Capítulo 1
La Universidad St. Arden no era solo una institución; era un templo acristalado y de mármol pulido dedicado a la excelencia y, sobre todo, a la disciplina. Sus muros, altos y elegantes, sus jardines inmaculados y sus aulas tecnológicas eran el escenario de la élite de la ciudad, un lugar donde el prestigio se medía tanto por las notas como por el impecable código de conducta. Para Lucía Vega, era la jaula dorada que sus padres, devotos de la rectitud y el control, habían elegido para su hija "perfecta".
Seis años de vivir bajo ese yugo—cuatro en preparatoria anexa y casi tres en la carrera de Psicología—habían tallado en ella una fachada de dulzura sensible y obediencia silenciosa. A sus veintiún años, era un lienzo de belleza natural, su cabello castaño caía en ondas suaves sobre hombros estrechos, sus ojos, grandes y de un inusual color avellana claro, siempre parecían cargar una pregunta no formulada. La pregunta era: ¿Hay algo más allá de estos muros?
La inocencia que la cubría era genuina, cultivada a punta de reglas y vigilancia. Nunca había besado a nadie, jamás había tomado una copa de alcohol, y su sexualidad era un territorio inexplorado, un mapa que solo existía en los libros de texto y en los susurros nerviosos de sus compañeras. Sus padres no la habían liberado de la infancia; simplemente la habían transportado a la edad adulta sin otorgarle la clave de su propia vida.
Y entonces, llegó él.
La clase de Ética y Comportamiento Humano era una de las obligatorias para el séptimo semestre y, para sorpresa de todos, el profesor titular de la cátedra, un hombre de setenta años conocido por su tedio, había sido reemplazado por un docente nuevo, del que solo se sabía que tenía un doctorado en Oxford y una reputación de brillantez.
Lucía se sentó en la tercera fila, como siempre. La tercera fila era lo suficientemente cerca para concentrarse, pero lo suficientemente lejos para no ser el centro de atención. Abrió su libreta de pasta dura y se dispuso a esperar la aburrida introducción, el repaso del temario y las tediosas advertencias sobre el plagio.
Pero la puerta se abrió, y el aire en el auditorio cambió de densidad, como si una tormenta eléctrica, cargada de ozono y peligro, acabara de colarse en el ambiente.
Él no entró. Apareció.
Tenía cuarenta y un años, aunque su físico era atlético, su postura impecable y su rostro, cincelado con una perfección innegable, cargaba las líneas de la experiencia, de un hombre que había vivido y que conocía el peso de las decisiones. La edad no lo hacía menos atractivo; lo hacía más peligroso. Alto, con una estructura fuerte apenas disimulada por un traje oscuro y bien cortado. Llevaba la ropa con una autoridad innata, con el aplomo de quien ha dominado su entorno y a sí mismo. Su cabello, de un oscuro intenso, estaba pulcramente peinado hacia atrás, revelando unos rasgos definidos, marcados por la madurez y la confianza.
Y luego estaba su voz.
Cuando carraspeó ligeramente para acercarse al atril, Lucía sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con el aire acondicionado de la sala.
—Buenos días. Soy Gabriel Stone —dijo, y el nombre rodó desde su garganta como un trueno distante, profundo, resonante, con un ligero acento que sugería años de estudio en el extranjero. Era una voz que no solo se escuchaba; se sentía en el pecho. Hipnótica. Prometía secretos y confesiones.
Sus ojos. Lucía nunca había visto unos ojos así. Eran de un verde oscuro y tormentoso, penetrantes, y estaban ahora recorriendo el salón, analizando cada rostro, cada postura, con una intensidad que era casi ofensiva. Cuando sus ojos se posaron por una fracción de segundo en Lucía, sintió que el profesor no estaba viendo a la estudiante de la tercera fila; estaba viendo a ella, a la persona que estaba escondida bajo capas de miedo y obediencia.
La tensión en la sala era palpable. Los chicos lo miraban con una mezcla de respeto y envidia; las chicas, con un deseo abierto, sin disimulo. Gabriel Stone tomó el control del aula sin esfuerzo, sin gritar, sin siquiera sonreír, solo con la pura fuerza de su presencia de hombre maduro, experimentado y dominante.
—Esta es la clase de Ética y Comportamiento Humano —continuó, con esa cadencia hipnótica—. Pero no vamos a estudiar la ética de otros. Vamos a estudiar la suya. La que se rompe cuando nadie está mirando. La moralidad que tienen cuando el deseo supera el deber.
Una frase. Solo una frase, y Lucía sintió que un cerrojo, al que ella no sabía que le faltaba la llave, acababa de ser desafiado.
Habló sobre el programa, sobre el peso de las decisiones, sobre la delgada línea entre lo correcto y lo conveniente. Lucía tomó notas, pero su mente se sentía extrañamente desenfocada. Cada vez que él gesticulaba o se movía, una ola de energía poderosa y oscura emanaba de él. Era un hombre que conocía su poder, y lo usaba sin disculpas.
A mitad de la clase, Gabriel decidió interactuar. Se detuvo en seco, sus ojos verdes como linternas en la penumbra de la duda.
—Antes de sumergirnos en la teoría —dijo, cruzándose de brazos sobre su pecho musculoso. El movimiento tensó la tela del traje, y Lucía se obligó a mirar su libreta, sintiendo el calor subir por su cuello—. Quiero conocer sus nombres. No los de la lista. Sus nombres reales.
Empezó por la primera fila. Nombres comunes, respuestas triviales sobre por qué estudiaban Psicología. Él no las escuchaba; las evaluaba, las catalogaba.
Cuando llegó a la segunda fila, el aire en el pecho de Lucía se hizo más denso. Ella no quería que la viera, pero al mismo tiempo, una parte de ella, esa parte rebelde y limitada que anhelaba la libertad, deseaba desesperadamente que él notara su existencia.
Y entonces, llegó a ella.
Se inclinó ligeramente sobre el atril, acercando el micrófono. Los ojos verdes la perforaron, y por un instante, el mundo exterior desapareció. No había otros estudiantes, no había universidad, solo ella y la fuerza indomable de su mirada.
El tiempo se suspendió. Lucía sintió su corazón latir contra sus costillas con la urgencia de un tambor. Sintió el rubor en sus mejillas, una traición absoluta de su deseo de pasar desapercibida.
Gabriel Stone no le preguntó su nombre; lo ordenó, con una voz más baja, más íntima de lo que la distancia permitía.
—¿Y usted? —Su voz profunda era una caricia en el aire—. La de la tercera fila, con la libreta en la que no ha escrito nada desde hace cinco minutos.
Lucía tragó. Su garganta estaba seca. El hecho de que él supiera exactamente cuánto tiempo había estado mirándolo, y no a sus apuntes, la golpeó con la fuerza de una revelación. Él la había estado mirando también.
Abrió la boca, pero solo salió un susurro.
Él le hizo un gesto con la mano, un movimiento autoritario, paciente, pero no menos dominante.
—Dígalo en voz alta, por favor. Quiero que toda la clase la escuche.
Era una trampa. Lo sabía. Pero era incapaz de desobedecer. La forma en que sus ojos se aferraban a los suyos hacía que cualquier resistencia fuera una futilidad.
—Lucía —dijo, y esta vez su voz fue clara, aunque aún teñida por una nerviosa inestabilidad—. Lucía Vega.
Gabriel Stone asintió lentamente, como si el nombre fuera una melodía que estaba sopesando. Se quedó en silencio, mirándola, un silencio que duró demasiado, que se extendió hasta volverse obsceno en la atmósfera de la sala. Todos los estudiantes los miraban, pero Lucía solo podía ver la figura imponente del profesor.
—Lucía Vega —repitió él, saboreando cada sílaba. El sonido de su nombre en esa voz profunda fue lo más sensual que Lucía había experimentado en sus veintiún años de vida. Era como si la hubiera desvestido solo con nombrarla—. Interesante.
No dijo por qué era interesante. Solo se enderezó, rompiendo la intimidad forzada del momento, y dirigió su mirada al siguiente estudiante, siguiendo su proceso de interrogatorio.
Pero el daño ya estaba hecho.
Lucía sintió que algo dentro de ella había chasqueado, como un hilo que se rompe. El muro de contención, el que sus padres y la propia St. Arden habían construido alrededor de su corazón y su cuerpo, había revelado su primera falla.
El resto de la clase fue un tormento. Ella intentó escuchar, tomó notas frenéticas sobre la ética del utilitarismo y el imperativo categórico, pero la palabra Lucía reverberaba en sus oídos con la voz de Gabriel Stone. Su mente no podía borrar la imagen de sus ojos mirándola, como si él conociera ya la verdad oculta: que ella era virgen de emociones, virgen de experiencias y, sobre todo, virgen de deseo.
Lucía sintió que él la había visto no como la estudiante sumisa, sino como la mujer que no se atrevía a ser.
Cuando terminó la hora, la habitual prisa por salir se aceleró. Lucía estaba doblando sus apuntes, concentrada en el papel para evitar la mirada del profesor, cuando sintió una presencia a su lado. El aire se hizo más cálido, más denso. El aroma de su colonia—algo masculino, amaderado y con un toque de peligro—la envolvió.
Levantó la cabeza. Él estaba allí. Muy cerca. Demasiado cerca para ser apropiado en el estricto campus de St. Arden.
—Señorita Vega —dijo, su voz de nuevo baja, sin necesidad de proyector, solo para ella.
—¿Sí, profesor Stone?
Su mirada era de fuego verde, y no había nada profesoral en ella. Había una intensidad, una lucha interna, que Lucía, aunque inocente, reconoció como algo peligroso.
—Me preguntaba por qué no estaba tomando notas —le mintió él, pero la pregunta era una excusa obvia.
—Sí las tomé, profesor —respondió ella, sujetando su libreta con fuerza.
Él sonrió. Fue la primera vez que Lucía lo vio sonreír, y la electricidad en el aire se hizo insoportable. No era una sonrisa amable; era un gesto depredador, una curva exquisita y peligrosa que acentuaba la dureza de su mandíbula.
—Ah, sí. Las tomó al final. Después de que la miré.
El comentario era directo, descarado. Él sabía que la había distraído, y no le importaba. De hecho, parecía divertirle.
—Yo... solo estaba concentrada en su explicación —mintió de nuevo, sintiendo cómo sus mejillas se encendían hasta un punto de no retorno.
Gabriel se inclinó un poco más. La cercanía era una tortura y una delicia al mismo tiempo. Lucía pudo ver una línea de sombra oscura a lo largo de su barba de las cinco, el color intenso de sus pupilas. Se sintió pequeña, vulnerable, como una gacela ante un león. La diferencia de edad y experiencia se sentía en el aire, volviéndolo más sofocante, más prohibido.
—Quiero que sepa, Lucía Vega —susurró, y el susurro fue más potente que un grito—. Que soy un hombre al que le gusta el desafío. La ética que vamos a estudiar es sobre límites. Y, a mis cuarenta y un años, he aprendido que, a veces, los límites son muy, muy fáciles de cruzar.
Se enderezó, el hechizo roto por la repentina distancia. La tensión que había acumulado en el aire no desapareció; se quedó allí, vibrando entre ellos como un latido.
—Nos vemos el martes, señorita Vega —dijo, con un tono que ahora era de nuevo completamente profesional, frío, ajeno al fuego que acababa de encender.
Se dio la vuelta, recogió su maletín y salió del aula, dejándola de pie, temblando ligeramente, con el corazón en un frenesí.
Lucía se quedó sola, con su libreta y la inmensidad del auditorio vacío. Pero ya no estaba sola. La semilla de un deseo prohibido, de una curiosidad peligrosa, había sido plantada en el suelo de su corazón virgen.
Gabriel Stone era un profesor, casado o comprometido, una figura de autoridad en una universidad que no toleraba el escándalo. Él era veinte años mayor, un hombre con un pasado y una vida resuelta. Él era la encarnación de todo lo que sus padres le habían enseñado a evitar. Él era el peligro, la tentación y el pecado.
Y Lucía, la niña que había vivido bajo reglas estrictas, la que nunca había deseado nada más allá de lo permitido, levantó la mano y tocó sus labios, sintiendo aún el calor de la mirada del profesor.
Sintió una oleada de adrenalina y pánico.
Dios mío. Hazme pecar, ángel.
Era una oración, una súplica y una sentencia. Acababa de desear su propia destrucción. Y no podía esperar al martes.