Cada paso que daba dentro del penthouse de Dylan resonaba como un latigazo en el silencio sepulcral que reinaba. Era un silencio caro, pulcro y opresivo, tan frío como los ojos de su dueño. Iris, con su rostro impasible de esfinge, me informó que el señor estaba en su estudio. Le pedí, con una voz que intenté ser firme, que no anunciara mi llegada.
En la habitación de invitados, que me servía de celda temporal, dejé caer mi mochila. Me enfrenté a mi reflejo en el espejo del baño. Mis ojos grises, heredados de mi madre, solían tener un brillo de esperanza. Ahora solo mostraban las sombras del cansancio y una chispa tenaz de resistencia. Tomé una liga y recogí mi cabello en una coleta alta y severa, una armadura tan simbólica como física.
—Bien —susurré para mí—. Es hora de la ejecución.
La cocina era un territorio enemigo, un campo de batalla de acero inoxidable y electrodomésticos de líneas puras que parecían juzgarme. Temía la jugada maestra de Dylan: obligarme a comprar los ingredientes con mi propio dinero para luego criticar mi elección. Pero, para mi sorpresa, todo estaba allí. Metódicamente ordenado. Era un guante arrojado con desprecio: ni siquiera confío en que puedas elegir una zanahoria. Revisé las alacenas y me puse a trabajar, siguiendo las notas que había tomado bajo la tutela del Chef Hugo como si fueran un mapa del tesoro. El pato fue al horno, las verduras se doraron en la sartén, la compota burbujeó en su cacerola. Era un ballet de precisión forzada.
—Así que después de todo, no eres tan inútil como pensé —la voz, como un susurro de serpiente, me hizo dar un respingo.
Dylan estaba recostado contra el marco de la puerta, los brazos cruzados, observándome con esa mezcla de desdén y curiosidad malsana que le era tan característica.
—Piensa lo que quieras —respondí, concentrándome en sazonar el puré. No le daría el gusto de ver cómo sus palabras me afectaban.
—¿Desde cuándo King te lleva a tu casa? —preguntó, su tono era casual, pero una peligrosa tensión se filtraba en cada sílaba. Puse los ojos en blanco, ignorándolo—. Vaya —prosiguió, avanzando un paso—. Así que te revuelcas con ese tipejo por las noches. Qué patético.
—¿Qué? —giré para enfrentarlo, el cuchillo que sostenía tembló levemente en mi mano.
—Resultaste ser una cualquiera —escupió, y cada palabra era un diminuto fragmento de vidrio clavándose en mi piel—. Tenía que terminar atado a una mujer de tan ínfima categoría.
La paciencia, un hilo ya desgastado, se rompió. Di un puñetazo sobre la encimera de mármol, haciendo vibrar los utensilios.
—¡Suficiente! —grité, y mi voz resonó en la cocina vacía—. ¡Deja de insultarme! Ya lo entendí. No soy lo que deseas, no tengo tu apellido dorado, no nací en tu cuna de privilegios. ¡Entendido! Yo estoy aquí, luchando por salir adelante con mis propias manos, ¿comprendes? ¿Eso te hace sentir superior?
—La mujercita insignificante por fin muestra las garras —se burló, pero su mirada se desvió hacia mi laptop, vieja y con una esquina de la pantalla agrietada, reposando en una silla—. ¿Y a esto le llamas laptop? —La tomó con dos dedos, como si temiera contaminarse.
El pánico, frío y instantáneo, me recorrió. —Más te vale que la dejes en su lugar.
—¿Por qué? —preguntó, dándole vueltas con desprecio—. Esta chatarra ya debería estar en un vertedero.
—¡Déjala! —intenté arrebatársela, pero su estatura y fuerza me lo impidieron—. ¡Ahí está toda mi investigación de tesis! ¡Por favor!
Una sonrisa cruel se dibujó en sus labios. Se acercó al cubo de la basura, un contenedor de acero brillante y automático. Lo abrió con el pie. El corazón me dio un vuelco tan violento que creí que me desmayaría.
—Esto es lo único que merece esta cocina —dijo, sosteniendo la laptop sobre el abismo—. Para la próxima, si es que la hay, procura traer cosas de calidad. O al menos, que no parezcan rescatadas de la basura.
Contuve la respiración, esperando el golpe sordo, el crujido de la plástico y el cristal destrozado. Pero no lo hizo. Con un bufido de desprecio, dejó mi preciada posesión sobre la encimera y salió de la cocina. Me quedé temblando, con las manos agarrotadas y una rabia tan profunda que deseé, con toda mi alma, verlo arder. Respiré hondo, recordando el pato en el horno. No podía permitir que arruinara también esto.
Decidí que no cenaría su comida envenenada. Cuando todo estuvo listo, impecable, tomé mi bolso y salí, buscando refugio en un café cercano. Me senté en una esquina, saboreando una ensalada simple y la dulce libertad de no ser observada. Abrí mi laptop, su pantalla agrietada una prueba de mi supervivencia, y me sumergí en mi tesis. Era mi mundo, mi futuro, lo único que Dylan no podía controlar.
Pero la paz es un lujo efímero. La hora llegó y con ella, la obligación. De regreso en el penthouse, lo encontré en el comedor. Iris servía la cena que yo había preparado.
—Te estaba esperando —dijo él, con una calma que resultaba más amenazante que sus gritos.
—Buen provecho —repliqué, y pasé de largo, dirigiéndome a mi habitación como un fantasma.
Me encerré, puse música y me sumergí en mi trabajo, construyendo un muro de código y palabras entre su mundo y el mío. Hasta que, una vez más, su presencia llenó el marco de la puerta.
—¿Ahora qué quieres? —pregunté, sin apartar la vista de la pantalla.
—Abajo hay comida. ¿Así agradeces el que no te haya cobrado los ingredientes?
—No tomaré nada. Eres capaz de enviarme una factura exorbitante por el aire que respiro aquí —tecleé con furia.
—Con la comida no juego, Alaïa —dijo, y algo en su voz sonó extrañamente cansado. Se pasó una mano por las sienes—. No eres una rehén. No pretendo matarte de hambre.
—Gracias por la magnanimidad —respondí con sarcasmo—. Pero prefiero no llevarme sorpresas. No quiero deberte ni el agua que beba.
Una risa corta, casi un gruñido, escapó de él. —Estás muy graciosa esta noche. Espero que ese humor dure para cuando lleguen los Colton. Son clientes cruciales. Quiero que todo sea perfecto.
—Lo será. ¿Algo más?
—Sí…
—Ya lo sé: que no salga de la habitación, que lave las sábanas y que desaparezca mañana a las nueve en punto —enumeré sus reglas con una frialdad que pareció desconcertarlo.
Salió sin decir nada más. Yo ya no sentía nada. Solo una determinación glacial.
A las siete en punto, yo era el epítome de la esposa trofeo. El penthouse olía a limpio, a comida exquisita y a flores frescas que había colocado estratégicamente. Había transformado la frialdad del lugar en una calidez artificial pero convincente. Los Colton, una pareja de mediana edad con una elegancia ostentosa, llegaron puntuales.
—¡Vaya, Dylan! El matrimonio te sienta bien. Esto huele a hogar —comentó Cloe, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
—Sorpresas que depara la vida —respondió él, con su sonrisa de depredador social—. Pasen, por favor. ¡Cariño!
Salí de la cocina, con una sonrisa pegada al rostro. —Buenas noches. Sean bienvenidos.
La velada fue un ejercicio de alta hipocresía. Sonreí, asentí, reí en los momentos adecuados. Los aperitivos fueron un éxito. Dylan mismo parecía sorprendido, y por un instante, vi algo parecido a la aprobación en su mirada antes de que el desdén volviera a nublarla.
—Tu esposa es magnífica, Dylan —dijo Osmar Colton—. Cuéntanos, ¿Cómo es trabajar con el gran Bastián King?
Mi rostro se iluminó de forma genuina por primera vez en la noche. —Es un visionario. Su agenda está llena de proyectos increíbles.
—¿Algo que puedas compartir? —insistió Cloe, ávida de chismes de la alta sociedad.
—Tiene un contrato exclusivo con Adidas y será la nueva imagen de Aston Martin. La próxima semana iremos a Las Vegas para una sesión de fotos de rutina.
—¿Iremos? —la voz de Dylan cortó el aire como un cuchillo—. ¿Quiénes?
—Bastián y su equipo de relaciones públicas. Yo iré con ellos —respondí, manteniendo la sonrisa aunque sentí su mirada ardiendo en mi piel.
—Bien, la cena está servida —anunció Dylan, con una brusquedad que delataba su furia.
Mientras los Colton se dirigían al comedor, Dylan me agarró del brazo con fuerza.
—¿Cuándo pensabas decirme que te irás de viaje con ese King? —susurró, su aliento caliente en mi oído.
—El día que dejes de joderme la vida —susurré a mi vez, con una ferocidad que lo tomó por sorpresa—. Suéltame.
Me liberé de su agarre y me uní a los invitados. Durante la cena, me sumí en un silencio estratégico mientras los Colton exponían su caso: una demanda por difamación que querían ganar a toda costa. Y Dylan, el "Diablo" de los tribunales, les explicaba con lujo de detalles cómo lo haría: sobornando testigos, enterrando pruebas, destrozando la credibilidad del demandante hasta reducirlo a la nada. Escuché, horrorizada, cómo el hombre del que estaba legalmente atada planeaba la ruina de otro ser humano con la frialdad de un cirujano. Así era como operaba. Así ganaba.
La tragedia ocurrió cuando, al pasar el pan, mi copa de vino tinto se volcó. Un manchón carmesí, como sangre, se expandió sobre la impecable manga blanca de la camisa de Dylan.
—¡Joder! ¡Es una edición limitada de Ralph Lauren! —malició, levantándose de un salto.
—¡Lo siento! —tendí una servilleta, que él arrebató de mis manos.
—Ay, querido, esa mancha es terrible —se lamentó Cloe con fingida compasión.
Dylan salió del comedor con pasos enérgicos. Me disculpé con los Colton y lo seguí, sintiendo el peso de mi error como una losa. Lo encontré en su suite, un santuario de tonos grises, acero y cuero que olía a su colonia y a poder. Se había quitado la camisa. Y a pesar de mí misma, contuve la respiración.
Su torso era una obra de arte anatómica, cada músculo definido, su piel bronceada sobre la que se dibujaban venas que hablaban de una fuerza contenida y brutal. Era una paradoja física: un cuerpo esculpido para la perfección, habitado por un alma tan deforme.
—Lavarás esta camisa —dijo, su voz un rugido sordo—. No solo la dejarás como nueva. Comprarás otra idéntica. Y te asegurarás de que lo sea. —Arrojó la prenda manchada a mis pies—. Eres una estúpida torpe. ¡Desaparece de mi vista!
La humillación me quemó las mejillas. Recogí la camisa y escapé al cuarto de lavado, donde las lágrimas de rabia y frustración se mezclaron con el jabón mientras frotaba la tela hasta que la mancha desapareció. Planché la prenda con una meticulosidad obsesiva, convirtiendo cada pliegue en un acto de desafío silencioso.
Cuando los Colton se marcharon, tras una despedida cargada de falsas promesas y la advertencia de Osmar a Dylan de que "esta mujer se cansará de tu mal genio", sentí un profundo agotamiento. Dylan me soltó el brazo que había mantenido posesivamente durante la despedida, y yo me di la vuelta sin una palabra.
Subí a mi habitación y me quité el vestido, el maquillaje, la máscara de esposa perfecta. Cada prenda que caía al suelo era una capa de armadura que abandonaba. Me quedé mirando mi reflejo, pálido y vulnerable. El odio que sentía por Dylan Walker era una entidad viva dentro de mí, un fuego que me consumía. Pero esa noche, entre los insultos, la tensión y la imagen de su cuerpo desnudo grabada a fuego en mi retina, algo más se había infiltrado en la batalla. Algo peligroso, confuso e inconfesable. Y lo peor era que no sabía si ese algo venía de él o de lo más profundo de mí.