Piensa en mí

4143 Words
Los dieciséis, preciosa edad para ser imprudente. A mi estrella se los festejaron sus papás en su casa. Por supuesto fuimos invitados. En ese punto pensé que ya nos sentíamos como dos familias unidas por nuestro matrimonio no formalizado, así que recibir tal atención no pareció extraña. Un día antes de su fiesta tocaron a la puerta de mi casa mientras yo tusaba a Genovevo en el patio. —Te buscan —me avisó mi madre cuando se acercó hasta donde yo estaba. —¿Quién? —le pregunté sin voltear a verla. Cuidar de mi caballo era algo que calmaba todo lo malo que podía haber en mí. —Una de las hijas de los Ramírez. Sospeché que se trataba de Celina, cosa que me pareció inusual, pero no imposible. —Voy enseguida. Mi madre solo se fue. En ese momento llegó a mi mente el recuerdo de infancia cuando mis padres y los Ramírez pactaron que nos casarían cuando Celina llegara a la edad. Pero mi corazón fue más fuerte y decidí seguirlo, rompiéndole el suyo a mi madre, aunque fue lo bastante discreta como para no expresármelo ni reprocharme. Dejé lo que hacía y salí enseguida a atender al llamado. Con solo ver su silueta en el recibidor, la reconocí, sí era Celina, o la Chule, como le decían sus amigas. —Buenas tardes —me dijo con una voz tan baja que por poco no la escucho. —¿Qué tal? ¿Qué te trae por acá? Me acerqué a ella solo un poco porque noté que dio dos pasos hacia atrás cuando me vio avanzar y no quería incomodarla. —Vine porque Erlinda me pidió que te avisara que mañana temprano vamos a hacerle un pequeño festejo a Amalia. Es sorpresa. Celina se veía tensa y pensé que yo no terminaba de agradarle. Por años pensé que ella era una muchacha un poco rara, pero una vez que la fui conociendo supe que su temperamento era muy dócil, alegre y hasta compartimos varias risas en las salidas. —¿No ya va a tener un festejo? —Sí, pero queremos hacerle uno nosotras. ¿Estás de acuerdo? —Con un rápido movimiento levantó la cara y me observó pensativa. —¡Pero claro que sí! Celina en realidad era linda, no más que Amalia, para mí no había nadie más bonita que mi novia; pero su cabello tan crespo y n***o y su piel ligeramente amarilla y lozana le daban un aspecto inocente. Ella vestía más sobria y más cubierta que el resto de las chicas, pero también más elegante porque tenía buena solvencia económica y su madre era conocida por ser exigente con la apariencia. Me atreví a observarla más de lo acostumbrado y ella solo se meció y dirigió la vista al suelo. En ese momento se me ocurrió una idea que tal vez funcionaría para cumplir el sueño que le frustré a mi madre. —Yo llevo la comida… —me ofrecí porque era lo menos que podía hacer—, y si no les molesta también a unos amigos. —Por supuesto que no es molestia. Nos vemos en… ya sabes dónde —apenas dijo, y luego se volteó hacia la puerta y se fue. Para llevar a cabo la celebración privada fue necesaria la ayuda de doña Antonia, quien se encargó de pedirle a doña Felicia que le permitiera llevarse a Amalia un par de horas en la mañana con la excusa de medirle un vestido que le regalaría. Por la tarde sería su festejo formal, así que contábamos con poco tiempo. Las muchachas limpiaron y decoraron aquel cuartito que fue testigo de cómo fue creciendo el amor que sentí por ella, por Amalia Bautista. Yo llevé la guitarra. Mi madre hizo tamales de mole y la madre de Erlinda preparó aguas de frutas porque la cosa sería muy sana; o eso le hicimos creer. Isabel invitó a Jacinto. Yo invité al buen Filemón; él serviría para cantar, y a mi hermano Sebastián, quien no se esperaba tal cortesía. Estaba todo listo cuando la cumpleañera llegó. Debo decir que las lágrimas ansiaron salir cuando la vi pisar la entrada. ¡Se veía tan bella! Arregló su cabello con listones y una flor rosa, y se puso el vestido de doña Antonia, el cual fue mandado a hacer con especial esmero: bordado a mano y de color rosa claro. Desde que era muy joven ya me fijaba en los detalles porque el negocio de la familia nos llevó a ser observadores en la vestimenta para poder identificar los diferentes modelos de calzado o recomendar la mejor opción. Mentiría si digo que la sorprendimos. Isabel confesó que un día antes había sido tan poco cuidadosa que Amalia lo adivinó gracias a sus nervios. Mi regreso a la capital estaba ya tan cerca que me sentía convencido de que aprovecharía al máximo los últimos momentos a su lado. Todos le aplaudimos. La algarabía era la especialidad de sus amigas y agradecí no estar solo porque mis amigos las secundaron. —¡Feliz cumpleaños! —le dije en cuanto pude acercarme a ella después de tanto abrazo, y le entregué una caja envuelta en tela azul atada con un bonito listón que mi madre arregló porque soy un completo fracaso para eso. Sus amigas se acercaron a mirar. Amalia ni siquiera habló cuando se lo di por la enorme sonrisa que esbozó. Puso la caja sobre la mesa y abrió veloz mi detalle. Al verla reaccionar, supe que se sintió complacida. Elegí darle un par de sandalias de los nuevos modelos que estaban de moda. ¡Solo lo mejor para ella! Fue un cálido abrazo su manera de agradecerme. ¡Cómo amaba oler su perfume! El único perfume que le conocí. Amaba verla sonreír, y en esa pequeña celebración lo hizo tanto que pensé que más tarde le dolería la boca y el estómago por lo mucho que rio. Si mi hermano tenía un don, era el de la facilidad para convivir con los demás y conquistarlos a la primera. —Ahí como lo ven de serio —dijo Sebastián y me dio una palmada en la espalda—, le ha pasado de todo. —Ni se te ocurra —le advertí entre dientes, y fue allí donde me arrepentí de invitarlo. Él ignoró mi petición por completo y todos le prestaron atención. —Una vez estaba fuera de la casa con su caballo y había un hueco lleno de agua por la lluvia —comenzó con una maliciosa sonrisa—, pero el muy ciego no lo vio y se agarró de la silla, lo que no esperaba fue que la silla ¡se cayó encima de él! Acabó lleno de lodo, hasta en la cara. Por la manera en que narró y los ademanes que hizo, logró que todos soltaran las carcajadas. ¡Si ya sabía que él era así, solo a mí se me ocurrió el disparate de hacerlo parte de mis convivencias! A pesar de todo me quedé callado y reí un poco para no verme tan estirado. —Bueno, al menos no faltará la alegría en tu casa —añadió Isabel, dirigiendo su vista hacia Amalia. —Seguro que no —respondió sonrojada y me vio de reojo con una pequeña sonrisa en los labios. Respiré aliviado porque su sola presencia me relajaba. —¡Llegó la hora, señores y señoritas! —anunció triunfante Jacinto y levantó una botella de tequila que llevó sin antes avisar. Beber no era algo que acostumbraba, solo en reuniones donde el ambiente se prestaba para ello. Isabel se apresuró y sacó unos bonitos tequileros de barro n***o que tenía guardados en una caja de madera donde había casi una vajilla entera. Enseguida comenzó a servir. Supongo que buscaba estar lo más cerca de Jacinto, y ahí me di cuenta de que por alguna razón él no se fijaba que a ella le gustaba. Las cuatro muchachas solo aceptaron la mitad del vasito, los hombres un poco más. —¡Por Amalia! —Erlinda alzó su trago cuando todos ya teníamos uno. —¡Por Amalia! —brindamos al unísono. El tiempo era poco, así que nos acomodamos en la mesa y degustamos los tamales de mi madre. Una vez que terminamos, agradecieron la atención y me sentía complacido. Filemón se movió discreto de lugar hasta llegar a mi lado. —¿Me acompañas? —me pidió porque quería empezar a cantar. Él amaba la música como pocos. Asentí y me dispuse a afinar la guitarra en una esquina para no estorbar. Siempre he considerado que a las cuerdas hay que tratarlas con respeto, irte educando para que obedezcan y así cautiven a quienes escuchan. Las chicas pidieron canciones, una tras otra, y yo toqué lo mejor que pude. La decepción me abordó porque vi a Amalia estar más callada de lo usual, con sus mejillas rojas e inexpresiva. «Tal vez toco muy mal y siente vergüenza», fue lo primero que pensé y me propuse mejorar para no verla así nunca más. El tiempo pasó tan rápido que no lo notamos. —Ya es hora de irnos, pero quiero que Amalia cante la última canción —pidió Erlinda, quien dibujó un puchero en el rostro y unió sus manos. Amalia aceptó gustosa, no había necesidad de decirle dos veces. Me tembló el cuerpo entero porque temía fallarle. Mi estrella se paró a mi lado y ni siquiera lo noté de tan nervioso que me sentía. —Cuando estés listo —me dijo. Parecía muy concentrada en lo que iba a hacer. Con los primeros acordes abrió los labios y su bella voz salió. Al principio mis dedos vacilaron, ella cantaba demasiado bien y yo no tocaba excelente, pero conforme fue avanzando la canción hicimos un dueto que a mi juicio salió bastante decente. Sin duda deleitarnos era algo que le fascinaba; lo comprobé porque su pasión era contagiosa. La fiesta terminó con la botella vacía y quedamos un poco mareados. Filemón, Sebastián y Jacinto se fueron a seguir la fiesta a otro lado, y Celina, Erlinda e Isabel se adelantaron para poder arreglarse para la fiesta oficial. Solo nos quedamos Amalia y yo, allí, en ese cuartito donde la luz entraba por rendijas y uno de los rayos iluminó el hermoso rostro de mi amada. Con el hecho de estar sin mirones, me estremecí y el tacto de sus dedos me puso nervioso. Por años me creí un hombre defectuoso porque el deseo que sentía hacia otras mujeres era tolerable, a diferencia de mis hermanos, pero fue ella, Amalia, la que despertó mis instintos más privados y que exigían salir cada que estábamos cerca. Elegí irnos porque era difícil resistirme, pero ella me detuvo antes de que pudiera dar un paso hacia la puerta. —¿Sabes qué pienso? —exclamó, sosteniéndome el brazo. Lucia más seria de lo normal. —No —le respondí y me moví para verla de frente porque me preocupé—. Pero puedes decírmelo. —Es que… si vamos a… formalizar, debes saber que no deseo irme a otro lugar a vivir —soltó entre enojada y avergonzada—. No quiero ese terreno en la capital. ¡No quiero la casa lejos de aquí! Confieso que fui incapaz de comprender por qué me decía eso. Pienso que tal vez el tequila la llevó a confesarse. —Los cambios también son buenos, solo debes acostumbrarte. Sus ojos se llenaron de lágrimas con mis palabras. —¡Pero no quiero! —su voz se quebró. Sin dudarlo, la abracé para calmar su angustia. —Lo hablaremos más adelante, ¿está bien? —le susurré. Nos mantuvimos así por un rato, unidos por mis brazos. Su cuerpo, cálido y agradable, me llevó a un estado entre el éxtasis y la auténtica paz. Cerré los ojos para grabarme la sensación. Cuando separó su cabeza, volvió a hablar ya serenada, incluso sonreía. —Está bien, ingeniero. Sujeté sus hombros lo más delicado que pude y le hablé: —Soy tu novio, puedes decirme Esteban… si tú quieres. La formalidad no era algo que deseaba entre nosotros, pero tampoco quería presionarla. —Está bien. —Colocó su mano sobre mi mejilla y movió su dedo pulgar sobre mi piel—, Esteban, mi novio de ojos azules y cabellos de cobre. —Tú eres mi estrella. —Era sencillo abrir mi corazón con ella y la ocasión era idónea—. Como la Estrella de Belén, que me va a guiar y a ayudarme cuando me sienta perdido. Fue un tierno beso el que terminó con tan bello momento. Un momento que añoro cuando me siento débil, cuando quiero olvidarlo todo. Apenas salimos nos topamos de frente con el tío de Amalia: Evelio Bautista, hermano mayor y mano derecha de don Cipriano. Los dos eran hombres muy parecidos en el físico, con rasgos más españoles que mexicanos; a diferencia de doña Felicia que no tenía parentesco extranjero ya que en su familia no hubo mezcla de etnias. Me sentí intimidado al verlo porque don Cipriano se caracterizaba por ser enérgico, y conocía solo de vista a don Evelio. A su esposa, doña Antonia la conocí en cuanto iniciamos nuestro noviazgo. Pronto llegó el turno del tío. —Así que te quieres llevar lejos a mi sobrina —me dijo sin rodeos. De reojo vi a Doña Antonia salir de su casa que se ubicaba a un lado y se le unió enseguida. Los cuatro nos acercamos para poder saludarnos como era debido. —Me llamo Esteban, soy hijo de Anastasio Quiroga. —Le extendí la mano, luchando porque no temblara, y don Evelio la aceptó con un fuerte apretón. Lo único que rogaba era no flaquear. —Sé muy bien quién eres. Mi señora me dijo que planeas mudarte cuando se casen. —Le dio un rápido abrazó de lado a doña Antonia. Con una simple acción me tranquilicé. Una muestra de afecto espontánea comprobó que en el carácter no se parecía mucho a don Cipriano, a quien hasta la fecha no le había visto ni una pequeña muestra de cariño en público hacia su esposa. —Tío —le habló con dulzura Amalia—, es un buen novio. Volteé a verla enseguida y sus ojos apuntaban hacia don Evelio. Se notaba en ellos una devoción, una que solo se puede sentir por un padre. —Lo sé, hija, ya lo mandé a investigar —dijo, pero soltó una breve carcajada y me dio una palmada en la espalda—. ¿Cuándo piensas pedirla? Todo mi recelo se esfumó, pero su pregunta me tomó por sorpresa. —No lo presiones —intervino su esposa. —Yo creo que sí es bueno que lo presione —le respondió con la voz más baja—. Ya es hora de que la niña tome su camino. Sabes que no nos gusta que la tengan cuidando hijos ajenos. Mejor que cuide a los suyos. —Don Evelio tenía claros sus deseos y me hizo una seña con su mano—. Ven un momentito, muchacho, quiero hablar contigo a solas. En realidad, me dio gusto saber que protegía a Amalia de esa manera. Avanzamos por la calle empedrada solo unos cinco metros, y en cuanto nos detuvimos él sujetó mi hombro como si fuéramos familia. Éramos casi igual de altos, así que quedamos cara a cara. —Dígame —pronuncié impaciente. Don Evelio aclaró la garganta e inclinó la cabeza. Su sombrero quedó tan pegado a mi frente que con eso mi corazón latió veloz. —Te voy a dar un consejo de hombre a hombre y escúchalo bien —Su mano libre fue despacio de él hacia mí—: si no pides a mi sobrina y te la llevas ya, te la van a ganar. Otro menos lento le lavará la cabeza a mi hermano y él va a entregarla si el pretendiente es decente. No quieres eso, ¿o sí? Tragué saliva lo más discreto que pude. Me sorprendía lo interesados que podían estar los demás sobre los compromisos ajenos. —Vendré de vacaciones en diciembre y allí será. —La verdad es que no tenía una fecha para la pedida, pero en medio de la presión lo decidí, y consideré que era el tiempo suficiente como para que Amalia se sintiera cómoda. —Faltan algunos meses para diciembre —quiso persuadirme—. Piénsalo, llamamos al Sacerdote y armamos una fiesta rápido. Su ofrecimiento fue incitador, pero en definitiva no podía ceder. Tenía miedo de un rechazo y eso no iba a poder soportarlo. —Dudo que sus padres quieran una boda apresurada. Don Evelio me soltó, dio un paso hacia atrás, se agarró la barbilla y volvió a hablarme más serio: —¿Por qué no te decides? ¿Eres de los miedosos? Lo último que quería era hacerlo enfadar. Tal vez él no era su papá, pero el cariño que compartían con mi estrella les daba el poder de convencimiento para acercarla o alejarla de mí, según mi respuesta. —Ella… ella quiere ir más despacio, y yo respeto eso —le dije, observándolo directo. Tenía que lucir seguro de mis palabras. —¿Ella te lo dijo? —Su expresión mostró confusión. Volteé solo un momento y vi que Amalia y su tía charlaban concentradas en su tema, lo que me tranquilizó. —Se podría decir que sí. Don Evelio asintió varias veces con la cabeza, sorprendido. —Siendo así, a esperar. ¡Me sentí aliviado con su frase! El hombre aceptó mi argumento mejor de lo que imaginé. —Agradezco su consejo y cumpliré cabal con lo dicho. —Puse una mano en el pecho. —Más te vale. —Volvió a acercarse y a sujetar mi hombro—. Mi sobrina es mucha mujer para cualquiera, y también es como mi hija. Queremos lo mejor para ella. No espero menos que un esposo que la procure como se debe. ¿Lo entiendes? —Por supuesto. Con eso dimos por terminada la inesperada conversación. Llevé a mi estrella a su casa. Nos volveríamos a ver una hora más tarde y cuando llegamos ya la esperaban sus dos hermanos pequeños para que los bañara y vistiera. El que seguía de ella, Lucas, le exigió que le arreglara un pantalón. Ni en su cumpleaños descansaba. En el trayecto hacia mi casa me topé con Sebastián y regresamos juntos. Fue allí donde tuvimos una breve plática que cambió para siempre nuestra relación. Antes de eso éramos un tanto distanciados, él empatizaba más con Paulino. —¿Por qué no quisiste que sacáramos a los caballos? —me preguntó interesado. Sabía que yo era partidario de montar. —Porque a Amalia le dan miedo. Sebastián resopló. —¡¿Qué?! Pero no parece del tipo de mujer que le tiene miedo a un caballo, aunque supongo que es normal. Y pensar que intenté cortejarla —se burló mientras caminábamos—. ¿Cuándo vas a pedirla? ¡¿Por qué a todos les interesaba saberlo?! Era como cargar un gran pedazo de madera en la espalda y pesaba más cuando me interrogaban. Por suerte ya tenía una respuesta que me dejaría libre del repetitivo cuestionamiento. —En las vacaciones de diciembre —le respondí a secas. Mi hermano sonrió, como solo sonreía él, con su boca grande y sus hoyuelos decorando su expresión. —¿Serán novios por correspondencia? —Sí. Te voy a encargar que le espantes a los vivos que quieran acercársele con otras intenciones. —Una petición que solo se la haría a un hermano, aunque ese hermano fuera el menos indicado. —Ni te apures. El File y yo estaremos pendientes —me dijo alegre—. Procura escribirle muy seguido. Las mujeres se aburren si las descuidas, aunque sea un poco. De por sí no eres de muchas palabras, pero será bueno que le endulces el papel. Lee poesía y esas cosas. Esa era la primera vez que Sebastián me daba un consejo así. —Lo procuraré. —Sin planearlo sonreí también. Dimos unos cuantos pasos en silencio y él volvió a hablar. Sospeché que por un par de minutos se adentró en sus pensamientos. —Hermano, debes saber que pienso que ella es especial… Especial como tú. Es como si los dos hubieran sido hechos uno para el otro. Serás feliz. Y me hace feliz saber que tendrás una bonita familia. ¡No podía creer lo que escuché!, por lo que giré a verlo. Sus ojos se notaban cristalinos. El momento era tan irreal que me pregunté si no estaba soñando. —Gracias —musité sorprendido, pero también conmovido. Creo que mis ojos también se pusieron como los suyos gracias a la emoción nueva que me atacó. —Ojalá yo encontrara a una mujer que me vuelva tan loco que deseé casarme. En ese instante llegó a mi mente el pequeño plan que tramé de hacer feliz a mamá. —¿La señorita Celina no te agrada? —lo cuestioné como si fuera una pregunta casual. —¿Quién? ¿La Chule? —Su mueca fue de confusión, pero después analizó la idea—. Tiene buenas cualidades, es linda, amable y su familia cuenta con buena solvencia… Pero a ella le gustabas tú, y además ya tiene prometido. ¡Mentía! Jamás supe que yo le gustara ni que ya tuviera un compromiso. —¿Qué dices? Casi estoy seguro de que está soltera. —Ya no. En cuanto se supo de tu relación con Amalia, sus padres le dieron otras opciones. Según mi madre, eligió a un comerciante del pueblo de al lado. Es el hijo mayor de los Moreno. Creo que se llama Nicolás. —No lo sabía. —Me sentí estúpido por pensar que podía juntar a Sebastián con ella. Llegamos a la puerta y mi hermano movió tres veces la aldaba de hierro. —Por eso me invitaste, ¿verdad? No debes preocuparte por mí, tal vez jamás siente cabeza… Ya se verá. —Las cosas llegan cuando tienen que llegar. —Ya lo creo. Fue allí donde mi padre abrió. Puedo asegurar que ese fue el día más feliz de mi vida, donde sentía que nada podía ser mejor, donde estaba tan completo que nada podía romperme. Dicen que los buenos tiempos duran poco y sirven para añorarlos el resto de nuestra vida; no sé qué tan cierto es, pero no he vuelto a sentir una felicidad que se le pueda igualar. La fiesta de Amalia transcurrió sin ningún altercado. Hubo comida y bebida a más no poder, música de marimba y dos tríos que cantaron hasta que amaneció. Casi todo el pueblo asistió. No se esperaba menos de la familia Bautista. ¡El día de mi partida llegó tan rápido! Dolía despegarme de mi novia, pero era un mal necesario. Apenas desperté, preparé desanimado mi maleta. En otro tiempo estaría gozoso de irme a la escuela, pero ese sentimiento cambió cuando el amor me atrapó. Rogelio me acompañó hasta la carreta que me llevaría a mi siguiente transporte. Ya aguardaban allí más pasajeros. Mi hermano me dio un fuerte abrazo, me deseó éxito y se fue. Me había despedido de mis padres y demás hermanos en la casa, quería el momento solo para mi amada, quien aguardaba sentada en una banca de madera. Se veía tan bella así, en calma y con su media sonrisa natural tan encantadora. Eché un vistazo a todo. De mi pueblo podían decirse muchas cosas, como que era muy pequeño, anticuado, lejano… Pero no se podía decir que era feo. Con sus casas de adobe decoradas con sus bonitas puertas de madera, sus calles tan limpias y todos esos caballos que las recorrían, sus campos cultivados que se llenaban de colores en primavera, su cálida gente y en especial sus mujeres. Mujeres no solo hermosas, sino fieles y cultas, por eso me enganché de una. Mi estrella se levantó feliz al verme, su amplia falda revoleó con el aire y presumió sus brillantes colores, y en cuanto estuvo cerca la abracé. —Te escribiré lo más que pueda —le prometí en confidencia. —Yo también. En público los besos si no eras casado no eran bien vistos, por lo que nos tomamos de la mano lo más que pudimos. —¿Pensarás en mí? —me preguntó con su dulce voz que luchaba por no quebrarse y sus bellos ojos se llenaron de lágrimas. —Todos los días —le aseguré y le sonreí para que no viera que me quebraba. Así nos despedimos, sencillo pero inolvidable. Yo creía que lo que vendría sería bueno, sería mejor para los dos. ¡Qué equivocado estaba!
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