I
Londres, Inglaterra 1840. ¡Dios salve a la reina Victoria!
Una copa de coñac, adulterada con brandy, ginebra y otra extraña bebida azucarada, hicieron que la garganta del Vizconde Millward ardiera tanto como las palmas de sus manos. Llevaba tantas horas recibiendo las condolencias y los regalos emotivos de sus conocidos, que no recordaba cuando fue la última vez que respiró sin que un perfume ajeno le molestara.
Ya era demasiado tarde para reanudar su acostumbrado itinerario y aunque el ama de llaves se ocuparía de que no fuera molestado, no le quedaban fuerzas para cabalgar y su hogar, bien llamado Marble gardens, no ofrecía mejores distracciones.
Se retiró a la biblioteca y cuando cerró las amplias puertas de roble, un quejido se le escapó del pecho. Había cumplido con cada ritual establecido y por fin, podría llevar su duelo con la privacidad y el silencio que tanto necesitaba.
Pasó frente al espejo que adornaba la pared lateral y aunque le molestó la presencia de un objeto tan banal e injustificado como ese en un lugar destinado al recogimiento y la educación, tuvo que sonreír, imaginando lo que su difunta madre habría exclamado al ver dicha pieza sin cubrir con crespón n***o durante el periodo de duelo.
La imagen que el espejo le devolvió fue tan triste como la iluminación de la biblioteca. Se veía cansado, ojeroso, su piel tan pálida y celebrada por la difunta, parecía casi verdosa y sus profundos ojos negros se achicaban por el cansancio.
Se quitó los guantes, la chaqueta y fue a sentarse junto a la mesa frente a la ventana. Recostó su espalda al asiento y entonces sus ojos chocaron con la carta que le esperaba desde hacía horas, anunciando con el sello de su padre, que allí estaban las respuestas a esas preguntas que estuvo haciéndose todo el día, cuando los invitados a la ceremonia religiosa notaban la ausencia del viudo.
Querido Millward,
no soporto seguir un instante más en esta casa colmada de recuerdos. La muerte de tu madre y de tu dulce prometida, me ha hecho sentir la necesidad de alejarme y es por ello que te aviso de mi partida hacia América. Me iré unos días con mis amigos a sus propiedades antes de navegar. He despedido a todo el servicio, porque sé que no lo encontrarás de tu agrado y no tiene sentido pagar sin darles utilidad. Recupérate.
PD: Te dejé un regalo muy especial. No fue fácil conseguirlo, pero estoy seguro de que valdrá cada centavo.
Darrow Collingwood, Conde Westcott.
Aunque no le sorprendía la repentina necesidad de su padre de abandonarlo en medio del duelo, Duncan tuvo que reconocer que esta vez había superado cualquier expectativa. Ahora no solo tendría que llorar en soledad la muerte de su madre y de la querida prima Charlotte, a quien habría convertido en su esposa de no haber perecido en el accidente, sino que le correspondía ocuparse de todos los asuntos domésticos y también, al parecer, de varias deudas que darían sentido a la imperiosa urgencia del conde por desaparecer.
Definitivamente su itinerario requería de un ajuste, sin un mozo experto en el cuidado de sus animales, un ayuda de cámara eficiente, sin la apropiada atención y….
Duncan dejó de torturarse con los asuntos pendientes para fijar la vista en la enorme caja de madera de pino que se levantaba en un rincón de la biblioteca, justo debajo del cortinado empolvado que le cubría la escasa luz de las lámparas prendidas.
Su padre, quien ni siquiera le llamó hijo a la hora de despedirse, sino que lo trató de Milward, el título de cortesía que heredaba de él como recordatorio de su deuda filial, consideró apropiado dejarle un regalo en compensación por las innumerables molestias que se le avecinaban.
El muchacho se pasó las manos por su abundante cabello oscuro y suspiró. No deseaba abrir esa caja y encontrarse un jarrón c***o, de esos que tanto le atraían desde que descubrió la riqueza de la cultura oriental, porque entonces tendría algo más que agradecerle al conde y no quería tener que tomarse la molestia de escribirle una nota tan fría como la que él le había dejado.
Duncan decidió dejar la correspondencia y los otros compromisos formales para cuando sus ojos no se cerraran por el agotamiento y se paró de un solo golpe, pero un ruido proveniente de la caja le impidió caminar.
¿A caso el conde le había traído otro perro? Asustado ante la idea de que el pobre animal estuviera sin bebida o comida desde hacía demasiado tiempo, el muchacho corrió a intentar abrir la caja. Esa no sería la primera vez que le pasaba y él se estremeció al imaginar la sorpresa, pero la tapa de la caja no cedió ante el primer empujón.
El joven retrocedió, observando mejor a su oponente y al tocar el reborde de madera, comprendió que no se abriría como la lógica indicaba, sino que la madera había sido fuertemente clavada para que la pieza frontal sirviera de salida a la criatura.
Definitivamente se trataba de un pobre animal. Haciendo fuerza con las yemas de los dedos, deslizó hacia un lado la tabla y esta fue respondiendo hasta quedar completamente fuera de lugar.
Duncan regresó sobre sus pasos y al mirar en el interior, a pesar de la penumbra y el cansancio, la tela verde emburujada en el interior de la caja, le dijo que su regalo yacía dormido o peor, muerto.
Se inclinó para deshacer el enredo y una mano delicada y blanca sobresalió, debajo de la primera capa de seda verdísima.
El joven se cubrió la boca con la mano para no soltar una maldición y la pena que sentía por el supuesto perro, se fue convirtiendo en preocupación, rabia, indignación, hasta que la piel del rostro le ardió por el calor y sus piernas le obedecieron, para llevarlo cerca de la caja y que pudiera inclinarse hacia el interior.
Con toda la delicadeza que pudo, fue retirando las piezas de seda, que conformaban un vestido muy pavoroso, y que ya no cubría el cuerpo pálido y esbelto de una mujer, sino que le sirvieron de colchón y abrigo. Ella tenía el rostro oculto debajo de una cortina de cabellera negra que también se enroscaba en su brazo y en las piernas.
Duncan jamás había visto a una criatura tan gloriosa y al sentirla respirar, su alivió fue tanto, que casi se cae de rodillas junto a ella.
¿El conde había enloquecido? ¿Cómo era capaz de entregarle una mujer como si fuera un animal?
Con la sorpresa sacándole gotas de sudor por cantidades y el temblor en las manos, el joven fue acomodándose hasta quedar sentado frente a su regalo. El olor fuerte que escapaba de la caja le indicó que el éter había sido la solución para asegurarse de que la mujer no se resistiría y Duncan se sintió obligado a llamar a Scotlan Yard, pero al paso de unos segundos comprendió que eso en nada ayudaría a la víctima y que atraería más de la indeseada atención hacia su familia.
Por la posición, no alcanzaba a verle el rostro, así que fue despejando el camino, recogiendo delicadamente los mechones de ébano lacado que se le pegaban a su piel por el sudor. Se trataba de una mujer muy joven, pero debajo de la túnica transparente se vislumbraban los pechos grandes y redondos y una diminuta cintura que habría sido la envidia de cualquier dama inglesa, esclava de los corsés.
La lujuria lo llevó a humedecerse los labios y se sintió culpable de desear ese cuerpo, a pesar de saber el trato horrible que debió sufrir para llegar hasta él.
¡Maldito conde bastardo! No solo le dejaba con el peso de sus propios pecados, sino que abría en su hijo las puertas para dejar escapar esos vicios que tanto había contenido hasta el momento. Para nadie era un secreto la pasión que despertaba en él la cultura China, pero su padre había ido demasiado lejos, reanimando un fetiche que jamás creyó que fuera tan predecible.
Duncan sacudió la cabeza y se pegó en las mejillas para escapar del embeleso. La mujer parecía sumida en un sueño profundo y viciado, así que lo más conveniente era sacarla de esa caja y ofrecerle la comodidad que todo humano merece.
Como el servicio había sido despedido por su padre, Duncan apenas contaba con la compañía del ama de llaves y quizás de algún ayuda de cámara o del cocinero. No tenían a quien llamar para que le asistiera, pero tampoco tendría testigos de que se acompañaba de una mujer inconsciente, cuando debía estar llorando a su madre y a su prometida.
Extendió una mano para tomar el papel que sobresalía enredado entre los pliegues del vestido y reconoció el sello de su padre y el del señor Browning, el principal abogado de la familia. La carta era la prueba de que esa mujer le pertenecía. No se trataba de un formal contrato de esclavitud o un recibo de venta, porque ya esos no eran legales, sino un absurdo compromiso de protección hacia la jovencita, asegurándole los deberes y derechos hacia su benefactor, el Vizconde Millward.
Sin poder creer aun lo que hacía, tomó a la muchacha entre sus brazos, la sacó de la caja y salió de la biblioteca, empujando la puerta con el pie.
Tomó las escaleras principales hacia la segunda planta y a medida que se acercaba a sus aposentos, la necesidad de inclinarse y rosar con la punta de la nariz aquella piel marfileña, lo sorprendió.
¿Qué era lo correcto en ese momento? Duncan quiso llamar a su amigo sir William Salvin, médico prominente o quizás hasta el viejo Hamilton podría asegurarse de que la joven no había sufrido ningún daño durante la travesía y los maltratos posteriores.
Decidió que alimentar a esa pobre víctima de las maquinaciones de su padre era lo primero y al depositarla suavemente sobre la cama, como quien pone un pétalo de rosa blanca sobre las aguas calmadas de un lago de ensueño, se convenció de que su tortura apenas comenzaba.
Ella era todo lo que él había deseado siempre. Una pesadilla envuelta en los mejores sueños. Una caricia, después de un golpe cruel.
Duncan volvió a cubrirse el rostro con las manos y a respirar despacio. No iba a dejar que ese precioso regalo inconsciente le arrebatara la cordura. Hasta ese momento había sido un caballero, un hombre de honor y por mucho que le gustaran esas curvas juveniles que se agitaban despacio ante la respiración, no se traicionaría a si mismo tan vilmente.
Con mucho cuidado tomó uno de los largos mechones negros para acomodarlo detrás de la espalda de la mujer, que se desperdigaba en el suelo. No recordaba haber tocado algo tan suave y delicado, pero que a la vez le ofreció resistencia al desgranarse entre las caricias de sus dedos.
Si, definitivamente su padre no le había dejado un regalo, sino un castigo. Esa era la forma brutal con la cual el conde le hacía ver a su hijo que, a pesar de todos sus errores, ni siquiera él estaba libre de culpas y que al final, compartían la misma sangre lujuriosa.
Ella suspiro, fue algo muy débil y repentino, pero bastó para que su nuevo protector comprendiera que estaba recuperándose del efecto del éter.
Duncan se sentó en la cama y le acarició el rostro con la puta de sus dedos. Parecía una muñeca de porcelana, de esas que tanto atesoraba en su gabinete privado y que le habían costado una fortuna. Compartía los mismos rasgos idealizados que los maestros escultores regalaron a sus obras durante la dinastía Tang y que ahora conformaban un coro de bellezas en la colección del Vizconde: los labios finos y rosados, las cejas altas, fuertes y muy finas, pero al abrir los ojos por un instante, el jade celestial escapó de sus pupilas para hechizar a su protector.
—¡Verdes! —Exclamó Duncan.
Ella no pudo contestarle, volvió a los brazos de la inconciencia y aunque él quiso darle de beber y acomodarla, no pudo hacer más que seguir admirando su belleza inanimada.
Le costó un gran esfuerzo apartarse de su regalo. Cambió su traje por una camisa de lino y unos pantalones holgados, ordenó sus pertenencias y esperó un poco más para llamar al ama de llaves y pedirle que lo ayudara con esa nueva responsabilidad que su padre le había dejado.
Volvió a sentarse en la cama junto a ella y tomó una manta para cubrirla. Su desnudez no lo ayudaba a pensar con claridad.
Esa no era la primera vez que estaba en la cama con una mujer china. En sus años de aventuras en la prestigiosa universidad de Oxford, los amigos más allegados se las arreglaron para vencer la austeridad del Vizconde y sus reglamentos morales y le hicieron divertirse con las más hermosas prostitutas orientales que pudieron encontrar dispuestas a aceptar sus abundantes monedas. Fueron experiencias divertidas, enriquecedoras, obligatorias para aumentar la experiencia de un hombre del cual se espera que sea exitoso en cada ámbito que se proponga.
Pero la sensación de euforia y necesidad que lo abrazaba al mirar a esa desconocida, no era la simple respuesta de un cuerpo hambriento o la urgencia de una mente intelectual por aventurarse a explorar terrenos no conquistados; no, su padre había escogido muy bien el regalo. Ella era todo lo que él siempre soñó.
Resultaba increíble que esa mujer le perteneciera cual si fuera una esclava, cuando su hermosura se comparaba con la de las diosas de la mitología oriental. Duncan se inclinó para escucharla respirar, primero como precaución, luego por placer y antes de que pudiera evitarlo, se acomodó tanto junto a ella, que sus frentes casi se tocaban cuando se quedó dormido.
Al fin los músculos tensos de su espalda y de los brazos se relajaron. Los suspiros fueron saliendo junto con el cansancio y la suavidad de la cama, unida al abraso tierno de la mujer, hicieron de su sueño el tan anhelado descanso que le urgía.
Hasta que ella despertó. Con un salto abandonó la cama y fue a ponerse de rodillas en un rincón de la alcoba.
Duncan también abrió los ojos. Estiró su cuerpo, bostezó ruidosamente y al volver a la tierra, a esas paredes que encerraban una nueva compañía, a esos ojos verdes que lo miraban asustados, comprendió su indiscreción.
Se puso de pie, arregló su ropa y se inclinó ante la mujer con la misma solemnidad de quien saluda a la reina.
—Siento mucho el trato inhumano que le han dado, señorita —le dijo, con la voz enronquecida por la sed y el buen sueño—. Mi nombre es Duncan Collingwood, Vizconde Millward y le ruego que me permita atenderla como a mi más honorable huésped hasta que…
Ella bajó la cabeza y él dejó de hablar. Todo el cuerpo de la mujer temblaba y sus dedos finísimos se crispaban encima de la rodilla, como si le fuera la vida en reverenciarlo.
—No temas, no te haré daño.
El silencio le indicó que quizás las palabras no eran suficientes para tranquilizarla.
—Por favor, ponte de pie.
Ella no lo obedeció.
—You speak English? —le preguntó, preocupado ante la idea de que la pobre jovencita ni siquiera lo comprendiera—. ¿Tu parles français? No recuerdo bien el latín, siempre fui malo para el latín…eh… ¿Latine loqui?
Duncan fue hacia ella y al verla retroceder un poco, se compadeció al punto en que casi se pone también de rodillas y solo lo detuvo la urgencia de su propio cuerpo.
—¡Dios santo! —se lamentó—. Pobre criatura.
El vizconde fue a servir una copa de agua y con pasos lentos llegó hasta ella para ofrecerle la bebida.
—No te haré daño —insistió—. Estás a salvo conmigo.
La muchacha seguía sin alzar la cabeza y él dejó la copa sobre la mesa para ir a postrarse finalmente de rodillas y tomándole una mano, con la otra le levantó la barbilla para obligarla a mirarlo.
—No te haré daño —repitió—. ¡Por todos los ángeles! ¡Era lo más hermoso que he visto en mi vida!
Duncan sacudió la cabeza, no era momento para deleitarse con los rasgos de la joven, sino para calmarla.
—No sé cuántos horrores habrás soportado para llegar hasta mí, pero te aseguro que daré mi vida si es necesario para que en tu bello rostro aparezca una sonrisa.
Ella dejó de temblar. Al parecer, el tono calmado y seguro en la voz del hombre la tranquilizaba. Le devolvió la mirada, entreabrió sus labios preciosos y balbuceó algo que para él sin dudas fue mandarín, porque no comprendió una sola palabra.
—Por favor, déjame cuidarte.
La muchacha asintió levemente y él se incorporó, intentando llevarla consigo, pero ella hizo antes un gesto para recoger su extensa cabellera en una mano y poder levantarse sin tropezar.
—Pareces una diosa escapada de mis sueños —le dijo él.
La respuesta fue volver a bajar la cabeza y dar pasitos pequeños detrás del hombre, que la guio hasta la mesa. Le ofreció de nuevo la copa y ella bebió, como un cervatillo asustado que calma la sed en el lago después de una larga fuga.
—Deberás perdonar algunas faltas, señorita… ¿Puedes decirme tu nombre?
Ella lo miró intrigada, pero sin responderle.
—Mi servicio doméstico ha sido despedido por el Conde antes de partir —le explicó él, como si ella pudiera entenderlo y así justificarse—. Intentaré satisfacer cualquier necesidad que pueda tener y….
El Vizconde comprendió que sus palabras solo tenían sentido para él y que estaba diciendo justo lo contrario a lo que pensaba o era prudente expresar. Se acomodó el cabello con una mano y entre gestos incomodos, se despidió de la muchacha para abandonar la alcoba.
Fue en busca de ayuda. Le vendría bien el cochero, el mozo de cuadras o la cocinera. En su lugar, encontró a la adusta señora Margaret Williams, el ama de llaves.
La anciana vestía de luto riguroso, pero sin perder ese aire autoritario que se le escapaba de sus ojos grises. Cualquier testigo de su pulcritud y seriedad, creería que ni la muerte era capaz de acercársele.
—Señora Williams, debo ponerla al tanto de la invitada a la que es menester ayudar.
—Buen día, Lord Millward —lo saludó la anciana respetuosamente—. Estaré a su disposición para recibir a su invitada cuando lo considere necesario.
—Ya está en casa.
—Ah, comprendo —admitió la mujer ruborizándose, pero sin mirar fijamente a su señor.
—Escoja a una doncella de discreción comprobada para que atienda a mi…
—Lo siento, milord, pero soy la única a su disposición —lo interrumpió la mujer—. El Conde despidió a todo el servicio. Solo quedamos el señor Brown y yo.
Millward no supo que decir por un momento, no esperaba semejante mezquindad por parte de su padre, pero tampoco era una sorpresa.
—Muy bien, entonces usted deberá preparar el baño y un desayuno copioso para mi invitada —decidió—. Recompensaré generosamente el esfuerzo que ha tenido que hacer para no envenenar al Conde durante estos años y para soportar los caprichos de mi madre, así como los nuevos inconvenientes que me veo forzado a imponerle, señora Williams.
La anciana se conmovió, especialmente al escuchar mencionar a la difunta condesa, aunque supo componerse y no importunar con sentimentalismos.
—¿Desea que sirva el desayuno en el salón o debo...?
—Mi invitada fue un regalo del Conde, quien decidió presentármela en una caja justo después del servicio religioso por las almas de mi madre y mi prometida —le contó el joven a la señora, interrumpiéndola con la misma severidad que hasta el momento mantenían—. La joven es china y no habla inglés, por lo que la comunicación puede hacerse difícil. Espero contar con su habitual discreción y que se ocupe tanto de proveer cualquier cosa que mi invitada necesite, así como de informar al señor Brown de las especiales circunstancias que enfrentamos.
El silencio fue tan incomodo que el Vizconde retrocedió un paso y la señora apartó la mirada aún más, como si su mente escapara a donde una mujer no debía enfrentar semejantes responsabilidades.
—¿Milord desea que me ocupe de buscar a un nuevo servicio para Marble gardens?
—Necesitaremos un nuevo servicio, señora Williams, pero para Starlight place —le anunció el Vizconde—. No tengo intenciones de quedarme en esta casa y menos cuando estoy seguro de que serán muchos los que maldigan a mi padre y los que reclamen deudas en su nombre.
—Estoy al tanto de ello, milord, por eso me atrevo a recomendarle que contrate también los servicios de guardias personales.
—Lo haré en su momento.
—Yo podría encargarme, milord.
—No quisiera abusar de su buena disposición, señora Williams y por favor, recuerde que también deberá ocuparse de nuestro traslado hacia Starlight place, lo cual requerirá un gran esfuerzo de su parte.
—Le pediré ayuda a el señor Brown —le aseguró ella.
—Es posible que también requiera los servicios de mi buen amigo el doctor Salvin y de algún caballero que pueda servir de traductor para mi invitada.
Ella pareció contrariada y el joven esperó a que organizara las ideas en su cabeza.
—Puedo encontrar un traductor, milord, pero no le garantizo que se trate de un caballero.
Duncan supo que, para cubrir su necesidad, no tendría más alternativa que acudir a las prostitutas chinas de los burdeles y fumaderos de opio en Limehouse.
—Comprendo —aceptó él—, lo dejo a su discreción, señora Williams, así como la elección de las comidas y todas esas cuestiones domésticas.
—Dado el cuestionable arribo de la invitada, dispondré también para ella de ropas y artículos de tocador —decidió la anciana, casi hablando para sí—. Quizás me tome un par de días conseguir un traductor, pero mientras tanto podré aprender sobre sus gustos y …
—Hoy me encargaré de atenderla, personalmente —la interrumpió de nuevo Duncan—. Quiero que se sienta en confianza y que no relacione su tormentosa llegada con mi compañía.
—Entiendo, milord —aceptó la señora—. ¿Entonces no tengo que mantener los horarios establecidos según su acostumbrado itinerario?
—No, señora Williams, dudo mucho que disponga del tiempo para ello.
La mujer y el joven asintieron con sus cabezas. Era ridículo considerar la posibilidad de que el Vizconde pudiera mantener su agobiante rutina de cabalgatas, horas de natación en el lago artificial de la propiedad, juego de ajedrez y visitas para debates filosóficos con sus amigos de Oxford.
—Permítame el atrevimiento de recomendarle el uso de un abrigo o de una chaqueta encima de su ropa de cama, milord, estoy segura de que nuestra inviada lo agradecería.
—Yo también agradezco su concejo —le respondió Duncan, que hasta ese instante no había advertido que se paseaba por la casa en ropa de dormir.
—No se avergüence, señor, lleva usted esa indumentaria con la misma gracia con la que un príncipe de gales llevaría sus investiduras.
La anciana no perdió más tiempo y fue en busca del desayuno, para entregarle al joven una bandeja bien aprovisionada, así como té, galletas y leche. Ella regresó a ocuparse de los arreglos para el baño y para alertar al señor Brown sobre la invitada.
Duncan se sentía nervioso por la actitud de su regalo, enfurecido por la crueldad del padre y extrañamente melancólico por la ausencia de una madre, a la que jamás vio por más de unos minutos.
Quizás, la conversación con la señora Williams había sido hasta ese día, la más larga, afectuosa y sincera que tuvo Duncan en su vida con una mujer.
Regresó a su alcoba y al entrar, descubrió que la preciosa jovencita seguía esperándolo junto a la mesa, con la mirada en el suelo y la misma timidez de antes.
—Siento mucho la demora, nunca se me ha dado bien atender a los demás.
Ella inclinó la cabeza y se encogió en su asiento.
—Espero que puedas comer y que…
El Vizconde guardó silencio al verla abandonar su lugar para apurarse a tomar la tetera y con gestos le pidió a él que se sentara. Duncan dudó al principio, pero la dejó hacer.
Ella le sirvió el té, lentamente, dejando que el vapor del agua colonizara la pequeña taza y como si sus manos danzaran sobre los cubiertos, fue acercándole la comida hasta llenar la mesa.
—Por favor —le indicó él, para que ella compartiera el desayuno.
La muchacha negó con la cabeza y él no supo cómo insistir sin asustarla.
—Por tus exquisitos modales, veo que has recibido una buena educación y que no te molesta servir.
Ella no le contestó y mantuvo la mirada baja.
Duncan tomó un sorbo del té y la mano le tembló al reparar en que la muchacha aun vestía la túnica transparente.
Sin pensarlo más buscó una de sus camisas de lino blanco y se la puso sobre los hombros a la muchacha, que se encogió nuevamente, como un botón que se cierra ante la vergüenza.
—Siempre quise aprender mandarín, pero nunca tuve tiempo —le confesó él, regresando a su asiento—. Las regatas y la equitación no me dejaban espacio para los sabios chinos y debo reconocer que las lenguas no son mi mayor talento.
Ella tomó una taza de té con las dos manos y se la llevó a los labios con tanta solemnidad que Duncan creyó que estaba siendo burdo y tosco al beber normalmente.
—Tengo una respetable colección de piezas chinas de diferentes dinastías —continuó hablándole el vizconde a su invitada—. Supongo de ahí tomó inspiración mi padre para obtenerte como mi regalo de despedida. Aunque tu belleza en nada se parece a la de esas muñecas frías escondidas en las tumbas de los nobles. Tu eres soberbia y a la vez delicada como una diosa de jade y madre perla.
Ella lo miraba atentamente, sin dar muestras de comprender lo que escuchaba y él sintió un gran consuelo en poder encontrar algunas respuestas en las hermosas chispas doradas que escapaban de los ojos de la mujer. Ya no se sentía incomoda y sus buenas intenciones le quedaron claras.
—He leído El arte de la guerra, Sueño en el pabellón rojo y por supuesto, las enseñanzas del maestro Confucio…
Duncan guardó silencio al ver que ella hacía una mueca al escuchar mencionar al afamado sabio.
—¿También has leído a Confucio?
Ella balbuceó algo en mandarín, pero a él le quedó claro que no estaba contenta.
—Perdóname, no sabía que te disgustaba.
La joven volvió a servirle un poco más de té y Duncan lo bebió de un sorbo, feliz de que su regalo se expresara de alguna forma.
—En los papeles que te confirman como mi…protegida, dice que te llamas MeiLin…
—Mei Lin —lo corrigió ella de inmediato.
Él se incorporó y la saludo respetuosamente con una inclinación.
—Bienvenida a mi casa, señorita Mei Lin —le dijo—. Duncan Collingwood, Vizconde Millward, a su servicio.