenas se le movieron los labios, supe que una parte de ella entendía… que ya no estaba sola. Cuando Luciano volvió, me miró con gesto preocupado. —¿Dónde estuviste toda la tarde? —Ayudando a alguien que lo necesitaba —respondí sin dar explicaciones. —¿Isabella? Solo dije: —Si no vas a verla como su superior y a darle su lugar, al menos no te conviertas en uno más de los que la ignoran. Él frunció el ceño, confuso. Como si no pudiera entender que a veces no se trata de grandes gestos, sino de presencias sutiles. De notar el temblor en las manos de una chica al pasar por ese pasillo. De ver los ojos rojos cuando vuelve del baño. De notar la sangre en las rodillas. Esa noche, cuando Isabella salió del edificio, la acompañé hasta su casa. Caminamos en silencio entre los vehículos del estacionamiento Y antes de bajarse, le dije: —No me necesitas. Pero si alguna vez quieres que alguien te recuerde quién eres de verdad… llámame. Porque voy a estar ahí. Y no voy a dejar que te rompan otra vez. Ella solo asintió. Pero sus ojos, aunque aún con tristeza, ya no estaban vacíos. Y eso… fue suficiente para empezar. A los días siguientes siempre estaba cerca de ella, alejando a las víboras de las plásticas. Pero todo cambio un día que pasé por su cubículo a saludar y me di cuenta de que no estaba, pregunté por ella, pero nadie sabía darme una razón. Justo en ese momento vi a Julián, y el me pidió hablar con el de manera urgente. — hija debo hablarte de isabella. Y en ese momento supe que algo grave paso. Cuando me conto que hablo con mi hermano Luciano por el acoso de que estaba siendo víctima. El solo la transfirió a los archivos. Sali como alma que lleva el diablo a buscar al imbécil de mi hermanito.
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