Ignoré su presencia como si fuera un fantasma, un espectro de mi propio error. Apreté el mango de mi bolso hasta que los nudillos se me pusieron blancos y aceleré el paso, concentrándome en el ritmo de mis tacones contra la acera para no tropezar. El metro era mi santuario, mi única escapatoria.
—¿Crees que huir soluciona algo? —Su mano me agarró del brazo con una fuerza que no admitía discusión, deteniéndome en seco—. ¿Acaso crees que me emociona la idea de pregonar que me he casado con una becaria?
—¡Entonces no lo hagas! —le espeté, intentando zafarme de su agarre. Su contacto me quemaba a través de la tela de mi blusa.
—Mi madre, en su infinita sabiduría, ya se encargó de enviar las fotos de nuestra boda a los medios —dijo, su voz un susurro venenoso—. Mañana seremos el divertimento de la prensa del corazón. Felicidades.
—No puedes hacerme esto —lo señalé, sintiendo cómo el pánico trepaba por mi garganta—. Estoy empezando mi carrera. Hoy conseguí un trabajo importante, uno bueno. ¿Te divierte arruinarme?
—La solución es simple: renuncia y paga la cláusula —me retó, soltándome el brazo como si le quemara—. Al fin y al cabo, para lo único que sirves es para ser una molestia costosa.
Sus palabras fueron un golpe bajo, diseñado para dañar. Me di la vuelta antes de que pudiera ver cómo se llenaban mis ojos de lágrimas de rabia e impotencia, y seguí caminando, sorda a sus gritos y amenazas que se perdían en el bullicio de la ciudad. La estación del metro me tragué, y por un instante, en su vientre ruidoso y anónimo, me sentí a salvo.
Mi celular vibraba de forma insistente en el bolsillo. Su nombre, DYLAN, iluminaba la pantalla una y otra vez. Rechacé cada llamada con un dedo tembloroso. Llegué a la universidad justo a tiempo para mi reunión con el asesor. Aprobó todos mis avances con una sonrisa de orgullo que me llenó de una bittersweet satisfaction. Corrí a la biblioteca, encontré el ejemplar raro que necesitaba para mi tesis. Por un momento, el mundo giraba correctamente sobre su eje. Todo excepto la sombra de Dylan Walker.
Al caer la noche, el cansancio pesaba sobre mis hombros. Los tacones, que por la mañana me habían hecho sentir poderosa, ahora eran instrumentos de tortura. Cojeaba ligeramente camino a casa cuando su voz, fría como el acero, surgió de las sombras de un callejón.
—Sabes perfectamente que no me interesas. Te arruinaré. Haré de tu vida un infierno hasta que supliques por el divorcio.
Allí estaba, apoyado contra la pared, como un predador esperando a su presa.
—Tú ganas —suspiré, rendida, la energía drenada de mí—. ¿Dónde y a qué hora tengo que presentarme?
No dijo nada. Solo deslizó una tarjeta de visita blanca y sobria en mi mano. Me di la vuelta y me alejé, el peso de mi futuro aplastándome el pecho.
Me desperté con la notificación de una alerta de Google. Mi propio nombre. "Dylan Walker, heredero del imperio legal Walker & Associates, se casa en secreto en las Bahamas". La foto era borrosa, afortunadamente. Mi rostro era solo una mancha pálida junto a su perfil arrogante. Tenía tiempo. Tiempo para inventar una mentira lo suficientemente convincente para David y mi abuela. Tiempo para planear mi supervivencia.
En la oficina, un aroma a jazmín y café recién hecho me recibió. Sobre mi escritorio, un arreglo floral exquisito y una bolsa de papel kraft con el logo de una panadería de lujo. Una tarjeta descansaba entre las flores.
Ali,
Gracias por tus consejos. Son más valiosos de lo que crees.
Hoy toca rehabilitación intensa.
Te veo luego.
Bastián K.
Abrí la bolsa. El olor a croissant de almendra recién horneado era celestial. Incluía un jugo de naranja recién exprimido y una fruta exótica. ¿Cómo sabía que eran mis favoritos? La pregunta se ahogó en un mar de gratitud. Disfruté cada bocado como un acto de rebelión contra Dylan.
Me sumergí en el trabajo, revisando correos y organizando la agotadora agenda de Bastián. A la hora del almuerzo, decidí ser audaz. Bajaría a por un café y le llevaría uno a él. Un pequeño gesto para devolver su amabilidad.
Salí del edificio con determinación, pero mi breve fuga se truncó de inmediato. Apoyado contra un Jaguar F-Type n***o, tan oscuro y arrogante como él, estaba Dylan.
—Cuando te llamo, respondes. ¿Queda claro? —su tono era el de un CEO reprendiendo a un empleado insignificante.
—¿Qué quieres ahora? —pregunté, con toda la exasperación que pude reunir.
—Sube al coche. Vamos a almorzar. Es una orden, no una invitación.
Entré en el coche sin esperar a que me abriera la puerta. El interior olía a cuero nuevo y a su colonia, una mezcla amaderada y bergamota que ahora asociaba con la opresión. Conducía con una mano, la otra jugueteando con el volante. Su Rolex centelleaba bajo el sol.
—Abre la guantera —ordenó, sin mirarme—. Póntelo. Y más te vale no volver a perderlo. Todo lo que gaste en ti será descontado de tu manutención. Ahora mismo me debes veinte mil dólares.
Mi estómago se encogió. Abrí la guantera. Dentro había una caja de terciopelo rojo de Cartier. La abrí. Un juego de anillos de boda, diamantes que capturaban la luz de forma obscena.
—No necesito esto —dije, cerrándola de golpe y devolviéndola a la guantera—. Ya tengo el anillo.
Hurgué en mi bolso y saqué la simple banda de oro que me obligaron a usar. Deslicé el metal frío en mi dedo, sintiendo su peso como una cadena.
—Usarás lo que yo te diga. Quítate esa porquería —repitió, su voz gélida.
Lo ignoré, mirando por la ventana mientras Washington pasaba en un borrón gris. Mis piernas comenzaron a temblar cuando nos detuvimos frente al Diamante, el restaurante más exclusivo e inaccesible de la ciudad. Un valet me abrió la puerta. Sonreí débilmente, esperando a que Dylan diera la vuelta al coche. Su elegancia era un arma en este lugar, su arrogancia, la armadura.
—Por aquí, señor Walker —el maître nos condujo a una mesa en el rincón más privado, lejos de miradas curiosas.
—Les traeré la especialidad de la casa —dijo con una reverencia, y desapareció.
—Habla. No tengo todo el día —dije, rompiendo el incómodo silencio.
—Necesito que estés presente en mi penthouse este fin de semana. Te daré llaves y claves de acceso. No me importa si llevas ropa; habrá algo para ti. Te quedarás en la suite de invitados. Y aprenderás a comportarte a mi nivel.
—¿Algo más? —pregunté, justo cuando el sommelier se acercó con una botella de vino.
Dylan lo examinó, aprobó con un gesto de la cabeza y esperó a que sirviera las copas y se retirara.
—Esta comida la pagas tú —anunció con una sonrisa de superioridad que me encendió la sangre.
—Yo… —Me levanté, agarrando mi bolso—. Disculpa, voy al baño.
—No te dejarán salir si no se ha pagado la cuenta —dijo, saboreando su vino, divertido por mi evidente pánico.
Maldita sea. Tenía el don de hacerme sentir miserable y acorralada. En el baño, me encerré en un cubículo, las manos temblando. Saqué mi teléfono. DIANA, escribí desesperada, ¡Ayuda! Estoy en El Diamante. Dylan me quiere hacer pagar una comida que debe costar un riñón. ¿Puedes transferirme? ¡Te lo devuelvo con mi primer suelo!
Apreté enviar. El mensaje se envió con un whoosh. Un segundo después, mi pantalla se iluminó. No era la respuesta de Diana.
Era un mensaje de BASTIÁN.
Bastián: Claro. Es más, voy por ti.
¡Mierda!
¡Mierda, mierda, mierda!
Le había enviado el mensaje a la persona equivocada. Ahora pensaría que era una mantenida, una oportunista. Salí del baño con las mejillas ardiendo de vergüenza y regresé a la mesa. Dylan estaba disfrutando de un plato que parecía obra de arte.
—Tardas demasiado. Yo tengo hambre —dijo cortando un trozo de carne—. Ahora come. Tengo cosas más importantes que hacer.
Bajé la mirada al plato, el aroma delicioso me revolvía el estómago. Quería llorar. Quería gritarle que me había arruinado la vida.
—Aquí estás.
Levanté la vista. Bastián estaba de pie junto a nuestra mesa, impecable en un traje n***o, su presencia llenando el espacio y silenciando hasta el sonido de los cubiertos. Su mirada fría se posó en Dylan.
—¿Nos podemos ir? —me preguntó a mí, tendiéndome la mano.
—Estás interrumpiendo mi almuerzo con mi esposa —dijo Dylan, poniendo un énfasis venenoso en la palabra.
—No me interesa —replicó Bastián, su voz un filo de acero—. Ella viene conmigo. —Su mirada se clavó en Dylan—. Y por cierto, la señorita Rivas ha pagado su almuerzo. Todo está arreglado en recepción.
Tomé su mano, mi salvavidas en medio del naufragio, y lo seguí fuera del restaurante, sintiendo la mirada ardiente de Dylan en nuestra espalda.
—Lo siento —balbuceé en cuanto el aire fresco me golpeó el rostro—. Doblaré turnos, lo que sea. Te pagaré cada centavo.
Bastián entregó el ticket al valet y esperó a que trajeran su Rolls-Royce Phantom, una bestia negra y silenciosa.
—¿Por qué te disculpas? —preguntó, mirándome fijamente.
—Por… por todo esto. De verdad, te lo pagaré.
—No es necesario —esbozó una sonrisa astuta—. La factura irá a parar al bufete de abogados de Walker. Tipos como él solo entienden el lenguaje del poder y la humillación. —El coche llegó, y él abrió la puerta—. Ahora, Ali, vamos a comer algo que de verdad valga la pena.
El interior del Rolls era un santuario de paz y lujo. Me hundí en el asiento de cuero. Me llevó a una pequeña trattoria italiana escondida en una callejuela. El aroma a masa fermentada y tomate era un bálsamo.
—Pepperoni con extra de queso y jalapeños —murmuré, leyendo el menú.
—¡Vaya! —se rió, una sonrisa genuina que le llegó a los ojos—. Alguien tiene buen gusto.
—Entonces que sean dos.
Intenté pagar, pero él tomó mi cartera y la guardó de nuevo en mi bolso con firmeza gentil.
—Yo invito. Cuando seas CEO de tu propia empresa, me invitas tú.
Estábamos a mitad de la pizza, felices, cuando su mirada se desvió hacia mi mano izquierda. Hacia el anillo. Mierda. Se había dado cuenta.
—¿Casada? —preguntó, su voz perdiendo toda su calidez anterior.
—Atrapada —corregí, la palabra saliendo como un susurro cargado de tristeza.
—¿Quieres contarme? —preguntó, su tono suave.
Negué con la cabeza, los ojos nublados.
—Solo tengo que aguantar un año. Luego me dejará en paz. —Dejé el trozo de pizza—. Solo sé que será un infierno y no sé cómo voy a sobrevivir.
—Divórciate —sugirió, como si fuera lo más simple del mundo.
—No puedo… —Cerré los ojos—. Mi hermano, mi abuela… no saben nada. No sé cómo decírselo.
—¿El tipo ese te está amenazando? —su voz se había convertido en un glaciar, sus ojos en dos astillas de hielo.
—Olvídalo. Ya he dicho demasiado.
Entendió. El silencio que siguió fue cómodo, pero cargado de cosas no dichas. Me dejó en la oficina con tiempo para ir a comprar un vestido para el evento del fin de semana con Diana. Mentí en casa, diciendo que me quedaría en su casa.
El viernes, el día del juicio, llegó demasiado pronto. La reunión con el equipo de Bastián por la mañana había sido tensa; la prensa acosaba por su lesión y por unos rumores de una nueva mujer en su vida. Estaba de un humor n***o. Para calmarlo, fui a su cafetería favorita y le compré un café y un muffin.
Toqué la puerta de su oficina.
—Adelante —respondió una voz cansada.
Entré sonriendo. Estaba frente a la computadora, la frente surcada por una preocupación profunda.
—Perdón por molestar. Te traje esto —dije, mostrando el pequeño peace offering.
Alzó la vista. Al verme, su expresión se suavizó un poco.
—Gracias —dijo, tomando el café—. No tenías que hacerlo.
—¿Necesitas algo más? —pregunté.
Bebió un sorbo y luego su mirada se posó en mi atuendo, más formal de lo habitual.
—¿Hoy es el día? —preguntó, con un dejo de… ¿preocupación?
—El día de mi funeral —bromeé, forzando una sonrisa—. Pero estaré bien. Lo prometo.
—Si tú lo dices —musitó. Su teléfono sonó, una llamada importante por la forma en que miró la pantalla—. Disculpa, Alaïa.
Salí de su oficina, sintiendo su mirada en mi espalda. No lo volví a ver en toda la tarde.
Llegué al penthouse de Dylan puntualmente. Iris, su ama de llaves de rostro impasible, me condujo a una habitación que era más grande que mi apartamento completo. Dentro, una estilista y una montaña de vestidos carísimos me esperaban.
—Debe estar lista en media hora —dijo Iris, y cerró la puerta.
Me vistieron, me peinaron y me maquillaron como a un animal de feria listo para ser subastado. Me negué a la mayoría del maquillaje y elegí el vestido más sencillo que encontré, un modelo n***o y sencillo que me hacía sentir un poco más yo.
—Demoras demasiado —la voz de Dylan resonó en la habitación nada más abrir la puerta. Llevaba un smoking que le sentaba como un guante—. Mi madre te busca.
Lo seguí por el pasillo. El penthouse se había transformado. Estaba lleno de la élite de Washington, periodistas con cámaras relucientes y el constante tintineo de copas de champán. Dylan tomó una flauta y golpeó suavemente su copa con una cuchara.
—Gracias a todos por venir —dijo, su voz proyectándose sobre el murmullo—. Para acabar con los rumores, sí, hace dos semanas me casé con esta mujer increíble. —Sentí que todas las miradas se clavaban en mí—. Ven aquí, amada esposa.
Caminé hacia él, con una sonrisa tan falsa que me dolía la cara.
—¿Habrá una boda real? —preguntó un periodista.
—No —respondió Dylan, tajante.
—¿Cómo se conocieron? —preguntó otro.
—Trabajando —mentió sin pestañear—. Son todas las preguntas que responderemos. Ahora, si nos disculpan, mi esposa y yo deseamos un poco de intimidad.
Me agarró de la mano con una fuerza que prometía moratones y me arrastró fuera de la sala principal, lejos de las miradas. Su elegancia se esfumó; ahora caminaba con ira contenida, arrastrándome tras él.
—¿Quieres parar? —me solté, frotándome la muñeca.
—En verdad eres irritable. Te odio, Alaïa —escupió, avanzando hacia mí hasta arrinconarme contra la pared fría. Puso una mano a cada lado de mi cabeza, enjaulándome. Su aliento, una mezcla de vino caro y su propia esencia, me envolvió—. Esta noche te quiero lejos de mí. No quiero una sola foto más juntos. Cuando esto acabe, te encerrarás en esa habitación y no saldrás hasta mañana por la mañana. ¿Entendido?
—Sí —logré articular, mi corazón martilleándome en el pecho.
Sus ojos, oscuros y llenos de un odio que no entendía, escudriñaron mi rostro. Su mirada se detuvo en mis labios por una fracción de segundo demasiado larga. Mi respiración se entrecortó. Supe, con una certeza aterradora, que esto era solo el primer movimiento en un juego muy peligroso. Y que yo era el peón.