Chokani

4521 Words
Guardé en mi maletín el documento que me liberaba de las clases por unas semanas. Para mi mala suerte el director decidió que todavía le debía varios días limpiando los salones. Cumplí sin rezongar porque cualquier acto de rebeldía me traería serios problemas. El encuentro con mi amada tardaría un poco más. Todavía no sabía cómo iba a actuar con todo lo que pasó. Por las noches pensaba en las palabras que les diría a mis padres para confesarles que me casaría con ella, aunque me negaran como hicieron los padres de Florencio. Si él podía sobrellevarlo, ¿por qué yo no? Pero primero tenía que averiguar cómo marchaba la situación entre las familias. Una noche en la que llegué sucio y agotado, me topé con Erlinda. Se encontraba sentada en la mesita en la que a mi amigo le gustaba pasarla antes de ser encerrado. Hacía un bordado de rosas rojas y moradas, y la vi tan concentrada que pasé despacio para no interrumpirla. —¡Oh!, por fin llegaste. —Levantó la cabeza, sonrió, dejó su bordado sobre la mesita con tan poco cuidado que los hilos seguro quedaron enredados. Después se puso de pie—. Vente, vente a comer o, mejor dicho, a cenar. De por sí estás todo flaco, y si no comes, vas a volar cuando sople fuerte el viento. Ella se adelantó a la cocina y la seguí porque de ninguna manera haría la descortesía de rechazar su ofrecimiento. —Ya te dijimos que no es necesario que te molestes en cocinar para los tres —le dije porque me avergonzaba abusar de la nueva inquilina—. Estamos acostumbrados a comprar la comida ya hecha. Erlinda resopló mientras servía un plato. —¡Tú no te preocupes! Aquí me aburro, esto me mantiene ocupada porque experimento con las especies. Soy mala para recordar las recetas que mi abuela le enseñó a mi madre. Si te sabe raro, ¡te aguantas! —Soltó una risotada que me recordó a cuando la conocí. También se sirvió un poco y se sentó en la mesa para acompañarme—. Y dime, ¿cuándo te vas a ir al pueblo? Porque vas a ir, ¿verdad? —Mañana. —¿Puedo irme contigo? —Eso ni se pregunta. —Probé un buen bocado y comprobé una vez más que su comida sí sabía raro, pero no del tipo “raro” que desagrada, solo era distinta y ya. —Quiero ir. Es que todavía no me acostumbro a estar lejos de mis papás. Además, Florencio quiere que le entregue unas cartas a mi padre, y de paso festejamos el cumpleaños de Amalia. —Levantó un dedo—. No olvides que cumple diecisiete. Erlinda tenía la capacidad de cambiar su forma de hablar entre frases cortas. Podía hacerlo primero bajito y agudo para luego pasarla a más grave y casi gritar, y creo que no era consciente de ello. Con el paso de los días y la convivencia, me fui acostumbrando a su característico estilo. —No me olvido —le respondí, pero creo que ella notó la congoja en mi expresión. —¡Oh! —Llevó una mano sobre su pecho y liberó un soplido—. Perdóname, se me pasó que estás de luto. ¡Lo siento! Tuve que sonreírle para que no creyera que me molestó. En realidad, mi pesar era por otra cuestión. —Festejaré su cumpleaños, aunque solo seamos nosotros, como el año pasado. Los dos suspiramos al mismo tiempo. —Como el año pasado —dijo para sí. Esa nostalgia regresaba y se colgó de mi espalda. Su hubiera podido volver el tiempo, me habría quedado en ese día de su cumpleaños, cuando cantó con su angelical voz, cuando éramos libres de amarnos. Unos ruidosos pasos interrumpieron nuestro estupor. Ermilio entró a la cocina con todo ese entusiasmo que mantenía casi siempre. —Muero de hambre. —Bostezó de forma exagerada y después señaló la olla de comida—. ¿Puedo? ¡Tremendo descarado que era él! —Adelante. —Ella hizo su silla para atrás para levantarse, pero Ermilio se lo impidió con un suave toque en el hombro. —Sé servir un plato, quédese donde está, señora de Fernández. Erlinda, con la boca medio abierta, regresó a su lugar. Los tres seguimos conversando por un rato más, hasta que llegó la hora de ir a dormir. Teníamos un viaje largo que recorrer. Salimos por la tarde porque las corridas del ferrocarril se suspendieron unas horas. Era como si todo conspirara para que no pudiera ver a mi amada. Tomé la iniciativa de sentarnos frente a frente para que no compartiéramos asiento. Lo último que quería era que nuestra amistad se prestara a malas interpretaciones. Los chismosos siempre estaban a la orden del día. —Bonitos zapatos —le dije cuando vi que llevaba puesto unos mocasines negros. Diferentes a lo que las muchachas del pueblo usaban. —¿De verdad lo crees? —me preguntó emocionada—. Los vi y supe que los necesitaba. Aunque te confieso que son un poco incómodos al principio. —Es que hay que domarlos, por la piel. —Domarlos como a los hombres —susurró, pero fui capaz de escucharlo. —¿Qué? —sonreí al preguntarle. —Nada, nada. —Aguantó la risa y sus mejillas se pusieron coloradas. Sin que lo planeara, volteé a ver a la ventana y enseguida pensé en Amalia. Estaba por verla después de meses de mantenernos alejados. Solo deseaba que el ferrocarril acelerara al máximo para acortar el tiempo y poder abrazarla. Es un largo viaje. —De mi maletín saqué dos libros y se los acerqué a Erlinda— Traje estos por si quieres leer uno. Ella me los recibió, pero los observó pensativa. —No sé leer. En ese momento me sentí tan tonto y quise meterme debajo del asiento. —Es broma. —Sus dientes apretados evitaron que se carcajeara—. Sí sé. Debiste ver tu cara —se burló y cuidadosa inspeccionó ambos ejemplares—. ¿Qué tenemos por aquí? Uno era de poesía, y el otro hablaba de la Revolución que inició en 1910. Erlinda ojeó el segundo. —Hombres alabando a otros hombres —dijo sarcástica mientras le daba vuelta a la hoja—. ¿Y las mujeres qué? ¿Cuántas viudas dejó la Revolución? ¿Cuántas tuvieron que criar y mantener solas? ¿A cuántas desaparecieron o les robaron su inocencia los Villistas? Seguro aquí no lo dice. De eso no se habla y mucho menos se escribe jamás. Era verdad. En mi familia se contaba que desaparecieron a una tía segunda de tan solo catorce años. Se la llevaron y nunca se volvió a saber de ella. Su nombre no figura en ningún libro, ni su historia, ni el dolor que su pérdida causó. Mi madre nos platicó alguna vez cómo su madre tuvo que esconder a sus hermanas menores para que no sufrieran el mismo destino. —Tienes razón —apenas pronuncié porque analizaba sus palabras. —¿Sabes, Esteban? —dijo para llamar mi atención de nuevo—. Desde que éramos niñas creí que mi prima se iría con el primer hombre que se ofreciera a mantenerla. —Pareció que sonreía satisfecha—. Me equivoqué y eso me hace feliz. En serio te quiere. Cuando se casen solo tendrán amor para darles a sus hijos. —De pronto, sus labios abandonaron la curva que decoraba su rostro—. ¿Te gustan las familias grandes? El cambio en la conversación me contrarió. Varias preguntas surgieron con su comentario, pero me las guardé porque me dio vergüenza cuestionarla como si fuera un interrogatorio. Opté por solo responderle lo que solicitó saber. «No le preguntes, no le vayas a preguntar», me recordé para no mencionar nada que tuviera que ver con su descendencia. —Me gustaría tener por lo menos cinco hijos, pero si se puede, más. —respondí, pero en mi cabeza se repetía «No le preguntes, no le preguntes» una y otra vez—. ¿Y tú? —¡Como siempre ignoraba mis propias advertencias y fui directo a la equivocación! No quería conocer su reacción y desvié la mirada. —No… —escuché que vaciló—. No hemos hablado sobre eso todavía. —La sentí más distante—. A veces Florencio cree que él es un estorbo para mí y hasta le da vergüenza que lo visite, así que decidí hablar de esas cosas más adelante. Mi voz interior gritaba: «¡cambia el tema, estúpido!». Y eso traté de hacer. —Es increíble que el señor Larrea haya desistido tan fácil. Erlinda se mantuvo callada por más de un minuto. Estaba a punto de leer mi libro cuando reanudó la conversación. —Te contaré un secreto, pero solo quedará entre nosotros. —Me señaló y luego a ella. Asentí porque me ganó la curiosidad. Erlinda se inclinó hacia adelante para estar más cerca y bajó la voz. —Los Fernández prometieron a los Larrea a uno de los solteros de su familia a cambio de que dejara vivir a Florencio. La condena solo fue un… —dudó y se puso triste— “merecido”. —Entonces sí lo ayudaron —dije para mí, sorprendido por la información que acababa de conocer. —Por lo poco que sé, están muy ofendidos, pero es su hijo y tenían que defenderlo. Yo creo que tomará tiempo para que se calmen las aguas, pero, como dicen, la sangre siempre llama. «La sangre siempre llama», pensé conmovido, fue mi familia la que llegó a mis pensamientos. Después de todo ellos estaban pasándola mal también, en especial mi padre que ya había perdido a dos de sus hermanos. Me mantuve sumergido en los recuerdos de los buenos tiempos, cuando mi compañera de viaje volvió a hablar. Tenía que resignarme, de ninguna manera ella iba a quedarse en silencio. El libro tuvo que regresar al maletín. —Cuéntame de tu casa. Ermilio dice que ya la terminaste. —Sí. Por fin está lista. Todavía no la amueblo, eso se lo dejaré a Amalia. Seguro tiene mejor gusto y paciencia que yo. —¡Quién lo diría! —Se emocionó y sus ojos brillaron—. Mi prima será toda una señora. No que ahí la tienen como una sirvienta. —La forma en la que lo dijo fue de desprecio—. Pobrecita. Un error que cometí fue el de no prestarle el suficiente interés a la situación familiar de mi estrella. La mayoría de las mujeres del pueblo se dedicaban a las tareas del hogar, por eso no llamó mi interés que Amalia se dedicara también. Fue hasta el comentario de su prima que necesité saber detalles. —Ella… no me cuenta sobre sus tareas, ¿son muchas? —¡Jum! —Bufó e hizo una mueca de molestia—. Nada más tiene que limpiar la casa, lavar la ropa de todos, cocinar a diario, ir por el agua, cuidar a sus hermanos que son terribles, a los animales, a su madre que solo sabe mandar… No terminaría de contarte. No sé cómo aguanta. —Concentró su mirada en mí—. Pero sé que tú la tratarás diferente, ¿verdad? Una persona que la ayude jamás estorba. —Tendrá toda la ayuda que ella pida. —Yo siento que mi tía es así con ella porque es la única mujer. No sé, pero hasta creo que la hace menos. —¿Y su papá cómo la trata? —Mi tío la quiere mucho, solo que, aquí entre nos —susurró de nuevo y tapó un lado de su boca con una mano—, lo que mi tía diga es lo que se hace. Desde antes de los quince Amalia quería casarse. Llegaste a tiempo a su vida. —De nuevo la sonrisa, pero esta vez se veía avergonzada—. ¿Sabes? Tú me caías mal porque pensaba que eras un creído, pero luego me di cuenta de que solo eres un tímido que parece creído. Su sinceridad me contrarió. Ella jamás sabría mi primera impresión sobre su forma de ser; seguro volvería a caerle mal. —Me cuesta mucho acercarme a las personas —le confesé—, pero trato de mejorarlo. —Vas a tener que hacerlo porque tu novia es una fiestera de primera. —Lo voy a intentar con más ganas. Los dos reímos un poco. Sale sobrando añadir que platicamos durante todo el viaje. Erlinda de verdad era una mujer curiosa, pero, para mi sorpresa, el trayecto no me pareció tan largo como las veces anteriores. Un empleado del padre de Erlinda ya estaba esperándola en la parada de las carretas. Por suerte me libré de acompañarla a su casa. Ella podía ser ya una señora, pero no dejaba de ser vulnerable a los ebrios o los desubicados. La noche siempre tiene sus propios monstruos. Llegué a mi casa agotado y fue mi padre quien abrió. Los demás ya dormían. Él esta vez se veía más resignado que con la muerte de su hermano Heriberto. Aun así, en la forma en la que miraba existía un cambio, parecido al que tuvo Erlinda. Como si su luz interior hubiera disminuido su brillo. —Me imaginé que vendrías —dijo sin siquiera saludarme—. Rogelio se va a decepcionar mucho. Nos quedamos parados en medio de la sala y se podía sentir la tensión que creamos. —Él no me da órdenes. —Tenía miedo, ¡mucho!, pero mi hartazgo pudo más y las palabras salieron directas. —¿Y yo? —Se mantuvo firme y me encaró—. ¿Te sigo dando órdenes? Quería responderle de la mejor manera, dialogar y llegar a acuerdos, pero lo único que pude hacer fue callar. Mi padre primero miró hacia el piso, como si con eso ocultara su decepción, y después me dio la espalda para recargarse en un sillón. —Pensé en presentar mis respetos al tío Hilario —le dije sincero. Él solo asintió varias veces. —Está sepultado a un lado de Heriberto. —Giró hacia su habitación—. Me voy a dormir. Estoy cansado. Deberías hacer lo mismo —se despidió indiferente. Al día siguiente me levanté y fui directo al camposanto. En el camino compré crisantemos. Sí que extrañaba montar a Genovevo y gocé volver a hacerlo. Dejé el ramo sobre la tumba que seguía llena de flores secas, la limpié como pude, recé un poco, y luego me despedí. El tío Hilario nunca fue de mi agrado, pero el sentimiento de ausencia causó que se me escaparan un par de lágrimas. Ver a mi estrella era lo que más deseaba. Era vergonzoso tener que recurrir a nuestras amistades para que pudiéramos encontrarnos, y con los hechos recientes ya no sabía bien cuánto tiempo podríamos continuar así. Pero el amor que sentía por ella era mucho más fuerte que todo. Erlinda fue mi apoyo en esa ocasión. Le avisó a Amalia que la encontraría al final del camposanto. Ella llegó dos horas después. La divisé a lo lejos, caminando entre las tumbas con su larga falda oscura que revoloteaba un poco y su velo que cubría su cabeza y sus hombros. Su larga trenza iba enredada en un listón n***o. Pocas veces la vi vestida tan sobria, pero supuse que lo hizo como un detalle para mí y mi luto. Se veía tan espectral como enigmática y me recordó a la Chokani, la mujer que pena después de perder a su amado. —Lo siento mucho. —Me dio un fuerte abrazo al llegar a mi lado. —Gracias —murmuré, extasiado de tenerla rodeándome con sus tibias manos. —¿Estás bien? —Ahora sí —le dije y toqué su cabeza que se encontraba recargada en mi pecho. Estuvimos así un momento, con la vista de todas esas tumbas, los árboles que rodeaban, el aire que era reconfortante. La invité a sentarnos en una de las ramas de un árbol de mango que tenía una gruesa rama en horizontal. Con su permiso la tomé de la cintura y la ayudé a subir y después subí yo. —Faltan quince días para tu cumpleaños —le recordé. —Sí. Diecisiete años ya —lo dijo emocionada—. Mis padres están organizando el festejo. Desvié la mirada porque me ganó la desilusión. —Discúlpame, no podré ir. De ninguna manera mis padres dejarían que fuera si es que los Bautista osaban enviar invitación. —Entiendo —sonó triste, aunque su gesto fue conciliador—. Pero sí te veré ese día, ¿verdad? La observé con detalle. Me parecía la mujer más hermosa que había visto. Allí por fin tomé la decisión que tardé tanto en tomar. Le pediría matrimonio en su cumpleaños a pesar de las negativas de familia. ¡Ya era tiempo! —Esta vez te daré un regalo especial. —¿Qué tan especial? —La sonrisa que dibujó fue amplia y brillante. Sujeté sus dos manos y las sostuve con las mías. Quería que entendiera mis intenciones para ver si eran bien recibidas. —¡Muy especial! —hice énfasis. —Pasaré estos días deseando que llegue mi cumpleaños. Su cara risueña cuando lo dijo fue una confirmación para mí. Ya solo quedaba esperar un poco más para poder hacerle mi prometida. Apenas y logramos vernos tres veces en esos quince días, y solo unos minutos, pero estaba seguro que el suplicio terminaría pronto. En mi casa se sentía el ambiente más normal de lo que imaginé, incluso Rogelio, cuando nos visitó, se portó cortés conmigo. Ni siquiera hizo mención de mi desobediencia, solo se encargó de recordarme que debía salir siempre armado y para su calma le prometí que así sería. Cuando ya faltaba solo un día para el festejo, Celina pasó a verme por la tarde. Yo revisaba algunas cuentas, pero era incapaz de concentrarme gracias a los nervios. Pienso que era Celina quien me buscaba porque mi madre la tenía en buena estima. Eso sería para no recibir cuestionamientos. —Las muchachas quieren platicar contigo sobre la celebración de Amalia. ¿Puedes ir ahorita? —preguntó en cuanto la atendí. Parecía que tenía prisa. —¿Y Nicolás? —Me extrañó que no la acompañara. —Está trabajando y se disculpa por faltar. —¿Traes chaperona? Ella negó. —Le pagué para que se fuera a comprar ropa. No pude evitar reír por su atrevimiento. Celina era de esa clase de mujeres que sigue al pie de la letra las instrucciones que se le dan. Esa ocasión me causó asombro que despachara a la chaperona. —¿Traes carreta? —Tampoco. —¿Sabes montar? —Solo de lado. —Con eso basta. Te veo afuera. —Fui rápido a mi habitación recogí mi revólver y algo más, y salí al patio por Genovevo. Ayudé a Celina a subir y cabalgué por un atajo hasta el cuartito de los padres de Erlinda. Dentro ya se encontraban Erlinda e Isabel. —Mi mamá se fue a comprar las hojas para los tamales… —decía Erlinda. Antes de que pudieran decir algo más, intervine. —Necesito pedirles un favor —me dirigí a las tres—. Quiero que me ayuden a hacer algo muy bonito mañana… —vacilé un poco por la emoción— porque voy a pedirle a Amalia que se case conmigo. —Vi como las tres pasaron de abrir los ojos de par en par a soltarse a reír y la señora de Fernández hasta saltó. De mi bolsillo saqué la cajita que mantuve guardada por casi un año y la abrí frente a ellas—. Este es el anillo, ¿creen que le guste? Isabel tapó su boca y se le escaparon unas cuantas lágrimas. Celina tocó su pecho y sonrió conmovida, y Erlinda se me abalanzó en un brusco abrazo. —¡Ay, hasta que por fin! ¡Primito! —Brincó de nuevo mientras me sujetaba fuerte—. ¡Vamos a ser familia! Comenzaba a faltarme el aire cuando decidió liberarme. Fue para mí reconfortante conocer sus reacciones. Ellas de verdad adoraban a Amalia y yo también las estimaba. —Si quieren mejor lo hacemos en mi ca… —empezó a decir Celina, pero fue interrumpida de manera abrupta. Nos quedamos callados para volver a escuchar. Deseé equivocarme, que lo que pensé que sonó era otra cosa, ¡pero no! Lo que oímos fue un disparo que provocó que todo vibrara. Luego siguió otro, y otro… Reconocí cinco tiros en total. Fueron tan estridentes que temí que estuvieran disparándonos a nosotros. Como era de esperarse, las muchachas se asustaron. Isabel se puso a rezar, Celina no podía soltar palabra, y Erlinda aguantó las ganas de llorar. —Váyanse a la esquina —las conduje a prisa porque volvió a sonar otro tiro. Las tres gritaron al mismo tiempo y se atrincheraron con las manos agarradas. Levanté la mesa y la puse de lado para que les sirviera de escudo. —Esteban, vente tú también —me llamó desesperada Erlinda, agitando una mano. Por un segundo contemplé el unírmeles, pero mi deber de hombre me superó. Si alguien andaba disparando afuera, era posible que me buscara a mí. Verifiqué que mi revólver estuviera cargado, liberé el seguro y fui a la puerta. —Quédense aquí. Ellas gritaron desesperadas cuando me escucharon y Erlinda se adelantó para jalarme. —¿A dónde vas? —Sus ojos no podían abrirse más—. ¡Te van a matar! —Solo iré a ver y me regreso. —Volteé a verlas una por una—. Ninguna salga, ¿entendieron? —Clavé la mirada en Erlinda y bajé la voz—. Dije que ninguna sale. Sacudí el brazo para soltarme de su agarre que no fue lo suficientemente firme como para retenerme y abrí la puerta lo menos posible. Sabía que en ese momento me odiarían, pero no podía arriesgarme a que fueran tras de mí, así que cerré el cuartito con un palo de madera. El miedo que sentía era grande, pero esta vez la pistola no se tambaleó. Si iba a morir allí, sería defendiéndome y protegiendo a las mujeres. Rodeé la casa por atrás, pegado a la pared para que no me vieran. Escuché susurros, aunque no podía entender lo que decían. Traté de acercarme despacio, pero en el proceso una de mis piernas empezó a sufrir un movimiento involuntario y pisé una rama que se quebró. El tronido alertó a los que dispararon. «¡Ya está! Aquí quedé», me dije resignado y cerré los ojos. El sudor resbalaba a chorros por mi nariz. Por los pasos supe que eran dos personas quienes salieron corriendo de lado izquierdo. Tuve que obligarme a ver. Iban demasiado rápido y se metieron a los terrenos continuos. Creo que ellos no me vieron y de ninguna manera iba a perseguirlos. A diferencia del ataque de don Amadeo, esta vez sí reconocí a los culpables. ¡Maldije mi suerte, maldije el haber estado allí, me maldije a mí! Contemplé el regresar con las chicas, pero si la persona a la que atacaron seguía con vida, podía darle auxilio. El silencio me asustó. La gente que acostumbraba andar por esos rumbos se esfumó. Giré para llegar a la calle principal. A lo lejos vi a otra persona que venía veloz del lado contrario. No quería voltear y el aire comenzó a faltarme una vez más. El cuerpo se encontraba tirado a unos veinte metros de distancia de la puerta. Con solo ver las botas confirmé de quién se trataba. Había un charco enorme de sangre a su alrededor y no se movía. —¿Qué haces ahí parado? ¡Ve por ayuda! —gritó el hombre cuando llegó con la víctima. Fui incapaz de mover un dedo. Estaba petrificado. Por un instante mi mente se perdió y me imaginé en un campo verde y brillante. Ya era demasiado para mí, demasiado para cualquiera. Reaccioné cuando las empleadas de la casa empezaron a salir. Llevaban toallas y algunas comenzaron a llorar cuando lo vieron. Sé que no contaba con conocimientos médicos, pero sabía que ya no había nada por hacer. De un momento a otro todo se aceleró, pasos que iban y venían, personas llorando, otras cuchicheando… Entonces recordé a mis amigas que seguían encerradas a unos metros de distancia de todo el caos. Tenía que ir a avisarles. De vuelta no logré detener el llanto. La impresión me superó tanto que tenía la necesidad de soltarlo todo. Antes guardé el arma, quité la madera, sequé mi cara y entré. Fui recibido con un vaso que impactó sobre mi brazo. Hallé a las tres armadas con lo primero que encontraron: Erlinda tenía un cuchillo corto, Isabel varios platos y Celina sostenía nerviosa una vieja guitarra. —¡Eres tú! —Isabel respiró aliviada—. Perdón. Es que no regresabas. Celina soltó la guitarra y se me acercó. Mis ojos estaban enrojecidos y ella se dio cuenta. —¿Qué está pasando? —quiso saber, intrigada. Erlinda se nos unió. Yo traté de bloquear la puerta con mi cuerpo para que no saliera. —¡Habla ya! —exigió temerosa. —Fue… fue en tu casa —le dije despacio y sentí que mi barbilla temblaba. —¿En mi casa? —apenas pudo preguntar porque se empezó a ahogar. Celina acercó una silla para que se sentara—. ¡Dilo ya! —Apretó su pecho y dejó escapar un par de chillidos. Toqué su hombro, como si eso sirviera para algo. —Tu papá. —Don Evelio fue acribillado afuera de su casa. —¡No! —El grito que dejó escapar sonó como un aullido que salía de su alma. Isabel y Celina la abrazaron. —¿Está muerto? —preguntó Celina en voz baja. Solo pude asentir porque si hablaba también me echaría a llorar. —¡No puede ser! —volvió a gritar Erlinda—. ¡Mi papito no! ¡Dios mío! ¡Mi papito no! —Toda su cara se empapó y se le hinchó el contorno de los ojos—. ¡¿Por qué?! —siguió chillando con una potencia dolorosa. En cualquier momento se desmayaría. —Nosotras la vamos a acompañar. Agarra tu caballo y vete. Gracias por cuidarnos. De nuevo me pedían irme. En ese punto ya me percibía como un estorbo, un indeseado del que no se puede esperar nada bueno. Le hice caso a Isabel y cabalgué. No, no fui a mi casa, la cantina era un mejor lugar para desahogarme. Entrado en copas solo podía imaginar a mi amada, ataviada en su traje n***o y el velo oscuro cubriendo su cara triste. Sí, como la Chokani que algunos decían que rondaba el pueblo llorando su pena por haber perdido a un ser amado.
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