El chirrido de los raíles del ferrocarril me llevó a hundirme en pensamientos trágicos. Quizá fue debido al presentimiento que Amalia mencionó. Yo no tenía interés en eso de los “presentimientos”, hasta que ella lo insertó en mi cabeza como si fuera un clavo.
Por la ventana observé los verdes árboles que desaparecían de mi vista una y otra vez. Mi estado era uno de los más olvidados del gobierno. Mientras en otros el ferrocarril llegaba a todas partes y el automóvil lo utilizaban los de la clase alta, nosotros apenas empezábamos a tener luz eléctrica en los pueblos. Mientras en otros se hablaba de modas de París, nosotros conservábamos las vestimentas que nos recordaban a los ancestros.
Si bien la mezcla con europeos, en su mayoría forzada, nos cambió, esa parte extranjera que algunos teníamos no salía a relucir en ningún momento. Mis ojos azules veían igual que los ojos marrones de mi madre.
La capital del estado era la ciudad menos afectada por la falta de recursos, y llegar allí evocó la nostalgia que pronto me lapidó.
No sabía por qué, pero continué pagando la renta de la casa en la que tuve tantos sueños e ilusiones de ser el primer hijo, y lo más probable que el único, en tener una carrera universitaria; un título del que mis padres podrían presumir, uno que podía darme una mejor posición social.
Cuando abrí con la llave que todavía funcionaba, la casa se encontraba sola. Florencio no estaba sentado en la mesita y Ermilio no me recibió con sus chistes impertinentes. Incluso olía distinto y había una delgada capa de polvo en los muebles. Mis dedos quedaron manchados cuando toqué el pasamanos de madera de la escalera. El frío de la ausencia de mis dos amigos me golpeó en el corazón.
Pienso que las casas tienen vida, o al menos se la da quienes la habitan, y esta se sentía que agonizaba.
Seguro Ermilio estaba en clases porque ya habían empezado, o realizando algún trabajo. Lo esperé hasta el anochecer en la que fue mi habitación. En cuanto escuché que giraban la perilla, salí a alcanzarlo en el recibidor.
Creo que verme allí le dio gusto porque cambió su cara pensativa por una sonriente.
—Siempre sí te dieron ganas de venir —e dijo y se acercó para darme un abrazo.
Se notaba tan distinto. Su amplia sonrisa que mostraba todos sus dientes, en esa ocasión, no decoraba su cara. Incluso vestía de colores oscuros, algo que él jamás hacía porque amaba sobresalir hasta en la ropa.
—¡Sí! Quiero ayudar a Florencio. —Temía preguntarle, pero lo hice—: ¿Qué sabes?
—Nada bueno. —Se mantuvo serio y movió varias veces la cabeza de lado a lado—. Llevaron al Flore a una penitenciaria espantosa. En lo único que tenemos suerte hasta ahora es que se ubica en un pueblucho a tres horas de aquí. El ferrocarril sí pasa y será rápido llegar.
Me alivió saber que no fue trasladado al norte, como temía. Viajar por varios días sería insoportable para mí y complicaría nuestros intentos de ayuda.
—¿Ya lo viste? —quise saber enseguida.
—No. Pero ya le mandé al abogado que conozco. Es buenísimo. —Se llevó la mano a la barbilla—. Aunque tengo mis dudas de que lo pueda sacar. El suegrito loco quedó muy dolido y va a querer refundirlo, o algo peor.
—Mañana mismo iré a verlo.
—Te acompañaría, pero las clases están muy pesadas. Hay días en los que quiero salirme y largarme a criar vacas. Ellas no me joderían tanto como el nuevo maestro. —Resopló—. ¡Es insoportable!
—A ti todos los maestros te parecen insoportables.
—Este es el peor. Y encima estoy solo. —De pronto su voz bajó de tono—. Los extraño. Es decir, ¿de quién más me voy a burlar?
—En serio que me encantaría volver para que te burles de mí —intenté sonar casual, pero creo que algo notó Ermilio en la manera en que lo dije que me observó como si sintiera lástima.
—¿Y por qué no lo haces?
Me encorvé y giré un poco para no encararlo.
—El director seguro ni me va a recibir.
Mi amigo caminó hacia un lado para que pudiéramos hablar de nuevo de frente.
Tuve que soportar su mirada puesta sobre mí.
—Nada pierdes con tratar. —Se llevó una mano a la sien—. Piénsatelo. Pasamos años en los que exigieron tanto que fuimos a clases sin dormir para terminar los trabajos. Este ya es el último y tú tienes buenas calificaciones. A lo mejor por tu historial se le hablanda el corazón al viejo.
—Lo pensaré. —No deseaba que él continuara tocando el tema de la escuela porque me dolía siquiera pensar en mi baja definitiva—. Ahora lo importante es ayudar a Florencio.
—Ese atrabancado. —Se masajeó la frente y dio unos pasos hacia adelante—. Quien diría que haría tantas pendejadas en tan poco tiempo. Nada más pisó otro pueblo y se le alborotó la calentura.
—Yo creo que él de verdad se enamoró. No lo culpo, hacemos pendejadas en nombre del amor.
—Sí, sí, entiendo. —Me dio el lado, aunque creo que fue más para que dejara de justificar a Florencio—. Bueno, vamos a descansar y ya veremos qué dice el abogado. —Antes de irnos a nuestras habitaciones, me detuvo y fue una de las pocas veces en las que dejó que viera su lado sensible—: ¿Sabes?, es bueno tenerte de vuelta, aunque sea por unos días.
—Es bueno estar de vuelta —admití.
Y sí que lo era. Encontrarme lejos del odio, de la muerte, del miedo y las amenazas me ayudó a respirar mejor.
A la mañana siguiente estuve listo a las ocho. Hice lo posible por verme como un hombre maduro y serio.
Cualquiera hubiera llevado el revólver, pero opté por dejarlo en la maleta porque imaginé que si llegaba a una penitenciaría armado terminaría siendo yo un fusilado más.
Me apresuré para aprovechar el tiempo. En el camino compraría algo para desayunar, no quise abusar de la despensa de Ermilio. Solo me atreví a tomar un vaso de agua.
Antes de salir y sin que lo viera, él me interceptó por detrás.
Para mi sorpresa estaba vestido con una camisa y pantalón formales, incluso peinó esa cabellera rizada y negra a la que poco empeño le ponía.
—¿Siempre sí vienes? —le pregunté al no ver el maletín que usaba para la escuela.
—Me levanté antes que tú —presumió orgulloso porque de los tres él siempre era el último en salir—. Hace una hora fui a las cabinas telefónicas y llamé a la escuela. Me reporté enfermo. Voy a acompañarte. —La seriedad con la que lo dijo confirmó que no se trataba de una broma. Después dejó escapar una media sonrisa—. No te vaya a ganar la cobardía cuando llegues a la penitenciaría.
—Siempre es bueno tener un acompañante en situaciones como estas. —Por dentro agradecí no ir solo porque me sentía muy poco preparado para lo que podía enfrentar.
Durante el viaje, Ermilio me puso al día de los chismes de la escuela. Me dio detalles sobre las juergas de los compañeros. En la ingeniería solo asistían varones. Si bien las instituciones académicas no impedían a las mujeres inscribirse, se consideraba como una carrera exclusiva para hombres, así que ver damas en las aulas era imposible.
También me contó sobre a quiénes castigaron más y de cómo venció en una pelea fuera de la escuela a otro compañero que le caía mal…
A pesar de que habló solo él la mayor parte del trayecto, para mí fue agradable ser solo el oyente.
Cuando por fin llegamos al pueblo donde se ubicaba la penitenciaría, sentí un calor insoportable. Creo que jamás sentí un calor igual. Tuve que aflojarme el cuello de la camisa porque sentía que me asfixiaba.
—¡Dios! Este es el infierno mismo —se quejó Ermilio y luego le dio un largo trago a su botella de agua.
El sol brillaba tanto que me dolieron los ojos cuando traté de abrirlos como normalmente lo haría. Extrañé en serio mi sombrero, pero lo dejé porque quería aparentar ser capitalino.
La gente en ese lugar parecía ser poca, solo pudimos ver a dos personas deambulando por allí. A una de ellas, un hombre joven, le preguntamos sobre nuestro destino y él nos dio las indicaciones para poder llegar caminando.
La penitenciaría se localizaba antes de adentrarse en el pueblo, justo del lado derecho. Y era tan grande que sí, en efecto, empecé a acobardarme. Entraron en mí las ganas de volver a subirme al ferrocarril y regresar a mi casa de la que no debí salir, pero me obligué a seguir caminando al lado de mi amigo que se veía mucho más relajado que yo.
Se trataba de una construcción tan grande que fue imposible hacer un aproximado de sus medidas, y en la entrada tenía una gran puerta metálica con gruesos barrotes verticales que se alzaban unos ocho metros. Cuatro hombres vestidos de blanco y que tenían la piel casi negra por el intenso sol la resguardaban con largos fusiles.
Ermilio ni siquiera lo dudó y caminó hacia el primero de ellos. Mis piernas se negaban a seguirlo, ¡pero tenía que hacerlo! ¡Tenía que ser su compañero en esto! Lo alcancé cuando él ya hablaba con el hombre.
—¿A quién vienen a ver? —escuché que decía con su voz de pocos amigos.
—Al señor Florencio Fernández.
El hombre, aunque delgado, era de esa clase de gente que te cuesta mirar a los ojos por lo intimidantes que son. Pienso que los que contrataban a esos cuidadores ponían en los requisitos el parecer un matón experimentado.
—No tiene permitidas las visitas —nos respondió. Ni siquiera lo consultó con sus compañeros. Sabía a la perfección a quién buscábamos.
—¿Por qué? —Cuando Ermilio le preguntó, creí que en ese momento nos dispararía a los dos.
La expresión del hombre cambió por una de enojo, lo pude ver a pesar del sombrero que portaba más debajo de lo normal, y dio cuatro pasos hacia nosotros.
—Porque yo lo digo —dijo despacio.
Su aliento apestaba y lo pude sentir en la cara por lo cerca que lo teníamos.
Me hubiera gustado meterme en la cabeza de mi amigo y entender por qué se comportaba como alguien que ansiaba morir acribillado al desafiar a un tipo con tal pinta y posición.
—¿Lo golpearon? —Se mantuvo derecho y su voz no vaciló—. Porque si es así me veo en la obligación de recordarle que la ley dice que se debe reprimir todo rigor que no se ordene en la corte contra los acusados.
Los otros tres hombres se fueron acercando poco a poco.
Yo podía escuchar el latido de mi corazón que delató el terrible miedo que me invadió. Y también podía escuchar la tierra que crujía con los pasos que avanzaban.
—Si no te callas te voy a mandar a hacerle compañía a tu amiguito —lo amenazó el hombre y su mano apretó el cañón del fusil.
—Soy un hombre libre y no puedes amenazarme con el encierro si no falto a ninguna ley.
Las miradas de los cuatro sujetos se concentraron en nosotros dos, como si fuéramos potenciales criminales.
—Con que muy gallito. —Se rio y sus amigos lo secundaron—. Está bien. Tienen cinco minutos. —Giró a ver a uno de sus compañeros—. Revisa que no vayan armados —le ordenó y regresó a su posición.
«!Pero ¿qué pasó aquí?!», pensé confundido e impresionado al mismo tiempo.
Ermilio logró lo que imaginé que sería casi un imposible.
Después de que casi nos desnudaran, pudimos ingresar a las celdas que eran sucias y oscuras, pero amplias. En una de ellas se encontraba Florencio. El hombre que nos llevó la abrió, nos dejó entrar y después la cerró con llave. El olor desagradable que imperaba por poco y me provoca arcadas.
Nuestro buen amigo, para mi sorpresa, se encontraba bien y sentí un alivio. Al menos en su cara no detecté evidencia de que lo golpearon. La ropa que llevaba puesta era una de manta vieja que ya ni era blanca y con agujeros en algunas partes, pero ni así se veía mal el desgraciado.
El primero en darle un abrazo fui yo y después siguió Ermilio.
—¿Cómo está mi esposa? —quiso saber enseguida.
—Preocupada —le respondí sincero. De ninguna manera iba a mencionar los problemas con los que ella cargaba.
Florencio nos dio la espalda y se tapó la cara con las dos manos.
—¡Dios! Debimos irnos antes. —Por el tono de su voz supuse que evitaba llorar.
—De todos modos los buscarían hasta encontrarlos —dijo Ermilio—. ¿El abogado sí vino ayer?
—Sí. —Volvió a vernos de frente—. Me hizo muchas preguntas. Parece bueno en su trabajo, pero creo que no podré quedarme con él, no tengo dinero. Solo cuento con una casa a mi nombre, pero no pienso venderla. Es lo que me queda para ofrecerle a mi esposa.
—Me haré cargo de eso. Tengo unos ahorros. Creo que sí me alcanza.
No reconocía a Ermilio. Era como si toda su faceta de risueño y burlón se hubiera esfumado y quedó solo un hombre consciente y estratégico.
—En cuanto salga te lo pagaré.
—Lo único en lo que debes pensar es en cuidarte la espalda. No confíes en nadie. Aquí no tienes aliados.
—Lo sé. El Tilingas ya me dijo quiénes son los vendidos.
—¿Quién es “el Tilingas”? —pregunté yo.
—Un compañero que mide como metro y medio, pero me defendió el primer día que quisieron darme “la bienvenida”, y decidí ser su sombra.
—Dale esto al Tilingas. —Le entregó unos cuantos billetes—. Y dile que si te sigue protegiendo se ganará más. —Levantó un dedo frente a su rostro—. Pero tampoco confíes en él. Vas a tener que ser más listo.
Florencio aceptó el dinero, pero se descompuso y tuvo que sentarse sobre el catre en el que dormía.
Después de mantenerse con la cabeza agachada por más de un minuto, por fin hablo:
—Sé que en mi familia hemos tenido hombres que lucharon hasta la muerte, y ese ejemplo debo seguir, pero no sé si voy a poder.
—¡Sí vas a poder! —lo animó Ermilio—. Acuérdate que ya tienes una esposa por la cual velar.
—El Larrea me envió un aviso. Quiere que anule mi matrimonio con Erlinda y me case con su hija como estaba planeado. Si no lo hago van a condenarme. El muy desgraciado movió influencias y sembró evidencia.
Ermilio abrió los ojos de par en par cuando escuchó lo que Florencio dijo.
—Es por eso que fueron a buscarte hasta el último día de la boda. ¡Para que no se consumara tu matrimonio!
—¡Malditos! —Apretó su puño—. De ninguna manera voy a hacerlo. Solo pasará si el padre de ella lo solicita.
Sé que él no mencionaría que en realidad su unión sí fue consumada y no quise confesarla que ya lo sabía.
—Don Evelio es una persona sensata, pero tampoco tanto —intervine. Aunque no quería preocuparlo más, era necesario decir la verdad—. Seguro buscará una solución al problema de su hija, y es muy posible que sí pida la anulación.
Los ojos de Florencio se pusieron cristalinos con mis palabras.
—Entonces más me vale salir antes —susurró con pesar.
—Se les acabó el tiempo a tus noviecitos —nos avisó el hombre que nos llevó hasta allí. La cerradura de la puerta comenzó a sonar.
Ermilio me jaló del saco y se acercó a Florencio antes de que nos sacaran.
—O consumarlo —dijo en voz muy baja.
—¿Cómo se supone que voy a consumarlo si estoy aquí ¡encerrado! —imitó el tono para que no nos escucharan.
—El buen Esteban y yo veremos la manera. —Me dio una palmada en el hombro—. Tú trata de mantenerte vivo, ¿sí?
—¡Ya! ¡Largo o los dejo adentro!
Tuvimos que despedirnos con un movimiento de mano y salimos antes de que se desatara el enojo del hombre.
Fue duro dejar allí a nuestro amigo, sufriendo por un crimen que no cometió.
De regreso a la ciudad, dije algo que salió de una forma tan natural que no recuerdo cómo fue que la dejé escapar.
—Voy a intentar retomar la escuela. —Creo que incluso sonreí.
Ver a Florencio así, a punto de perder todo por lo que luchó y hundido en ese lamentable lugar, me recordó a mí mismo sosteniendo el revólver la noche en que mi familia cometió el crimen contra los Carrillo. Si ya me había librado de un encierro seguro, era porque tenía más cosas que cumplir, y una de ellas era terminar la escuela.
—¡Es una noticia buenísima! —festejó Ermilio y por fin su sonrisa burlona regresó—. Me urge alguien que sea lo bastante tonto como para pasarme las tareas. —Pero en su mirada reconocí la complicidad y la alegría.
Al día siguiente salí junto con Ermilio hacia la escuela. Verla de nuevo me emocionó igual que la primera vez que la vi. El prestigio que presumían se notaba también en la estructura de su edificio, con sus dos pisos y todos esos arcos que la engalanaban, con los estudiantes que portaban orgullosos el uniforme. El mismo que quería volver a ponerme.
Mi amigo me acompañó cerca de la puerta de la dirección, me deseo suerte y luego se dirigió a sus clases.
La sonrisa que practiqué en el camino creo que asustó a la secretaria, porque me dejó pasar enseguida.
Encontré al director concentrado en un documento. Tuve que respirar muy profundo para soportar lo que venía.
Fue después de firmarlo que me prestó atención.
Yo ni siquiera me senté.
—Así que el señor Quiroga por fin se digna a presentarse. Eso es tener los pantalones bien puestos.
—Señor, yo…
—¿Te cedí la palabra? —me reprendió y yo le negué con la cabeza—. Entonces ¡guarda silencio! Si lo que vienes a buscar son tus documentos, pídeselos a mi secretaria y vete. —Señaló hacia la puerta—. Pero si lo que quieres es que se te vuelva a incorporar, te aviso que solicité tu baja desde el día en el que desobedeciste. —De un fuerte tirón abrió el cajón de su escritorio de madera y sacó una carpeta—. Aquí la tengo. —Mostró una hoja en la cual pude leer mi nombre—. Tu amigo Fernández abogó por ti y ni así hiciste caso.
Para ese punto ya me sentía perdedor. El cuello me apretaba tanto que las palabras no querían salir. Por poco y me doy la vuelta para irme, pero el director volvió a hablar:
—Tienes tres minutos para convencerme de que no la envíe. —Sacó su reloj de bolsillo plateado, lo colocó sobre el escritorio y se recostó en su silla—. Aprovéchalos.
Otros hombres a quienes consideraba endebles me habían superado, demostraron tener valentía e inteligencia ante situaciones difíciles, era mi turno de sacar esa parte de mí capaz de expresarse sin que las palabras temblaran.
Di un paso al frente, aclaré la garganta y me erguí.
—Mi familia se está matando con otra familia —comencé sin rodeos y hasta me impresioné de lo seguro que soné—. Yo solo quería evitar que ya no se derramara más sangre. Temo por la vida de mis seres queridos, y por la mía. Sé que cometí una falta difícil de arreglar, pero confío en que no imposible. Mis calificaciones son ejemplares, he luchado mucho por estar aquí. Aun cuando nadie tenía fe en mí, logré entrar y me gané el respeto de los maestros a base de trabajo duro, sin palancas o favores de nadie, ¡solo con mi trabajo! Si mi desobediencia amerita un castigo, lo acepto. Pero, por favor, que no sea el de perder uno de mis grandes sueños que es el de ser un ingeniero de esta noble institución. Sepa que, si fallé como estudiante, lo hice por la urgencia de no fallar como hijo.
Cuando mi discurso terminó me di cuenta de que el director tenía los ojos inexpresivos. Los segundos que siguieron me parecieron eternos. Hasta aprecié el molesto ruido de un mosquito que rondaba cerca.
De pronto, el director levantó la hoja de mi baja, la sostuvo a la altura de su cara, y después la partió en dos. Ese sonido del papel rompiéndose hizo que la esperanza volviera.
—Vas a tener que quitar la yerba de los patios durante un mes. —Alzo un dedo—. Más te vale seguir con las buenas calificaciones, y no es una sugerencia. Ya, cierra la boca y vete. —Manoteó—. Tengo trabajo que hacer.
Sentí el impulso de abrazarlo, y para contenerlo salí casi corriendo. Quería gritarle a toda la escuela lo que había logrado.
Escribirles a mis padres fue sencillo, pero escribirle a Amalia sobre mi decisión me costó más de un día. Tenía que pensar en las mejores palabras. Dejarla por seis meses más sería una tortura, pero una tortura que estaba dispuesto a soportar con tal de poder darle lo mejor. Terminar nuestra casa era el siguiente reto.
Fue hasta la noche que pude redactar una larga carta donde le conté los detalles del encuentro que tuve con Florencio y el que tuve con el director.
Rogué por dentro que ella lo tomara bien, que también lo soportara.