Hay una furia creciente dentro de mi. Algo casi indomable que no puedo reprimir del todo pero que, mientras intento fallidamente de verle el rostro a la chica, se agazapa en mi interior y me obliga a serenarme para obedecer a quien sea que me está mostrando cosas que evidentemente se me están escapando. Muy a pesar de que no me hace sentir del todo conforme que me espie un extraño, al menos una parte de su peculiar labor juega a mi favor. La pareja se pone delante del ascensor y esperan que llegue. Saco mi teléfono de la cartera, marco el número del que supone un matrimonio próximo para mi y veo con asombro como le muestra a ella —que sigue siendo invisible a mis ojos porque la postura no me permite identificarla— como le llamo para luego desechar la llamada. En este momento hay tantas

