POV RIO
Killian toma asiento en la cabecera de la mesa, como si el mundo entero hubiera sido diseñado para inclinarse ante él. Israel ocupa el lugar a su derecha, con esa serenidad engañosa que siempre me ha irritado un poco, mientras Roland se deja caer a mi izquierda como si estuviera a punto de presenciar el espectáculo más divertido de su vida. Yo me recargo en el respaldo de la silla, cruzo los brazos y espero, con la mirada clavada en Lena, que ya se sienta frente a mí. No sé si lo hizo a propósito, pero sentarse justo en mi línea de visión es una provocación silenciosa. O una declaración de guerra. No lo tengo claro todavía, aunque sí estoy seguro de que esta mujer está aquí para joderme la paciencia.
Killian abre la reunión con esa voz de mármol que siempre ha usado para partir la voluntad de quien se atreva a desafiarlo.
—Bien —dice—, quiero empezar agradeciendo la presencia de la señorita West. Su historial es impecable y sus recomendaciones son extraordinarias.
Lena inclina la cabeza con una educación perfecta, controlada, casi quirúrgica. No sonríe de más, no asiente de más, no hace nada que la vuelva pequeña frente a él. Me fijo en eso porque la mayoría de la gente, cuando Killian habla, agacha la mirada o adopta una postura más sumisa. Ella no. Mantiene la espalda recta y el rostro firme, como si estuviera acostumbrada a sobrevivir en habitaciones donde los alfas se creen dioses. Me pregunto, con algo de fastidio, si realmente ha tratado con hombres como yo. Me consta que no.
Ninguno es como yo.
—La familia Dirztan espera resultados claros —continúa Killian—. Esta empresa no puede seguir cargando escándalos en la espalda. A partir de hoy trabajaremos en conjunto para corregir esa… tendencia.
Siento la mirada de todos sobre mí. Yo no aparto la vista de Lena. Ella no me mira, ni disimuladamente. Habla con Killian, no conmigo, y eso me enciende una chispa en el pecho. Por fuera, mantengo la expresión seria, arrogante, casi aburrida. Por dentro pienso: ¿De verdad se va a dar ese lujo? ¿Ignorarme en mi propia sala, frente a mi familia? Qué huevos tan grandes tiene esta mujer.
—Señor Dirztan —dice ella, dirigiéndose a mi abuelo como si fuera una jueza presentando un caso—, la primera semana será exclusivamente de observación. Necesito ver la rutina del señor Rio: horarios, comportamientos, interacciones, lugares que frecuenta. Sin intervenir. Solo evaluar.
“Evaluar”.
Me dan ganas de reír.
O de patear algo.
—¿Observación? —interrumpo, sin dirigirle la palabra a ella sino a Killian—. ¿Qué soy, un animal enjaulado?
Roland contiene una carcajada, Israel sonríe de lado, y Killian me dedica un gesto desaprobatorio.
Lena sigue sin mirarme, lo que aumenta la presión en mi pecho.
Cuando finalmente eleva los ojos hacia mí, lo hace sin prisa.
Sin complacer.
Sin miedo.
—Exacto, señor Dirztan —responde—. Necesito verlo en su ambiente natural.
Su ambiente natural.
Qué jodida manera de llamarle a las fiestas, los escándalos y las mujeres que han pasado por mis manos. No sé si es una provocación o un análisis clínico, pero verla decirlo con tanta calma me irrita más de lo que debería. Intento romperle el ritmo.
—No estoy de acuerdo —suelto con frialdad—. No voy a tener una sombra detrás de mí.
Ella abre el cuaderno, escribe algo que ni se esfuerza en ocultar, y pregunta con total indiferencia:
—¿A qué hora empieza su día? Así puedo estar presente desde el inicio.
Mi mandíbula se tensa. Soy un hombre paciente, sí, pero esta mujer está empujando cada centímetro de mi tolerancia.
Si quiere guerra, guerra tendrá.
—A las cuatro —respondo—. Ejercicio en mi penthouse.
El aire cambia.
Roland deja escapar un silbido.
Israel me mira con un gesto de “¿seguro?”.
Killian no dice nada.
Pero todos saben lo que significa.
NADIE entra a mi penthouse.
Ninguna mujer ha cruzado esa puerta.
No dejo entrar amantes, amigas, ni modelos, ni nadie.
Mi espacio es sagrado, mi refugio, la única parte de mi vida que no está contaminada por la mirada del mundo.
Y esta mujer pretende entrar ahí como si fuera normal.
Pero Lena no se inmuta. No pregunta si es apropiado. No pregunta si hay protocolo. No pregunta nada.
Solo escribe.
—Estaré ahí a las 3:55.
Y sonríe apenas.
Una sonrisa tan mínima que parece una línea en un bisturí.
Mi sangre hierve.
No sé si por desafío, por orgullo herido o porque imagino su cuerpo entrando en el único lugar donde jamás he dejado entrar a una mujer.
Pienso: No tienes idea de dónde te estás metiendo, princesa. No tienes idea de cómo soy sin camisa, sudado, empapado, levantando peso. No tienes idea de lo que eso te va a provocar… o quizá no te provoque nada. Y eso, joder, sería peor.
—Y también va a seguirme cuando ligue con una mujer —pregunto, esta vez mirándola directo a los ojos, buscando romperla—. ¿O cuando me vaya de fiesta?
Ella se encoge de hombros.
El gesto más irritante, soberbio y tranquilo que he visto en años.
—Si es necesario, sí —dice—. Necesito saber dónde está el problema y qué es lo rescatable.
Roland explota en risa contenida.
Israel desvía la mirada para no reírse también.
Killian parece satisfecho con su seguridad.
Yo… no.
Mi ego gruñe. Literalmente.
No estoy acostumbrado a que alguien me hable como si yo fuera un proyecto de ingeniería.
Me gustaría soltarle: Lo único que necesitas rescatar son las sábanas después de que acabo con alguien, hermosa.
Pero me muerdo la lengua.
Porque mi abuelo está aquí.
Porque esto es trabajo.
Porque tengo que mantener el control.
—No soy una transacción —le digo, con ese tono helado que uso para arrasar departamentos enteros—. Es mi vida.
Ella por fin me mira.
Ni un pestañeo.
Ni una grieta.
Ni un gesto de incomodidad.
Solo me analiza, como si yo fuera un archivo más.
Y eso me enciende un instinto oscuro.
—Entiendo —dice con esa voz sin adornos—. Y mi trabajo es evitar que esa vida siga costándole millones a esta empresa.
Mi abuelo asiente.
Roland lo disfruta.
Israel observa la escena con interés.
Y yo decido empujarla un poco más.
—¿También va a entrar al cuarto cuando me folle a una mujer? —pregunto, cruzando los brazos y levantando una ceja.
Ella no reacciona.
No se escandaliza.
No se sonroja.
Ni siquiera suspira.
Solo entorna los ojos un segundo, como si evaluara la estupidez de mi pregunta.
Y responde:
—No entraré al cuarto. Esperaré en el lobby del hotel.
El maldito lobby.
Apretaría los dientes si no fuera porque tengo demasiado control para eso.
—La intervención se dividirá en tres fases —continúa ella, como si no acabáramos de tirarnos cuchillos verbales—. Observación. Corrección de narrativa. Implementación de comportamiento público controlado.
Escuchar esa frase me golpea los nervios como una descarga eléctrica.
Comportamiento público controlado.
Control.
Eso odia mi cerebro.
Eso incendia mi orgullo.
Eso me hace querer romper cosas.
Ella sigue hablando, explicando su método, su estrategia, su historial. Killian la observa con aprobación, Israel con interés auténtico, y Roland como si estuviera viendo una serie. Yo… la miro a ella. La observo mover las manos, pasar las páginas, sostener la postura perfecta. Es metódica, casi clínica. Y aun así, hay calor debajo de esa estructura. Un calor que me irrita, porque no sé qué hacer con él.
Cuando termina, levanta la vista.
—¿Alguna duda? —pregunta.
Y entonces lo hago.
El primer golpe directo.
—Sí —digo—. ¿Está segura de que está lista para un trabajo así, señorita West? Esto no es un escándalo simple. Es una vida que usted no entiende. No puede venir a tomar notas y pretender que tiene control.
Lena sostiene mi mirada sin parpadear.
—No pretendo entender su vida, señor Dirztan —responde—. Pretendo controlar los daños que su vida causa. Y para eso, sí estoy lista.
La habitación se queda inmóvil.
Roland exhala como si acabara de ver un milagro.
Israel sonríe.
Killian asiente, satisfecho.
Yo sigo mirándola.
Y lo odio.
O lo admiro.
No sé.
No me importa.
Pero lo que sí sé es que esta mujer no vino a trabajar conmigo.
Vino a desafiarme.
A provocarme.
A arrancarme máscaras que no estoy listo para soltar.
Y eso, por alguna razón que no quiero analizar, me hace sentir más vivo de lo que debería.
Killian rompe el silencio:
—Bien. Empecemos.
Pero aunque la reunión oficialmente avanza, yo no escucho nada.
Solo veo a la mujer que no se dobla.
La única que no parpadea.
La única que me mira a los ojos sin quebrarse.
Y sé que esta será mi guerra favorita.
POV LENA
Killian continúa hablando, detallando expectativas, plazos, métricas, reputación, todo aquello que ya he leído mil veces en informes de crisis, pero que aquí, en la mesa ovalada de los Dirztan, adquiere un peso distinto. La familia entera está acostumbrada a dictar reglas, no a recibirlas. Y aun así, escuchan. No por cortesía. Sino porque saben que su empresa lleva demasiado tiempo cargando el nombre de Rio como una bomba de relojería.
Yo tomo notas en silencio. No porque las necesite, sino porque me ayuda a mantener la mente en el terreno objetivo. Cada vez que siento la mirada de Rio atravesándome desde el otro extremo de la mesa, mi mano aprieta un poco más el bolígrafo. No voy a mirarlo ahora. No voy a darle el gusto de ver que su atención me altera de alguna manera. Me concentro en las palabras, en los datos, en la estrategia. Todo menos en él.
Y sin embargo…
Esa mirada.
Esa intensidad azul-gris, fría, afilada, fija en mí como un análisis quirúrgico mezclado con un desafío personal.
Me incomoda.
Y no me gusta admitirlo.
No es miedo.
No es nerviosismo.
No es atracción.
O al menos, no planeo explorarlo.
Es simplemente… demasiado.
Demasiado directo.
Demasiado invasivo.
Demasiado seguro de sí.
Y sí, eso irrita mi lado profesional.
Porque los hombres como Rio Dirztan siempre creen que pueden romper el equilibrio del resto del mundo con solo pestañear.
Me recuerdo, mientras Killian enumera responsabilidades, que el historial de Rio es exactamente lo que pensé: un hombre problema. Inteligente, astuto, brillante en negocios… pero con un desorden personal tan enorme que cualquiera que viva cerca de él termina atrapado en el caos. Un caos atractivo, sí. De esos que parecen prometer adrenalina.
Y ahí está el peligro.
El peligro real.
El que ninguna consultoría corporativa enseña a manejar.
Roland hace un comentario, algo ligero, burlón. Israel responde con una broma que suaviza la atmósfera. Killian sonríe apenas. Y Rio… Rio sigue callado, con esa expresión que parece tallada en piedra, como si ninguna palabra fuera tan interesante como observarme.
No lo entiendo. No lo quiero entender.
Lo único que sí sé es que cuando intentó minimizar mis capacidades delante de todos, una chispa me saltó por la columna. Y claro, no moví un músculo. Mi rostro fue una máscara profesional. Pero por dentro pensé: Qué facilidad tiene este hombre para subestimar en cuanto se siente amenazado.
Y después pensé, con aún más fastidio: Es ridículo que su opinión me importe en cualquier nivel.
Me odié un poco por eso.
Por permitir que una provocación tan básica removiera algo en mí.
La reunión continúa unos minutos más, afinando detalles. Cuando Killian decide que ya es suficiente, todos se ponen de pie. Cierro mi cuaderno, guardo mis cosas en el portafolio y siento un alivio casi imperceptible en los hombros. No porque quiera irme, sino porque necesito un segundo a solas para ordenar las impresiones que este primer encuentro ha dejado.
Camille se acerca con su sonrisa profesional, lista para escoltarme fuera.
—La acompañaré a la salida, señorita West —dice.
—Perfecto —respondo. Mi voz suena firme. En control. A diferencia de mi pulso, que aún late con fuerza por la tensión acumulada.
Camino hacia la puerta, pero antes de cruzarla, me detengo. No puedo irme sin resolver algo que es fundamental para mi trabajo. Giro sobre mis talones y regreso unos pasos. Todos se vuelven hacia mí: Killian, Israel, Roland… y Rio. Sus ojos me recorren con esa mezcla de irritación e interés que no pretendo analizar.
—Antes de retirarme —digo con calma—, necesito confirmar un punto de acceso.
Killian alza una ceja, expectante. Rio frunce el ceño, como si estuviera cansado de que yo abra la boca.
—La recepcionista informó que mi pase solo es válido por un día y que cada acceso debe ser autorizado por el señor Dirztan —explico—. Necesito saber si debo seguir ese protocolo o si habrá otro mecanismo. Mi trabajo requiere entrar y salir sin obstáculos.
El silencio dura un segundo, pero un segundo pesado.
Rio me mira con un gesto que conozco. Un gesto de hombre que disfruta la idea de tener control sobre la presencia de alguien.
Por supuesto.
Este es su reino.
Y él decide quién sube y quién no.
Killian gira hacia su nieto con una mirada que podría partir granito.
—Eso no será necesario —dice con voz firme—. Ordenaré que su acceso sea total y permanente durante la duración del proyecto.
Rio aprieta la mandíbula. Roland sonríe. Israel inclina la cabeza, satisfecho.
Yo asiento con profesionalismo, ignorando la punzada de orgullo que me recorre el pecho. Porque sí, hay algo en la forma en que Rio me observa… algo que parece decir: “Preferiría que no pudieras entrar si yo no lo permito.”
Pero eso no va a pasar.
—Agradezco la aclaración, señor Dirztan —le digo a Killian, no a Rio.
Mis ojos se deslizan brevemente hacia él. Azul-gris. Severos. Irritados. Intensos.
Le sostengo la mirada.
No me rindo.
No me quiebro.
Y algo en su expresión cambia. Una mínima contracción en la comisura de su boca, que no decido si es molestia… o curiosidad.
—Entonces, con su permiso, me retiro —añado.
Killian asiente. Roland me dedica una sonrisa amistosa —tiene algo cálido en los ojos, algo que siento que no debo subestimar tampoco— e Israel solo me ofrece un gesto de despedida, educado, casi paternal.
Rio no dice nada.
Por supuesto.
No sería él.
Salgo con Camille caminando a mi lado. Su perfume caro flota en el aire y el sonido de sus tacones contra el piso impecable marca un ritmo elegante. Ella habla de departamentos cercanos, opciones recomendadas para ejecutivos y consultores, distancias, horarios… Yo escucho. Pero la verdad es que mientras bajamos en el ascensor, mi mente sigue atrapada arriba, en esa sala, en ese hombre con mirada de tormenta.
Y no porque me guste.
No porque me atraiga.
Sino porque nunca había visto a alguien mirarme como si quisiera destruir mi equilibrio… y al mismo tiempo, como si quisiera comprobar si puedo sobrevivir a su presencia.
No voy a darle ese poder.
Cuando salgo del edificio y el aire frío de Ginebra me golpea el rostro, exhalo una respiración que no me di cuenta de que estaba conteniendo.
Sí.
Va a ser un proyecto difícil.
Pero no imposible.
Y definitivamente, no pienso perder.