El zumbido metálico de los raíles anunciaba otra madrugada de derrota. Debería buscar algo más cerca de la universidad, pensé, mordiéndome el labio con frustración mientras el viento frío del andén me erizaba la piel. No podía permitirme otra llegada tarde; era la tercera vez que el agotamiento me vencía y el sueño me robaba la alarma. Las sombras bajo mis ojos grises eran el testimonio de tantas noches en vela, de tantos trabajos por entregar. Una laptop hubiera hecho la diferencia, pero los números en la libreta de gastos eran crueles e inflexibles. Su venta fue una rendición necesaria, y ahora mi mundo se reducía a los pasillos polvorientos de la biblioteca y el olor a tinta vieja.
La voz que me gritó desde el otro extremo del andén fue un cable a tierra. Diana. Su rizada melena castaña era un estandarte de vitalidad en la grisura matutina. Su BMW n***o, un animal elegante y malhumorado, esperaba junto a la acera.
—¡Vamos, sube! ¡Te llevo! —Su sonrisa era un rayo de sol, pero sus ojos delataban una preocupación que yo conocía demasiado bien.
Aliviada, me apresuré hacia el coche, hundiéndome en el asiento de cuero que aún guardaba el calor de la calefacción.
—Esto va a acabar mal, Alaïa —dijo, arrancando con brusquedad—. Tienes que encontrar un alquiler cerca del campus. Te estás consumiendo.
—Ya sabes que no puedo —suspiré, mirando por la ventana cómo la ciudad se transformaba en un borrón—. David está doblando turnos en el restaurante y la abuela… sus manos ya no son lo que eran. Los postres ya no salen como antes. Cada centavo tiene un destino asignado, y no soy yo.
Diana esbozó una sonrisa pícara. Sus padres, adinerados y benevolentes, habían convertido en misión personal el ayudarme. Ella siempre se las ingeniaba para que su "asistencia financiera" apareciera milagrosamente en mi cuenta, un hecho que me llenaba de gratitud y de una deuda que sentía aplastante.
—Podrían asignarte una beca de ayuda, no sería un regalo —insistió, pero negué con la cabeza. La dignidad era lo único que me quedaba.
Al llegar al campus, la energía era distinta, electrizante. Un alboroto inusual rodeaba el auditorio principal. Carteles con letras doradas proclamaban: "Semana de Egresados Ilustres".
—¡Es por él! —exclamó Diana, con los ojos brillando como si hubiera visto a una divinidad—. ¡Bastián King viene hoy a dar una conferencia!
—No lo conozco —me encogí de hombros, ajustando la correa de mi pesada mochila.
—¿En qué planeta vives, Alaïa? —soltó una carcajada—. Es la superestrella de la NFL que abandonó el football por un imperio de tecnología y venture capital. Es joven, obscenamente rico y… bueno, solo míralo.
Señaló una valla publicitaria donde un hombre de mandíbula cincelada y ojos de un azul glacial miraba desafiante a la cámara. Su sonrisa era una promesa peligrosa. Un estremecimiento involuntario me recorrió la espalda.
—Mi planeta se llama ‘supervivencia académica’ —repuse, seca—. Y en él, no hay tiempo para dioses del estadio.
—Aburrida —canturreó ella, pero me rodeó con un brazo—. Un día te sacaré de esa coraza.
Me despedí con prisa. Necesitaba imprimir mi ensayo en la biblioteca, ese vetusto santuario de conocimiento que todos parecían haber olvidado. Prefería su silencio sepulcral al bullicio de la fama.
El aire dentro estaba cargado con el aroma tranquilizador de papel antiguo. Estaba sola, como siempre. O eso creía.
—Pensé que era el único espécimen raro que veneraba este lugar —una voz grave, como seda sobre acero, resonó entre las estanterías.
Me giré. Él estaba apoyado contra un muro de libros, tan alto que pareció eclipsar la luz de la lámpara. Era el hombre de la valla publicitaria, pero en carne y hueso. Bastián King. Su traje hecho a medida no lograba ocultar la potencia física que desprendía, la de un atleta reconvertido en depredador empresarial. Su sonrisa era fácil, pero sus ojos… sus ojos no sonreían. Analizaban, diseccionaban.
—Es reconfortante —respondí, manteniendo la voz firme a pesar del súbito vuelco de mi estómago—. El silencio aquí tiene substancia.
Sus ojos azules bajaron hasta mis zapatos desgastados y subieron de nuevo, lentamente, hasta encontrarse con los míos. Una mirada que se sentía como un robo.
—Con ese físico, deberías estar en el equipo de porristas, no enterrada entre polillas y libros de texto —comentó, como si estuviera stating a fact.
La familiaridad de su comentario, el cliché, encendió una mecha dentro de mí. ¿En serio?
—Lamento decepcionarle, señor King —dije, cargando cada palabra con una frialdad que no sentía—. Pero mi lugar está aquí. Mi futuro no se escribe en una pista de baile, sino en estas páginas. Disfrute de su conferencia.
Su sonrisa se desvaneció, reemplazada por una chispa de genuino interés, o quizás de irritación. Antes de que pudiera añadir nada, agarré mi montaña de libros y salí del pasillo, sintiendo su mirada ardiendo en mi nuca como un brandy.
Once horas después, el mundo se había reducido a la tenue luz de mi lámpara y a las letras danzantes en la pantalla del anticuado monitor. Martha, la bibliotecaria, me miraba con compasión.
—Cierro en cinco minutos, cariño —anunció suavemente.
Un retorcimiento doloroso en mi estómago me recordó que mi única ingesta había sido una barra de cereal y una manzana mustia. La desesperación comenzaba a trepar por mi garganta. Mi proyecto no estaba terminado. La derrota sabía a cobre y a café rancio.
Al salir, me encontré con un muro de agua. No era lluvia, era una tormenta bíblica que azotaba el campus vacío, convirtiendo las aceras en ríos furiosos. Busqué a tientas en mi mochila la sombrilla que sabía que no estaba ahí. Una maldición se congeló en mis labios.
—Esto no puede estar pasándome —susurré para mí, sintiendo la punzada del pánico.
El campus estaba desierto, una trampa de cemento y oscuridad. Esperé bajo el dintel hasta que el frío caló mis huesos. No había opción. Con la mochila abrazada como un escudo, me lancé a la diluviana noche.
Caminaba a toda prisa, los zapatos empapados chapoteando en los charcos, cuando un sexto sentido me alertó. No estaba sola. Crujido de gravilla. El ritmo de unos pasos distintos a los míos, sincronizados con los míos. Más rápidos. Mi corazón se convirtió en un tambor de guerra. Apresuré el paso, la estación de metro estaba cerca, un faro de seguridad.
De repente, la luz cegadora de unos faros delineó mi figura en la cortina de agua. Un coche n***o, largo y obscenamente elegante, un Rolls-Royce fantasma, se deslizó junto a mí, frenando suavemente para cortarme el paso. El pánico, frío y absoluto, me paralizó. La ventanilla tintada se descendió con un zumbido suave.
La cara que apareció no era la de un desconocido siniestro. Era la de Bastián King. El agua resbalaba por su pelo oscuro y su mirada azul me traspasó desde la calidez seca del interior.
—Sube —dijo. No era una invitación. Era una orden suave, pero cargada de una autoridad inquietante.
Mi instinto gritó. Negué con la cabeza con violencia, retrocediendo. Sin una palabra, la ventanilla se elevó y el coche se deslizó hacia adelante, desapareciendo en la tormenta como una aparición. Me quedé temblando, empapada y confundida, preguntándome si lo había imaginado. Corrí el resto del camino hasta el metro, y durante todo el trayecto, abrazando mi mochila en el vagón semivacío, solo pude pensar en la intensidad de aquellos ojos en la oscuridad.
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El trayecto a casa fue una eternidad. Al cruzar la puerta de nuestro pequeño apartamento, la calidez me envolvió. Olía a limpio, a esfuerzo. Ignoré la voz de David que me llamaba desde el salón y me encerré en el baño, necesitando desesperadamente agua caliente que lavara el frío y la extraña sensación que Bastián King había dejado en mi piel.
El vapor apenas empezaba a empañar el espejo cuando la voz de mi hermano irrumpió de nuevo, ahora al otro lado de la puerta, tensa como una cuerda de violín.
—Alaïa, ¿me vas a explicar por qué demonios volviste a empeñar esa laptop?
Me quedé mirando mi reflejo fantasmagórico. Mis ojos grises, los mismos de mi madre, parecían más grandes, más sombríos. La ira y la culpa libraron una batalla breve dentro de mí. Envolví mi cuerpo en una bata raída, me enrollé el cabello en una toalla y salí a enfrentar la música.
David estaba plantado en el pasillo, con el recibo de empeño en la mano. Su rostro, normalmente sereno, estaba marcado por la decepción y la fatiga.
—Necesitábamos el dinero —dije, antes de que pudiera comenzar su sermón—. Y antes de que digas nada, he empezado a vender resúmenes y trabajos. Me pagan bien. La recuperaré la semana que viene.
Él entrecerró los ojos, la frustración palpable.
—Alaïa… —Su voz se quebró. No supo qué más decir. Finalmente, corrió una mano por su rostro—. Saldremos de esta. Te lo prometo.
Asentí, sintiendo el peso de su promesa como una losa. Él era todo lo que me quedaba.
—Hay pasta y un filete en la cocina —murmuró, guiñándome un ojo cansado—. Lo traje del restaurante. Ve a comer, pareces un fantasma.
La mención de la comida hizo que mi estómago rugiera traicioneramente. Le pedí que saliera para poder vestirme, sintiendo cómo la determinación de encontrar una solución se solidificaba dentro de mí.
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La mañana del domingo olía a canela y a masa de galletas, el perfume habitual de la abuela. Pero hoy su habitación estaba en silencio. David y yo intercambiamos una mirada de preocupación antes de encontrar una nota en la cocina: "No se molesten, niños. Fui con la vecina a hornear. Descansen." La dejamos dormir. David salió corriendo hacia otro turno interminable, y yo me dirigí de nuevo a la biblioteca, a la computadora pública, a mi ensayo interminable.
El domingo por la noche, el agotamiento era un peso tangible sobre mis hombros. La biblioteca estaba a punto de cerrar. Martha me lanzó una última mirada de advertencia. Finalmente, la impresora antigua escupió las últimas páginas de mi ensayo. Un suspiro de alivio escapó de mis labios. Recogí las hojas, aún calientes, y las guardé en mi mochila con reverencia, como si fueran oro en pape.
El camino a casa fue una carrera contra el cielo plomizo que amenazaba con abrirse de nuevo. Lloviznaba, y corrí para proteger mi preciada carga.
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La semana que siguió fue un torbellino de exámenes y deadlines. Cuando por fin me derrumbé en mi cama el viernes por la noche, cada músculo me gritaba. La abuela me había mandado a dormir con firmeza cariñosa. Iba a apartar la pila de libros de mi cama cuando mi mano chocó con algo frío y familiar bajo la almohada.
Una conmoción eléctrica me recorrió el cuerpo.
—¿Pero qué…?
Lo saqué. Era mi laptop. Brillante, impecable, con ese olor a nuevo y a posibilidades. Una nota de la abuela estaba pegada en la tapa, con su letra temblorosa pero firme: "Para mi niña brillante. No se discute. Se usa."
Un nudo de amor y culpabilidad se apretó en mi garganta. Debo dejar de permitir esto, me regañé mentalmente. No podía seguir aceptando sus sacrificios. La idea que había estado rondando en mi cabeza, la que había rechazado una y otra vez, se volvió más insistente. Varias chicas de la universidad lo hacían. Trabajaban para una agencia de acompañantes para eventos de alta gama. Salían con ropa de diseñador, joyas relucientes, las últimas laptops. Yo solo tenía mi orgullo y un futuro por construir.
Con manos que temblaban levemente, encendí la laptop. La luz de la pantalla iluminó mi rostro en la oscuridad de mi habitación. No iba a vender mi alma, pero sí mi tiempo. Me sumergí en portales de empleo, buscando desesperadamente algo, algo que pagara lo suficiente sin costarme mi integridad.
Horas después, mis ojos cansados se posaron en un anuncio discreto pero distinto. "Se busca asistente personal para ejecutivo de alto nivel. Horarios flexibles. Remuneración excepcional. Discreción absoluta." No pedía experiencia, solo "capacidad de aprendizaje y resistencia al estrés". La empresa era "Kingship Holdings".
El nombre me golpeó. King. Bastián King.
Un presagio frío se deslizó por mi espina dorsal. Era una locura. Era peligroso. Era la única opción que parecía pagar lo que yo necesitaba.
Sin permitirme pensarlo dos veces, antes de que el miedo pudiera detenerme, envié mi currículum al correo electrónico indicado. Un acto de fe desesperado.
En ese preciso instante, mi teléfono vibró. Un mensaje de Diana. Bahamas. Había comprado los boletos. Insistía, como siempre. Mi abuela, desde la puerta, asintió con una sonrisa.
—Debes ir, cariño. Mereces un poco de sol.
La presión fue demasiado. Cedi. Tenía unas horas para hacer una maleta para un paraíso que no podía pagar. Mientras revolvía mi armario, frustrada por la falta de opciones, la pantalla de la laptop, aún encendida, mostró una noticia. Bastián King, en una playa, firmando un contrato multimillonario para ser la imagen de una marca de ropa deportiva. Su torso desnudo, bronceado y perfectamente esculpido, estaba salpicado de gotas de mar. Esos ojos azules miraban directamente a la cámara, desafiantes, casi burlones.
Era él. El de la biblioteca. El de la tormenta.
Una atracción visceral y llena de odio me sacudió. Aparté la vista con fuerza. No tenía interés en hombres, y mucho menos en uno que era una tempestad personificada, un peligro con una sonrisa perfecta. Era mejor mantenerse alejada.
Después de horas de lucha, la maleta estaba hecha. David me miró serio esa mañana en la cocina.
—Parece que alguien está emocionada por el viaje.
—A decir verdad, un poco —mentí—. Pero Diana está loca. No puedo aceptar más.
—Ella es tu amiga. Déjate querer. Disfrútalo.
Y ahora, aquí estaba. En un asiento de primera clase, con una copa de champán que no había pedido en la mano, mirando cómo las nubes se desplegaban bajo nosotros. Diana no paraba de hablar sobre los vestidos que había comprado para mí. Asentía, pero mi mente no estaba en las playas de arena blanca.
Estaba en una oficina lujosa, imaginando una entrevista de trabajo. Estaba en los ojos azules y peligrosos de un hombre que ya había irrumpido en mi vida dos veces, y que ahora, quizás, me estaba tendiendo una trampa de seda y silicio de la que no estaba segura de querer escapar.
El avión ascendió, y con él, la inquietante sensación de que mi vida estaba a punto de despegar hacia un territorio desconocido y profundamente oscuro.