Un torrente de felicitaciones huecas, ecos vacíos en una sala repleta de mentiras elegantes, no cesaba de golpearnos. Dylan, a mi lado, era la efigie perfecta del futuro esposo deslumbrado, su sonrisa un arma letal de blancura impecable y promesas falsas. Yo, por mi parte, esculpía en mi rostro una máscara de felicidad etérea, cada músculo tirante, cada risa un susurro fantasma que se ahogaba en mi propia garganta. Sarah se ofreció, con un entusiasmo que me lastimaba por su inocencia, a ayudarme con los preparativos. La noticia de que ya tenía cita en una boutique exclusiva para el vestido de novia fue el golpe de gracia. La realidad se cerraba sobre mí, asfixiante y claustrofóbica. Todo esto era un error monumental, una farsa que crecía más allá de mi control, un laberinto del que no vislumbraba la salida.
—Disculpen —logré articular, con una voz que apenas reconocía como mía—. Necesito un momento.
Huí. Corrí hacia los baños como un animal acorralado busca su madriguera, y me encerré en uno de los cubículos, apoyando la frente contra la fría puerta. Mi pecho se movía con la violencia de un mar en tempestad. Contuve la respiración, aguzando el oído, deseando con una desesperación enfermiza oír el rumor de una amante despechada, la prueba irrefutable que lo delatara. Pero solo hubo silencio. Un silencio cómplice y aterrador. ¿Cómo demonios voy a salir de esto? La pregunta resonó en mi cráneo, un tañido fúnebre. Y entonces, como un acto de supervivencia, mi mente buscó refugio en la única imagen que me otorgaba paz: Bastián. Lo había dejado todo en el Penthouse, incluso el móvil, mi único cordón umbilical con la cordura. Lo deseé con una intensidad que me desgarró; deseé sus brazos, su voz serena, su promesa de un refugio que ahora parecía a años luz de distancia. Pero los recuerdos del día se interpusieron, nítidos y tortuosos: Dylan haciéndome cosquillas con una ternura que no le conocía, Dylan compartiendo fragmentos de su caso como si yo fuera su única confidente, Dylan bailando conmigo, su mano en mi cintura una marca de fuego que pretendía ser posesión, Dylan anunciando al mundo nuestra "boda soñada" con la convicción de un hombre que jamás acepta un no por respuesta. Una sucesión de momentos meticulosamente diseñados para confundirme, para derretir el hielo de mi resistencia.
—¿Estás bien? —Su voz, como un cuchillo afilado en la intimidad de mi escondite, cortó el frágil hilo de mis pensamientos.
—Un momento —fue todo lo que pude responder, un susurro ronco que se perdió en el mármol.
Abrí la puerta y ahí estaba él, recostado contra el lavabo con una estudiada despreocupación, una estatua de arrogancia y preocupación calculada. Su mirada me escudriñó, buscando las grietas en mi armadura, las costuras de mi fachada.
—Pareces abrumada —dijo, y su tono pretendía ser suave, pero yo escuché el acero bajo la seda.
—No es necesario hacer una boda, Dylan. Ya es demasiado —mi protesta sonó débil, incluso para mis propios oídos, la queja de una muñeca a la que le están ajustando demasiado las cuerdas.
—Jamás —se irguió, cerrando la distancia entre nosotros hasta que su aliento, cálido y familiar, rozó mi piel—. Cariño, quiero esto para ti y para mí. Un día que los dos recordemos, que podamos compartir con el mundo. Un nuevo comienzo.
—Dylan, de verdad… —intenté de nuevo, pero él capturó mi mano, su tacto una mezcla de seda y electricidad estática que recorrió todo mi brazo.
—Es parte de nuestro comienzo. Dame la oportunidad. Créeme, haré lo posible para que tú también te enamores de mí, como yo estoy cayendo por ti.
Sus palabras eran un hechizo peligroso, un veneno dulce que se filtraba en mi voluntad. Iba a replicar, a recordarle que su "amor" era una prisión dorada, cuando un par de mujeres irrumpieron en el baño, lanzándonos miradas reprobatorias. Me disculpé con ellas y, con una urgencia nacida del pánico y la necesidad de evitar una escena, tomé a Dylan de la mano y lo saqué de allí. En la penumbra del pasillo, bajo la luz tenue que lo hacía parecer más un sueño que una pesadilla, accedí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Este hombre era capaz de cualquier locura, de cualquier exceso, con tal de salirse con la suya.
El resto de la velada transcurrió con una calma engañosa. Continué con mi papel, pero una resignación helada había reemplazado al pánico inicial. Algunos socios se mostraron más amables, incluso se acercaron a preguntar por mi trabajo con Bastián. Noté cómo el nombre de mi jefe hacía que una sombra casi imperceptible cruzara por los ojos de Dylan, una nube de tormenta en un cielo despejado, pero se contuvo, mordiéndose la lengua con una elegancia que resultaba más aterradora que cualquier arrebato. Al final, incluso admitió, con una soberbia que me erizó la piel, que era "demasiado buena en mi trabajo" y que "ese hombre" había sabido ver mi talento. Como si mi valía fuera un descubrimiento suyo.
Mientras esperaba a que Dylan regresara con mi abrigo, la vi. La mujer morena y alta, de una belleza glacial y penetrante, pasó a mi lado. Su mirada, un veneno lento y deliberado, me recorrió de arriba abajo, evaluando, midiendo, despreciando. Quise detenerla, preguntarle quién era, qué lugar ocupaba en el pasado de Dylan, qué sabía que yo ignoraba, pero las palabras murieron en mis labios, congeladas por una intuición paralizante. Solo pude observar cómo se alejaba, su silueta esbelta desvaneciéndose en la penumbra del vestíbulo como un presagio siniestro.
—Vamos, ya es demasiado tarde y me imagino que estás agotada —la voz de Dylan a mi espalda me hizo estremecer, un recordatorio de que mi tiempo a solas con mis temores había terminado.
Asentí en silencio. No tenía fuerzas para otra cosa.
El trayecto de regreso al Penthouse se desarrolló en un silencio incómodo y cargado, tan tangible como un tercer pasajero. Yo lo miraba de reojo, estudiando su perfil iluminado por las luces efímeras de la ciudad que se deslizaban sobre su rostro. Parecía relajado, pensativo, pero había algo diferente en él, una calma nueva y perturbadora, como la de un océano profundo momentos antes de que se desate la tormenta.
Al bajar del coche en el estacionamiento, no esperé su galante caballerosidad. Caminé directa hacia el elevador, sintiendo sus pasos siguiéndome a una distancia justa para recordarme que no había escape, que cada huida me llevaba más profundamente hacia él. Me alcanzó justo cuando las puertas se cerraban, encerrándonos en la cápsula de acero brillante que ascendía hacia lo desconocido.
—Joder —masculló, y esa sola palabra, cargada de toda la tensión contenida de la noche, de todos los deseos reprimidos y las batallas no dichas, fue el detonante final.
En un movimiento fluido y absolutamente posesivo, me arrinconó contra la pared fría del ascensor. Su boca encontró la mía no con persuasión, sino con la desesperación raw de un náufrago que ve tierra. Era un beso que pretendía borrar a Bastián, borrar mis dudas, borrar mi propio nombre y reescribirlo a su imagen y semejanza. Y, Dios me ayude, una parte profunda y traicionera de mí se derritió, se rindió al incendio. Dejé que sus manos recorrieran mi cuerpo a través del fino tejido del vestido, que sus labios trazaran un camino de fuego desde mi boca hasta el latido acelerado y vulnerable de mi cuello. Susurró palabras que no eran de amor, sino de posesión lujuriosa, de una necesidad que me aterraba y excitaba por igual, y yo me aferré a sus hombros, permitiéndome naufragar en la tormenta, sabiendo que la orilla a la que me arrastraba podía ser mi perdición.
El ding metálico del elevador nos devolvió bruscamente a la realidad. Habíamos llegado. El aire se cargó de una electricidad diferente.
—Quiero que duermas conmigo —no fue una orden, sino una súplica ronca, cargada de una vulnerabilidad que no le conocía y que me desarmó por completo.
Me tomó de la mano y me arrastró, no hacia la seguridad relativa de mi habitación, sino hacia la suya. Al cruzar el umbral, un escalofrío primitivo me recorrió la espina dorsal. Su santuario era la antítesis absoluta del mío: tonos fríos de grafito y acero, líneas depredadoras y minimalistas, un espacio que gritaba poderío, control y una soledad impenetrable. Y aun así, en medio de ese miedo ancestral que me susurraba al oído, permití que sus dedos, sorprendentemente diestros, encontraran la cremallera de mi vestido y la bajaran con una lentitud deliberada que era tortura. Yo, por mi parte, como en un trance, ayudé a quitarle la chaqueta, desanudé la corbata con dedos temblorosos, desabroché los botones de su camisa uno a uno, revelando la piel caliente y los músculos tensos bajo mis palmas. Era un ritual de despojo mutuo, de eliminar las capas de tela que nos separaban de nuestra verdad más animal y desnuda.
Me ayudó a que el vestido cayera al suelo, un charco de seda carmesí a nuestros pies, como la sangre de un sacrificio. Me quité los pendientes, colocándolos con mano temblorosa en su mesita de noche, junto a un reloj que valía más que mi coche. Él se liberó de los últimos obstáculos, y yo me quedé de pie, desafiante y aterrada, solo con la lencería de encaje n***o que había elegido con una mezcla de cautela y provocación que ahora me parecía una insensatez.
—¡Dios! —exhaló, y su voz era un susurro áspero, cargado de una admiración lasciva que me erizó la piel.
Todavía llevaba los tacones altos, que añadían centímetros a mi estatura pero no a mi seguridad. Me los quité con torpeza, sintiendo su mirada fija, intensa, en cada uno de mis movimientos, como un predador que saborea el momento previo a la rendición total de su presa. Cerrando la distancia que nos separaba con la elegancia de un gran felino, me tomó en brazos con facilidad y me llevó hasta el lecho, un altar de sábanas de satén n***o donde comenzaría mi dulce y tortuosa condena.
Nos fundimos en un torbellino de deseos y besos hasta perder toda noción del espacio, el tiempo y las razones por las que esto era una pésima idea. Sentí el peso de su m*****o, duro y prometedor, sobre mi vientre, una presión que era a la vez una amenaza y una promesa. Su boca descendió, lenta y tortuosamente, como un gourmet saboreando un manjar, hasta encontrar mis pechos. A cada uno les dedicó una atención exquisita y cruel, con sus labios, su lengua, hasta que con sus dientes mordisqueó los pezones, haciéndome arquear la espalda contra las sábanas y soltar un jadeo que era pura rendición, un sonido que no reconocí como mío.
—¡Ah! —fue el único sonido coherente que pude articular, una sílaba que se quebró en el aire cargado.
Sus manos hábiles deshicieron el broche del brassier y lo arrojaron lejos de la cama, un destello de encaje que voló hacia la oscuridad. Ya solo nos separaban de la desnudez total dos frágiles piezas de tela. Dylan continuó su descenso, besando mi abdomen con una devoción que contradicha la brutalidad de sus intenciones, mis caderas, hasta que sus dedos encontraron el elástico de las bragas y la liga. Me ayudó a quitármelo, y en ese instante, completamente expuesta, sin barreras físicas ni emocionales, sentí que no solo estaba a su disposición, sino a su merced absoluta. El juego había escalado, y yo estaba en el ojo del huracán.
—Ábre más —ordenó, su voz un susurro que vibraba contra mi piel—. Quiero ver hasta dónde llegan tus gritos. Quiero ser la razón de cada uno de ellos.
Sin pudor, empujado por un deseo que me avergonzaba y que ardía como lava en mis venas, separé las piernas. Él se acomodó entre ellas, tomando posesión de la parte más sensible, húmeda y vulnerable de mi ser. Comencé a gemir, a retorcerme bajo el asalto experto de su lengua, que se deslizaba y giraba con una pericia devastadora, trazando círculos de fuego que me llevaban al borde una y otra vez. Cerré los ojos, abandonándome a la sensación pura, hasta que el sonido metálico de un cajón al abrirse me devolvió a la cruda realidad. Lo miré. Bajo la tenue luz, él deslizaba el preservativo sobre su erecta y palpitante longitud, un acto práctico que, en ese contexto, parecía de una intimidad atroz.
—Date la vuelta —ordenó, su voz cerca de mi oído, su aliento caliente—. Y ruégale a tu dios que no pare. Porque aquí y ahora, tu dios soy yo.
Cumplí, volviéndome sobre el vientre, enterrando el rostro en la almohada que olía a él, a su colonia y a su esencia. Pero no me dio tiempo a replicar, a pensar. Su entrada fue brutal, un único y salvaje empuje que me hizo gritar y clavar las uñas en el satén, desgarrando la fina tela. Me habría dejado caer, vencida por la intensidad, pero su brazo rodeó mi cintura con fuerza y me obligó a levantar el torso, cambiando el ángulo, profundizando la penetración hasta un punto que creí imposible. Entraba y salía de mí con una fuerza descomunal, un ritmo ancestral que resonaba en lo más hondo de mi ser, como si pretendiera fundirnos en uno, borrar cualquier límite entre nuestros cuerpos, reclamar cada partícula de mi ser como su botín de guerra. El sonido húmedo y rítmico de nuestro encuentro se mezclaba con mis gemidos ahogados y sus gruñidos de esfuerzo y placer, una sinfonía primitiva de lujuria y poder que llenaba la habitación.
—¡Oh, Dios! —grité, cuando una nueva y más poderosa oleada de placer me sacudió, haciendo que mi visión se nublara.
Su risa baja, cargada de triunfo y de una lujuria compartida, vibró contra mi espalda.
Sí, cariño, soy yo. Cogiéndote como te gusta, como solo yo puedo hacerlo. Como estabas destinado a que te cogiera.
Siguió a su ritmo implacable, y yo estaba perdida, navegando en un mar de sensaciones contradictorias donde el odio y el deseo se entrelazaban en un nudo indisoluble. Buscando un último vestigio de control, giré ligeramente las caderas, buscando un punto aún más profundo, y él gritó, un sonido gutural y desgarrado de puro éxtasis que fue la confesión más honesta que le había oído.
—¡Oh, sí, cariño, muévete así! —exclamó, mientras su mano conectaba con mi nalga en una palmada firme que no fue dolorosa, sino un nuevo y vergonzoso detonante de placer—. ¡Más!
Repetí el movimiento, sintiendo cómo se clavaba hasta el fondo, cómo cada músculo de mi cuerpo se tensaba como un arco a punto de lanzar una flecha. Quería, necesitaba, que los dos llegáramos juntos, que esta caída fuera compartida. Y fue entonces, como si leyera el más íntimo de mis deseos, cuando Dylan aceleró el ritmo final, un martilleo feroz y perfecto que quebró todos mis diques, que me hizo estallar en mil pedazos de luz blanca y sensaciones puras, arrastrándolo conmigo en la caída libre hacia el abismo.
Nuestros gritos se fundieron en la habitación, dos voces que eran una sola en el clímax. Yo me derrumbé sobre las sábanas, exhausta, vacía y llena a la vez, sintiendo cómo él, aún dentro de mí, palpitaba suavemente, la última onda expansiva de nuestro terremoto personal. Rodó a mi lado, y durante un largo rato, solo existió el sonido irregular de nuestras respiraciones entrecortadas, el sudor que se enfriaba en nuestra piel y el peso aplastante de lo que acababa de suceder. Entonces, la realidad, tozuda y fría, empezó a filtrarse de nuevo a través del hechizo. Necesitaba desmaquillarme, limpiar la máscara de la farsa, recuperar aunque fuera una pizca de mi antigua piel.
Me levanté con dificultad, las piernas temblorosas, pero la mano de Dylan me atrapó la muñeca con suavidad, pero con firmeza.
—¿A dónde vas?
—A quitarme el maquillaje —respondí, evitando su mirada—. Quiero quitarme todo esto —señalé mi rostro y mi cabello, aún perfectos y artificiales, las armas de mi propio engaño.
—Iré por tus cosas —dijo, levantándose con la desnudez despreocupada de quien lo posee todo y no tiene nada que ocultar. Lo observé salir de la habitación, admirando, a mi pesar, la línea poderosa y felina de su espalda, la arrogancia innata de su andar. Era la mejor y más peligrosa de las vistas, un recordatorio de en qué me estaba convirtiendo.
Regresó con un puñado de mis pertenencias, incluyendo el cepillo de dientes, un objeto mundano que parecía fuera de lugar en aquel drama.
—Ven. Vamos a darnos un baño —propuso, y su voz sonó extrañamente doméstica.
Acepté, siguiéndolo a su baño, un santuario de mármol n***o pulido y acero cepillado cuyas dimensiones y lujo opacaban por completo el mío. Éramos opuestos en todo, incluso en la elección de azulejos. Mientras comenzaba a limpiar mi rostro frente al espejo, despojándolo de capas de mentira, él se situó detrás de mí y, con una sorprendente y aterradora delicadeza, comenzó a retirar uno a uno los broches que sujetaban mi elaborado peinado, liberando mechón a mechón mi cabello natural.
—Este es el último —anunció, y depositó un beso suave, casi reverencial, en la curva desnuda de mi hombro.
Una sonrisa triste, amarga, se dibujó en mis labios libres de carmín. Era lo único auténtico que podía ofrecer en ese momento, un gesto pequeño y derrotado. Él se giró y abrió los grifos de la ducha de lluvia, dejando que el vapor caliente comenzara a llenar el espacio, empañando el espejo y difuminando nuestros reflejos. La visión de su espalda musculosa, iluminada por la tenue luz ambiental, del agua comenzando a resbalar sobre su piel, hizo saltar por los aires los últimos vestigios de mi cordura. Lo deseé de nuevo, con una urgencia animal que me aterró y me poseyó por completo.