Las lagunas mentales a veces borran partes que necesito dejar atrás porque sé que si vuelven me van a devorar.
No recuerdo cómo regresé a casa ni cómo me quedé dormido, solo sé que desperté al día siguiente sintiéndome como un gran fracasado.
Que Amalia me dejara fue como si una bala me atravesara el pecho, como si el siguiente cuerpo inerte sobre la tierra fuera yo. Solo quería ir a buscarla para detenerla y rogarle que se arrepintiera. Ella me dejó cuando ya tenía las posibilidades de darle una vida digna y eso para mí fue una humillación.
No era capaz de comprender ni aceptar lo sucedido. Estuve más de dos horas, después de abrir los ojos, solo viendo el techo, con mi mente en blanco y esa sensación de pérdida que asesina.
Reaccioné cuando mi madre tocó la puerta para preguntarme si iba a comer algo.
Ni siquiera tenía hambre ni intenciones de levantarme, así que le dije que no. Quería estar solo para poder sufrir en paz.
—Te voy a traer un taco aunque sea —insistió en la distancia. Supongo que no resistió las ganas de entrar al encontrarme tan desanimado. Se acercó a mí y tocó mi frente—. ¿Qué te pasó? ¿Estás enfermo?
Mi madre siempre olía a especies o a café, y ese día el aroma de la hierba buena en sus dedos me reconfortó.
—Nada —respondí apenas pronunciándolo.
Ella resopló y luego se acomodó a un lado de la cama, cerca de mí.
—Hijo, yo te parí. Te cargué cada vez que tenías un berrinche, te curé las heridas y te limpié las lágrimas. ¿Crees que no sé cuando estás mal?
—No estoy enfermo, tranquila. Solo que… debo irme hoy mismo. —Decirle mentiras a mamá era imperdonable, pero necesitaba huir de allí lo más pronto posible.
—Pero ¿por qué? Casi acabas de llegar y ya te vas.
Reconocí esa voz que usaba cuando evitaba llorar.
—Tengo que ordenar todos los papeles para que no haya problemas en la escuela, y también avanzar con mi tesis.
De reojo vi que ella sonrió.
—Mi hijo estudiado. —Acarició mi cabello como lo hacía cuando era pequeño, con sus dedos metiéndose entre los mechones. La calidez de su mano me adormeció—. No sé qué es eso de “tesis”, pero suena importante. —Suspiró—. Todavía me acuerdo cuando nos pediste que te mandáramos a la capital para que hicieras una carrera. Te confieso que pensé que regresarías al mes, pero me callaste la boca bien y bonito, y eso me hace muy feliz. Estoy orgullosa de ti. —Con eso último una delgada lágrima salió de uno de sus ojos.
Giré a verla directo. El anhelo de darles satisfacción a mis padres se cumplía en los peores momentos en los que podía pasar.
—Tú… ¿crees que papá también se sienta así?
Mi madre siguió acariciándome y volvió a sonreír.
—Estoy segura.
—Él ha cambiado mucho, ¡muchísimo! —le dice sincero—. Siempre lo vi como un hombre tranquilo y alejado de problemas, pero ahora… Ni siquiera me pregunta sobre la escuela como lo hacía antes.
Para mí, ya no quedaba nada del padre que tuve un año atrás. Ese hombre dócil y amable que se sentaba a leer cada mañana, que no se preocupaba tanto, que era bueno.
—Cuando me casé yo tenía catorce años y él dieciséis. Lo conocí por amigos en común de la familia. A mis padres les encantó la idea de comprometernos porque su familia era respetada en el pueblo, y así lo hicieron. Me gustó desde que lo vi, era tan guapo, y rebelde también. —Abrió más los ojos al decirlo y movió la cabeza de arriba a abajo—. Sí, como oíste, era rebelde y aventurero. Por ratos se parecía a como es tu hermano Sebastián, y otros a Rogelio, y otras, también a ti. Heredaron tanto de su padre que si no los hubiera visto salir de mí, pensaría que no son mis hijos.
—¿A mí? —la impresión hizo que me sentara.
El parecido que tenía con papá en lo físico era una verdad irrefutable, pero en temperamento y carácter, mantenía mis reservas.
—Sí, a ti. Ya más adelante te darás cuenta.
—¿Y cuándo dejó de ser aventurero y rebelde? —Es que no me lo podía imaginar en su faceta de joven indisciplinado.
—Con el paso de los años se fue haciendo más reservado y aprendió a tolerar más, controló sus impulsos. Desgraciadamente con todo lo que ha pasado estos meses, esos impulsos se desataron.
Toqué uno de los brazos de mamá.
—Tengo miedo de que les hagan daño a ustedes —confesé tan preocupado que tragué saliva.
—Yo también, hijo. —A pesar de todo, se mostró sosegada—. Pero si huimos, vamos a vivir con miedo, las noches serán largas y de insomnio. Es mejor tomar al toro por los cuernos que vivir pensando en cuándo será “el día”.
—Promete que te cuidarás mucho.
—Lo haré. Tú también cuídate mucho. —Me dio una palmada sobre el brazo y luego me miró risueña—. Y considera a una candidata con la que puedas disfrutar eso de “el tesis”.
Sonreí porque su preocupación por que desposara a alguien ya no me molestaba.
Después le explicaría de lo que se trataba la tesis y seguro lo entendería a la primera.
Hice las maletas en cuanto terminó la comida. Esta vez fue diferente. Empaqué todo, absolutamente todas mis pertenencias. Sabía que esa era mi despedida de la casa en la que nací y crecí. Añoraría mi cuarto, mi cama, mis espacios, el calor de mi familia, pero el tiempo de continuar por otros rumbos llegó de una manera apresurada.
Paulino pasó cerca de mi puerta y fui detrás de él. Se metió a su recámara y antes de que cerrara me interpuse.
—¿Qué tienes? ¿Estás rabioso o qué? —se quejó con cara de hartazgo.
—¿Qué secreto le guardas a Sebastián? —fui directo al grano porque mi tiempo era poco.
Paulino se sentó para quitarse las botas y ni siquiera me vio a la cara.
—Si te digo ya no es secreto.
Caminé a su lado y me agaché.
—Dime o te acuso con nuestro padre. —Amenazarlo fue un mal necesario porque sabía que él no hablaría tan fácil.
—Dile y le digo lo de la Bautista.
—Eso ya terminó. —Recordarlo me dolió, pero lo disimulé lo mejor que pude.
—¿Te botó? —Soltó una sonora carcajada—. ¡Te botó! —Me apuntó divertido—. ¡Quién lo diría!
Que se burlara de mi desgracia encendió en mí la ira.
Sujeté su camisa por el cuello y del tirón se levantó. Quedamos cara a cara.
—Dime lo de Sebastián —le exigí.
Mi hermano se fue hacia atrás para soltarse.
—Sácamelo a la fuerza.
Se echó a correr como un niño que ha hecho una travesura y busca evadir el castigo.
Fui detrás de él y vi que salía al patio.
Allí se encontraba Sebastián, estaba cortando limones con un palo.
Lo desconcentramos cuando volví a jalar a Paulino.
—¡Ey, ey, tranquilos! —Sebastián fue hacia nosotros—. Invítenme aunque sea.
—Aquí el metiche quiere saber tu secretito —le dijo acusador Paulino.
En ese momento pensé que mi hermano menor era más cobarde que yo porque tuvo que buscar ayuda para librarse de un simple interrogatorio.
—¿Tú quieres saber? —me preguntó Sebastián, sorprendido—. ¡¿Tú?!
—Sí —le respondí firme—. Seguro andas haciendo alguna tontería que va a traerles más problemas a nuestros padres.
Con el palo que todavía cargaba, empujó a Paulino hacia mí.
—Mejor sí chíngatelo.
Paulino rio y se abalanzó sobre mí. Evité que me agarrara y él se resbaló con las cintas sueltas de los zapatos.
Encaré a Sebastián después.
—¡O me dices, o ahorita mismo te llevo a rastras con Rogelio para que te haga hablar!
Sebastián se apresuró a ayudar a nuestro hermano que calló de boca al suelo.
Yo no estaba dispuesto a dejar pasar otro día sin saber lo que él ocultaba, así que me paré frente a los dos, como esperando a que se decidieran.
—Bueno, ya —habló Sebastián, hastiado. Volteó a ver hacia atrás y hacia adelante, y, al comprobar que nos encontrábamos solos, continuó con voz más baja—. ¿Tienes presente a doña Alfonsina?
Por supuesto que sí. Cuando éramos niños se la pasaba en la casa, acompañaba a nuestra madre y la ponía al día de los chismes del pueblo.
—¿La viuda Jiménez?
—Esa mero. —Noté que le daba vergüenza lo que iba a decir, pero ya no tenía otra salida que sacarlo—. Resulta que una noche estaba yo bebiendo con el File y salí de madrugada de su casa. Cuando regresaba para acá, vi la luz prendida de doña Alfonsina, y cuando pasé cerca, ella se asomó por la ventana. Me reconoció y salió para invitarme a pasar. Para no hacerte el cuento largo, acepté y tuvimos, ya sabes…
Doña Alfonsina Jiménez era una mujer de más o menos cuarenta años. Según recuerdo, quedó viuda cuando tenía unos veinte años y ya no se volvió a casar. Solo tuvo un hijo con su difunto esposo. Las malas lenguas decían que nació muerto o que falleció a las pocas semanas debido a su desatención. La herencia que recibió le daba para vivir sin necesidades y se la pasaba de casa en casa visitando amigas para pasar el tiempo.
—¡Qué asco! —dijo Paulino con una mueca de repulsión.
Por dentro pensé lo mismo, pero me reservé los comentarios porque se trataba de una mujer mayor; una que, a mi juicio, era poco agradable.
—Volví a visitarla más veces. —Juro que mi hermano se sonrojó, hasta bajó la cara cuando lo dijo—. Hace unas semanas me confesó que está en cinta y asegura que es mío. ¡Pero ni loco lo voy a reconocer!
Todo lo que confesó sonaba tan irreal, como si se tratara de una de sus bromas de mal gusto, pero le creí porque lo conocía lo bastante bien como para saber cuando mentía.
—¿Embarazaste a una amiga de mamá? —Tuve la desgracia de imaginar a doña Alfonsina desnuda y dispuesta; una imagen que en definitiva necesitaba borrar lo antes posible—. Pero si es casi de su misma edad. ¿Te cansaste de todas las jovencitas y le sigues con las señoras?
Mi hermano por fin mostró un poco de desesperación y aventó violento el palo hacia un lado.
—¿Cómo iba a saber que todavía podía quedar? Y para que sepas, es la única señora con la que me he metido.
Cerré los ojos para poder ordenar las ideas. Creo que di un par de vueltas antes de continuar.
—¿Comprendes el escándalo que puede hacerse si se sabe?
Sebastián resopló.
—Por eso era un secreto, don metiche. —Volteó a ver a Paulino, molesto, y extendió la mano—. Tú, regrésame lo que te pagué. Si te lo confié fue porque estaba preocupado, no para que fueras a contárselo a todo mundo.
—Yo ni le dije nada… —quiso defenderse.
—¡Vas a ser papá! —los interrumpí—. ¿Te das cuenta de lo que causó tu irresponsabilidad?
—No, yo no voy a ser nada. Que la doña se lo enjarete a otro. Es mi última palabra. —Quiso irse, pero se lo impedí.
—¡Piénsalo bien! Abandonar a la sangre de tu sangre es un pecado. Vas a cargar con eso en tu conciencia.
Con una expresión que me erizó la piel, Sebastián me plantó cara.
—Sangre es la que te voy a sacar si le dices a alguien lo que acabo de contarte.
—Está bien, si eso quieres… Pero te advierto que la gente puede enterarse si doña Alfonsina habla.
Con una mueca maliciosa, me respondió:
—Eso déjamelo a mí.
El asunto de mi hermano era delicado, pero fuera de mi alcance. Ese era un tema que él y solo él podía tratar. Meterme en sus asuntos no era una prioridad para mí.
Antes de irme, regresé a mi cuarto y les escribí notas a mis amigos. Después de todo, Erlinda, Isabel, Celina y Nicolás, se convirtieron en eso: mis amigos. Despedirme aunque sea en papel era obligatorio porque no sabía cuándo iba a regresar.
La última hoja en blanco quedó esperándome, inerte sobre la mesa, provocativa y, sí, dispuesta para que la usara a placer.
En ese momento decidí cambiar por unas horas la fecha de mi partida.
Querida Amalia, recibe esta nota como una última súplica. Eres tú y solo tú la mujer en la que pienso antes de ir a dormir, la que imagino a mi lado cuando lleguemos a viejos, la que quiero como mi esposa.
Estaré mañana las diez de la mañana en las carretas. Si sientes lo mismo por mí, trae tus maletas y empecemos una vida juntos. Tú siempre serás mi amor. Aunque pasen los años, te seguiré amando. Esa es mi promesa.
Tuvimos una cena que se sintió como una despedida. Llamaron a mis hermanos y todos llegaron con sus esposas e hijos. Por poco y se convierte en una fiesta. Incluso mamá tomó un trago de mezcal en mi honor.
En esas horas olvidé todos mis pesares y me concentré en mi familia, a la que jamás dejaría de extrañar.
Al día siguiente estuve listo a las nueve con el equipaje y la incertidumbre que quemaba mis entrañas.
Me quedé parado en el marco de la puerta, pensando en si ella atendería a mi llamado.
Mi madre me dio la bendición, mi padre me deseó suerte, y mis dos hermanos menores también tuvieron el detalle de darme un fuerte abrazo.
Después de colgar las maletas, subí a la silla que le puse a Genovevo, volví a despedirme con la mano y luego cabalgué hacia la casa de Rogelio.
Llegué rápido porque temía malgastar el tiempo y que Amalia se sintiera ofendida si no me encontraba.
Toqué su puerta y fue él quien atendió.
—¿Ya te vas? —preguntó mi hermano, quien ya se encontraba listo para ponerse a trabajar.
—Sí.
—¿Y la novia? —Inspeccionó la calle, pero supongo que al verme a la cara, comprendió—. ¡Oh!, Ya. Lo siento.
Bajé del caballo de un salto y abrí un morral que tenía a la mano. De allí saqué el cofrecito que contenía sus ahorros.
—Te los devuelvo. —Se los entregué.
Decidí que era necesario regresárselos. Si iba a mantener a Amalia, ya me las arreglaría con mis propios recursos. Trabajaría el doble, vendería lo que no fuera útil, buscaría opciones aunque al principio tuviéramos carencias…
—¿Seguro? —Volvió a acercarme el pequeño baúl.
—Muy seguro. —confirmé—. También quiero pedirte un favor, ¿puedo encargarte a Genovevo? Trataré de llevármelo lo más pronto posible. Ya no quiero dejarle esa responsabilidad a nuestro padre.
Acaricié su pelaje. Mi buen amigo silencioso que expresaba tanto con su mirada o con solo mover su cabeza tendría que esperar un poco más para poder tener una nueva morada porque me faltaba por adaptarle su espacio.
—Por supuesto. —Rogelio le dio una palmada a Genovevo—. Lo voy a poner a trabajar porque ve lo obeso que está.
—Si es que puedes —reí.
Me disponía a desatar el equipaje, cuando mi hermano intervino.
—Espérame. Te voy a acompañar.
Entró a su casa y diez minutos después salió por el terreno de al lado montado en su caballo.
—Vamos. Yo me lo traigo después —se refirió a Genovevo.
Él desconocía mis planes, estaba ausente de los nervios que impedían que sostuviera bien las riendas. No le dije que el pecho me saltaba sin parar ni que el aire me faltaba mientras más nos acercábamos a nuestro destino.
Dos cuadras antes de llegar, nos topamos con Filemón que iba a pie del lado contrario. Nos llamó la atención lo diferente que se veía. Vestía un traje azul y cargaba consigo un ramo de rosas.
—¿A dónde tan peinado? —lo interrogó mi hermano cuando se puso frente a él—. ¿A quién cortejas?
Allí até cabos y me adelanté a responder:
—A Chavelita, ¿verdad? ¿Por eso le preguntaste a Jacinto?
—Él no está interesado —comentó entre dientes.
Rogelio soltó una risotada que llamó mi atención.
—¿Piensas casarte con una bastarda? ¿Qué dice tu madre al respecto?
Enseguida Filemón volteó a ver a mi hermano. Se notaba ofendido, pero supo controlarse.
—No le digas así.
—Eso es —continuó Rogelio, ignorando por completo las señales de incomodidad—, ¿o no?
En ese momento pensé que Filemón debatió por dentro sobre si bajarlo del caballo de un buen golpe o ignorar sus desatinados comentarios.
Desconozco qué decidió, pero en sus labios se dibujó una oscura sonrisa.
—¿Ya se enteraron de que vieron a Ciro Carrillo ayer en La Casa Martínez? —Prestó suma atención a nuestras reacciones que supongo fueron inolvidables—. Sí, esa cara pensé que pondrían. —Sonrió otra vez—. Tengan buen día.
Filemón aceleró el paso y nosotros continuamos.
—Respeta a Isabel —le pedí a mi hermano porque también me molestó la forma en la que se expresó de una buena amiga.
Rogelio se mofó.
—La hermanita ilegítima de tu amor es bonita y parece una mujercita decente, pero eso no le quita lo que es. Un matrimonio así no trae orgullo a tu familia.
—¿Crees que sea verdad lo que dijo el File? —Que vieran a Ciro Carrillo en los alrededores del pueblo solo podía significar una cosa.
—Algo supe ayer, pero pensé que eran chismes. Más les vale a esos cobardes mantenerse lejos de nosotros…
Dejé de prestarle atención cuando dimos la vuelta. En la distancia divisé la banca de espera de las carretas. Esa banca que imaginé que estaría ocupada por una colorida falda y esas trenzas llenas de listones; esa banca que confirmé que estaba vacía.
No quería subir, no quería irme sin ella. Pero esperé hasta ser el último pasajero y ya no podían darme más tiempo.
«No llegó», me dije, tan decepcionado y dolido que deseé poder destrozar mis maletas sobre el suelo.
El viaje inició y yo solo podía ver cómo todo se hacía más pequeño, como me alejaba de la gente que amaba, que la dejaba a ella, a mi adorada estrella.
Una hora después, la carreta dio un tumbo similar al de cuando conocí a Nicolás. Para mi buena suerte, esta vez me mantuve en mi sitio.
—¡Oiga, tenga más cuidado que no trae animales! —se quejó a gritos una señora.
El conductor se bajó veloz y nos habló:
—Se rompió una de las ruedas. Van a tener que esperar a que pase otra carreta porque esta no queda hoy. Allá se pueden acomodar. —Señaló hacia los árboles de mango que había a un lado del camino.
«Lo que me faltaba», me quejé, molesto por tener que pasar por eso.
Bajé mis pertenencias y ocupé un espacio debajo de un árbol cercano para ser de los primeros en abordar.
Una vez ahí, con la naturaleza rodeándome, saqué mi guitarra. El requinteo era la voz del lamento que yo no podía expulsar porque me faltaban fuerzas para liberarlo. Yo lloraba a través de sus cuerdas. Mi fracaso era un tormento que ardía más de lo que podía aceptar.