**SERAPHINA**
No sé en qué momento empezó a incomodarme. Tal vez fue ayer, cuando Thayer intentó besarme en la terraza y yo fingí que el sol me cegaba. Me giré hacia la barandilla, señalando los tejados como si fueran más interesantes que sus labios. Él sonrió, como siempre, sin notar el desvío. O sin querer notarlo.
Hoy vamos a navegar. Sterling lo propuso con esa voz grave que parece envolverlo todo. “El Támesis está perfecto para despejar la mente”, dijo, mientras me ofrecía una copa de vino blanco que no pedí. Sus dedos rozaron los míos al entregármela. No fue casual. Nada en él lo es.
—Espero que el mar esté tranquilo —dijo Thayer.
—Lo está, investigué antes de que zapemos.
Thayer, en cambio, sigue siendo ese chico dulce que me llama “Sera” como si fuéramos personajes de un videojuego. Me abrazó por detrás esta mañana, justo cuando yo me inclinaba para ajustar el broche de mi bolso. Sentí su aliento en mi cuello y me tensé. Fingí que había olvidado algo en la habitación. Me solté con una sonrisa y subí las escaleras como si el perfume de su afecto me asfixiara.
—¡¿Qué demonios hago?! —mascullé en voz alta, el eco de mi frustración resonando en el silencio opresivo de la habitación.
Llevaba minutos caminando en círculos, sintiendo la tensión acumularse como una tormenta inminente. La escena que acababa de presenciar con él y mi… bueno, con el otro, se reproducía en bucle en mi cabeza, encendiendo una mezcla de rabia y algo que no quería nombrar.
Justo en ese instante de caos interno, el sonido de la puerta abriéndose me sobresaltó. Instintivamente, mi cuerpo se tensó. El aire pareció espesarse, volviéndose denso y cargado de una electricidad palpable. Mis ojos, llenos de confusión y el resquicio de mis lágrimas no derramadas, se encontraron con los suyos mientras él cerraba la puerta con un golpe sordo y definitivo que selló la habitación, y quizás, mi destino.
Mi respiración se detuvo. Me quedé petrificada, anclada al suelo por una fuerza invisible, observando cómo la oscuridad en sus ojos se intensificaba, transformándose en una flama voraz que devoraba cualquier rastro de razón. Su camisa polo estaba ligeramente desordenado, su cabello no peinado de costumbre, más relajado, más juvenil… una imagen cruda de descontrol que solo hacía que mi corazón galopara contra mis costillas.
Dio un paso, luego otro, acortando la distancia entre nosotros con una zancada resuelta, como un depredador que acorrala a su presa.
—No soportaba verte tan cerca de él —su voz grave, apenas un susurro áspero, se estrelló contra mí, cargada con una emoción tan intensa que casi dolía. Era una confesión, una declaración de guerra, un rugido de celos que me alcanzó antes que él.
En un movimiento rápido y feroz, me alcanzó. Me empotró contra la fría pared con una fuerza inesperada, el impacto, haciéndome jadear por aire. Sus manos se aferraron a mi cintura con una necesidad urgente y posesiva, y antes de que pudiera registrar el peligro, su boca ya estaba sobre la mía.
Me besó con un desenfreno brutal, un torrente de frustración, celos y deseo reprimidos. No era tierno; era una toma, una exigencia ardiente que quemaba mis labios. Su lengua invadió mi boca con la autoridad de quien no pide permiso, probándome, reclamándome. El sabor a desesperación era amargo y dulce a la vez.
La lógica gritaba en mi mente: ¡Aléjalo! ¡Detente! Mis manos se levantaron, destinadas a empujarlo, a crear la distancia sensata que sabía que necesitábamos. Pero en el instante en que mis dedos tocaron la tela de su camiseta, mi cuerpo traicionó a mi mente. Mi voluntad se desvaneció. En lugar de empujar, mis dedos se aferraron a la tela.
Mi cuerpo, traicionero y vulnerable, no obedecía la orden de alejarlo, sino que se arqueaba instintivamente hacia él, respondiendo a la furia de su beso con un anhelo secreto y prohibido que me consumía por dentro. Estábamos ardiendo, y ninguno de los dos parecía querer apagar el fuego.
Mis palmas, en lugar de repeler, se abrieron y se deslizaron sobre la tela de su chaqueta, sintiendo la dureza de sus hombros y la tensión vibrante bajo la tela. Fue un gemido ahogado, una rendición involuntaria, lo que escapó de mis labios al sentir el castigo de su boca. Había olvidado el aire, el lugar, el peligro; solo existía la violenta urgencia con la que me estaba reclamando.
El beso se hizo más profundo, más desesperado. Él no me preguntaba; me tomaba. Sus dedos abandonaron mi cintura para enredarse en mi cabello, inclinando mi cabeza hacia atrás, forzándome a recibir la pasión que había contenido, quizás, durante demasiado tiempo. Sentí cómo el frío de la pared contrastaba con el fuego que se encendía entre nosotros.
Una diminuta voz de alarma luchaba por ser escuchada, recordándome la línea que acabábamos de cruzar, el caos que esto desataría, la culpa por el otro. Pero esa voz era un susurro débil contra el estruendo de mi propia necesidad.
Él se separó apenas unos milímetros, jadeando contra mi boca. Sus ojos, antes oscuros, ahora estaban llenos de una intensidad salvaje, un reflejo de la mía. Pude ver el conflicto, la rabia, el dolor… todo concentrado en ese momento de aliento robado.
—Dime que no… —me exigió con la voz rota, sus palabras como brasas, su frente pegada a la mía—. Dime que no sentiste nada cuando estabas con él. Mírame y dime que no sientes nada conmigo.
El agarre en mi cabello se hizo firme, no para herir, sino para mantenerme cautiva de su mirada. Era una trampa. Una horrible, maravillosa trampa de la que no tenía deseo de escapar. Abrí la boca para articular la mentira, para defenderme con el orgullo que me quedaba, pero mi garganta se cerró.
En lugar de palabras, fue mi cuerpo el que respondió. Me empujé contra él con una desesperación que me asustó, envolviendo mis brazos alrededor de su cuello.
—No puedo oponerme a ti… —logré decir, mi voz temblando, no por miedo, sino por la verdad que se negaba a ser sofocada.
Y él lo entendió. Lo sabía. Con una exhalación de alivio y triunfo, me levantó en vilo, mis piernas rodeando su cintura por instinto. El beso regresó, esta vez con una nota de desesperada posesión. Él me alejó de la fría pared, girando sobre sus talones. El sonido del picaporte fue el único aviso antes de que fuéramos engullidos por la penumbra de la habitación contigua, donde las sombras parecían dispuestas a guardar nuestro prohibido secreto.
Apenas noté el suave aterrizaje en la cama, que cedió bajo nuestro peso con un suspiro. La oscuridad por las cortinas gruesas, no era total, una luz filtrada por la ventana de la calle se derramaba en bandas doradas y plateadas sobre las sábanas de seda, iluminando su silueta poderosa sobre mí.
Lo impecable que un momento antes era un símbolo de su compostura profesional se convirtió en un obstáculo irritante. Sus manos, todavía firmes y posesivas, se movieron con una prisa impaciente, despojándose de la camisa con un movimiento brusco. Yo hice lo mismo, deshaciendo los botones de mi blusa con dedos temblorosos y menos hábiles que los suyos.