Capítulo 1

3103 Words
Érase una vez un homosexual llamado Leonardo Blair. Ok, ok… sé que “Érase una vez” es típico para iniciar un cuento de hadas, mientras que la condición de “homosexual” es propia de un tema para adultos. No obstante, como todos vivimos con un pie en la tierra y otro en el país de las maravillas, sigamos con nuestro controversial inicio: Érase una vez un homosexual llamado Leonardo Blair, que como algunos atípicos homosexuales, inició su vida amorosa dentro del armario de Narnia, es decir, siendo heterosexual. Como todos los que se consideran heterosexuales, durante su niñez, había soñado con conocer a una mujer tan perfecta como su madre y formar la familia ejemplar que su padre le había negado aunque de vez en cuando se detenía para admirar la “belleza masculina”. Leo había sido abandonado por su padre cuando su mamá tenía apenas unos tres meses de embarazo; ella no le dio mayores razones, él tampoco las necesitaba. Su madre era estudiante de pediatría, pero como tenía un don exquisito para la cocina, especialmente postres, se ganaba el pan como repostera. Mientras ella terminaba sus estudios, trabajaba duro para que a él no le faltase nada, incluso si tuviese que quitarse el pan de la boca para que él pudiese comer. Nuestro Leo creció viendo todo esto y, sin dudar, lo valoraba. Soñaba con ser policía, bombero, veterinario y todo lo que un niño desea ser. Su madre, con una enorme sonrisa, le alentaba siempre a ir detrás de sus sueños y no detenerse hasta alcanzarlos. Creció rodeado del amor de su madre y familiares, incluyendo el apoyo incondicional de Anthony, su mejor amigo de toda la vida. Leonardo se enamoró por primera vez a los catorce años, mientras jugaba fútbol con Anthony y sus amigos en la cancha de su residencia. Fue de Verónica, una de sus vecinas, cuya existencia no había notado hasta ese día cuando sus hormonas estaban a flor de piel. Jamás intercambiaron ni una sola palabra. Anthony, fue testigo de todas y cada una de sus fantasías en donde siempre estaba ella, a veces se aburría tanto de escucharlo que se ponía a divagar dentro de su propio mundo, uno al que Leo por ahora no tenía acceso. Cuando estaba solo, solía imaginarse al lado de su amada compartiendo un batido, quizás yendo al cine una tarde de fin de semana, o comiendo un helado. No importaba la ocasión dentro de su imaginación, siempre y cuando fuese con ella, era más que perfecta. Así pasaron los meses y aunque su madre le animaba a hablarle, él era demasiado tímido como para dar el primer paso. No fue hasta que Anthony se hartó del asunto y valiéndose de su cercanía con ella, los invitó a ambos a pasar la tarde en su casa y finalmente, los presentó. Leo estaba tan nervioso que al servir un par de refrescos se le cayeron los vasos y acabó ensuciando toda la cocina. Ella, con su melodiosa voz, rió por lo bajo y le ayudó a limpiar el desastre y ese, fue el inicio de un hermoso romance primaveral. Cerca del tercer mes de su soñado noviazgo, estaba él planeando con Anthony cómo abrumarla con un regalo para festejar el tiempo que tenían en la relación. Como si fuese eterno, claro. Entre ideas y risas se quedaron dormidos y en la mañana Anthony pegó el grito al cielo al ver su cama un poco mojada. ­­— Oye, hermano –se dirigió a Leo-, ¿no estás algo grandecito como para orinarte en la cama? — ¡Que no me he orinado, coño! –le espetó al tiempo que se sonrojaba. — Pues eso parece, o… espera –entrecerró los ojos y miró a su mejor amigo-, ¿qué soñaste? — Esto… pues… yo… verás –Leo comenzó a sudar frío mientras los colores recorrían su rostro, Anthony soltó una carcajada y éste suspiró. — ¡Tuviste un sueño húmedo! — ¡Cállate!, no todos se tienen que enterar. — Bah –le hizo señas con una mano para que se calmara-, me imagino que es la primera vez que tienes uno y que ni siquiera te has masturbado por primera vez. — ¿Cómo dices? — Hermano, no eyaculaste como una persona normal. ¡Lo tuyo fue el destape de la fuente de la juventud! Leo se pasó la mano por la cara, consternado y apenado mientras que su amigo sólo se carcajeaba. Sí, lo había pillado; por muchas ganas de masturbarse que hubiese tenido en su juventud, no lo había hecho por temor a que lo descubriera su madre o algún familiar que estuviese en casa. Anthony se tomó su tiempo para explicarle que era un acto de lo más normal y que más vale que lo hiciera de vez en cuando para que comenzara a conocer su cuerpo, no podía existir algo peor que un ser humano que no conoce por medio de qué estímulos puede llegar al Olimpo. Juntos cambiaron las sábanas y se quedaron charlando nuevamente acerca de cualquier cosa. Todo excepto mujeres, Leo notaba cierta incomodidad respecto al tema cuando hablaba con Anthony y comenzó a sospechar que ya había aburrido a su amigo con sus tonterías de joven risueño y enamorado. Los días pasaron y cuando llegó la fecha anhelada, su madre puso el apartamento a su disposición bajo la condición de que no harían más que ver una película. Ella siempre le dejó claro que traer al mundo un hijo no era tarea fácil y menos a su edad. Las cosas iban viento en popa, su madre había dejado un delicioso almuerzo que sólo debía calentar en el microondas y él, por su parte, había ahorrado dinero para regalarle a ella una hermosa cadena de oro. Una vez que le mostró la prenda, ella le dio un beso que tomó un desenfreno apasionado y acabó en un completo acto de lujuria. Ellos decían que era amor, claro, hasta que los padres de ella decidieron mudarse a otro país y ella, a sabiendas que lo quería, pero amor de lejos no es amor, terminó rompiéndole su corazón. Pasaron algunos meses en los que Leo estuvo despechado, incluso tomando una que otra cerveza o tragos de vodka que se preparaba cuando no estaba su mamá. El colmo del asunto fue cuando estando ebrio, llamó a la puerta de Anthony a eso de las 2:15 am; sus padres estaban fuera, viajando por su aniversario de casados. Este abrió la puerta más dormido que despierto y al ver a su mejor amigo en ese estado, se pasó la mano por la cara intentando contener su impulso de golpearlo. — ¡Adivina quién está ebrio! –dijo mientras hipaba. — Leonardo –espetó. — ¡Adivinaste bien! –rió. Anthony abrió la puerta y lo empujó dentro, lo guio hasta el baño y lo arrojó dentro de la ducha al tiempo que abría el chorro de agua fría, la cual, a esa hora, parecía puros cubos de hielo de lo helada que se sentía. Al final acabó por despertar lo suficiente a Leo como para tener que aguantarse el gran sermón de su mejor amigo en donde le expresaba que ella no era la única mujer sobre la faz de la tierra y que, si acababa así por cuanta novia llegase a tener, mejor lo iba apuntando a la sociedad de Alcohólicos Anónimos. A la mañana siguiente Leo estaba tan apenado que no paraba de disculparse y en cuestión de semanas, ya había superado el asunto en brazos de su nueva novia: Carolina. Una chica de su salón que era lo suficientemente hermosa como para levantar más de un suspiro. La relación no duró más de tres meses y acabó por la falta de interés que presentaba Leo con ella. — No sé, Anthony, es extraño. — ¿Qué es lo extraño? –preguntaba sin levantar la vista de su cuaderno. — Es que siento que ya no me atrae, simplemente no me gusta. — ¿Mal sexo? — No lo creo, es decir, mira no sé, simplemente siento que ya me aburrí. — Entonces cámbiala –sugirió exasperado. — Ni que fuese un juguete. — Es peor que continúes la relación con ella y acabes por hacerla sufrir. Mira, si ya no te gusta, no la quieres, ni siquiera te causa un mal pensamiento, es mejor que la dejes. Si tu madre se entera que hiciste sufrir a una mujer seguro acabará por execrarte. — Ni que lo digas –suspiró. Y así fue pasando el tiempo, tenía sus novias y al tiempo, llámese pocos meses o semanas, cuando se aburría las cambiaba por otras. Finalizó su año escolar sin pareja alguna, tampoco parecía tener prisa por encontrar a su “mujer perfecta”. Pasó las vacaciones en compañía de su madre y su mejor amigo; viajaron, se quedaron en casa el uno del otro jugando alguna consola o cualquier cosa por internet. El hecho fue que, al comenzar el nuevo lapso, ambos se habían echado tremendo estirón. Leo era aún más atractivo que antes, su piel bronceada estaba más tersa y musculosa, su cabello castaño medio tenía un nuevo corte, algo más varonil que dejaba entrever sus hermosos ojos grises. Las chicas parecían derretirse por él; le enviaban cartas de amor, chocolates, conseguían su número telefónico y lo llamaban. Eso era algo completamente atosigante; al principio le pareció divertido, ya pasadas unas semanas se convirtió en una tortura. Su madre hablaba diariamente con él, pidiéndole que no se convirtiese en un patán, él la calmaba diciéndole que por ahora sólo estaba interesado en estudiar. Ese interés le duró relativamente poco, específicamente hasta que apareció Tiffany. Una hermosa chica de tez blanca, ojos marrones y cabello color chocolate que logró cautivar su corazón. Ella, al contrario de las demás, simulaba ignorarlo aunque por dentro estaba loca por él. Al poco tiempo se hicieron novios y pese a que su madre y Anthony no la querían, la respetaban por el hecho de que Leonardo estaba completa y perdidamente enamorado de ella. Al pasar un año a su lado, las cosas parecían ir de mal en peor. Ambos se pasaban el día cual perro con garrapatas, sin despegarse ni un segundo. En las vacaciones de verano, Tiffany se fue de viaje con sus padres y Leo no hacía más que hablar acerca de ella y lo maravillosa que la encontraba. Un día, notando la incomodidad de su mejor amigo, se animó a interrogarlo. — Anthony –le llamó-, ¿me puedes explicar por qué pones esa cara de asco y pereza cada vez que te hablo de mi novia? — No sé de qué rayos hablas –negó sin dejar de sudar frío y temblar ligeramente a causa de los nervios. — No me engañas, vamos, ¿qué te sucede? –le tomó del brazo para obligarlo a mirarle y notó lo frío que estaba-, ¿te gusta ella? — ¡Oh por Dios!, no me parece atractiva en lo absoluto. — ¿Qué? –rió Leo. Ciertamente, ella no tenía absolutamente nada que envidiarle a ninguna otra chica, era hermosa, digna de robar todas las miradas que pudiesen tener la dicha de encontrarse con ella. — No entiendo, ¿entonces qué es? — No lo entenderías, Leo, ahora vete por favor. — Si me explicases, quizás podría entenderlo –le aseguró bajando la guardia-, vamos, soy tu mejor amigo, ¿no? — Lo eres –suspiró-, pero… es complicado. — Vamos, Anthony, estaré contigo en las buenas y en las malas, no importa lo complicado que sea. Anthony suspiró, se pasó la mano por la cara en un acto de fatiga. Lo meditó, realmente tenía pensado confesarle su condición a su mejor amigo, a su hermano, a fin de cuentas, ya sus padres lo sospechaban. El único que no se atrevía a pensar nada mal de él, que no veía ninguno de sus defectos, sino que siempre alababa sus virtudes, era Leo. — ¿Y bien? –insistió. — Soy gay. Soltó así sin más, sin abrebocas, directo al grano y con el potente poder de un meteorito capaz de infartar a cualquiera con sólo saber que está por caerle encima. Como cuando estás jugando los Sims 3 y le cae un meteorito a tu personaje que está tranquilamente leyendo en el patio y te lo pulveriza, bueno, justo así. O mejor, como cuando vas pasando por la entrada de tu edificio, pues debes ir a clases y de pronto te lanzan un balde con agua fría y asquerosa porque es carnaval, pues algo así. ¿No lo has vivido en tu país?, pues entonces no sabes lo que es la vida; ven a Venezuela en carnavales y no te lo pierdas. El hecho no fue que Leo casi se infarta, su cerebro no lograba asimilar la noticia pero eso no era lo que le preocupaba. Los padres de su mejor amigo eran en extremo religiosos, eso era lo que tan mortificado lo había puesto hasta el punto de encerrarse en una impenetrable burbuja que no logró más que hacer sentir mal a Anthony. — Lo siento –musitó. — ¡No pero qué!, Anthony, no digas que lo sientes –le espetó-. Es tu preferencia s****l, vamos, no hablamos de que seas un parásito letal ni mucho menos. — Por si las dudas, no me gustas –sonrió. — Creo que jamás pensaría algo así –le devolvió la sonrisa y le dio unas cuantas palmadas en el hombro-, ¿has pensado…? — ¿En mis padres? –suspiró-, todos los días. — ¿Desde cuándo lo sabes? — Desde que –dudó-… desde siempre. Nunca he logrado encontrar atractivas a las mujeres –confesó encogiéndose de hombros-. Creo que la única mujer que podría regresarme a Narnia es tu madre –bromeó. — Hey, no te quiero de padrastro –le dijo golpeando su hombro suavemente-, además que mi mamá sólo cambia mis pañales. La confesión no fue del todo tan mal como él se había imaginado. Leo lo aceptó sin más, no se distanció ni mucho menos; guardó su secreto hasta que todo se destapó. Al principio sus padres casi se infartan, pero luego simplemente lo aceptaron bajo la condición de que siempre se comportara como el hombre que era. No fue difícil para Anthony aceptar esto, de por sí no le gustaban los hombres amanerados o “plumíferos” como les llamaban, por no decir locas. Decía sentir alergia de ellos. Así pasaron los dos últimos años de bachillerato. Anthony conoció a uno que otro chico, salió con ellos y se terminó de definir; Leo por su parte, seguía en compañía de Tiffany. Al entrar en la universidad, literalmente se separaron. Anthony se fue a estudiar medicina, Tiff artes escénicas y Leo comenzó en la facultad de Derecho. En el primer año de estudios, el padre de Anthony sufrió un accidente y los dejó solos a él y su madre, por lo que se vio forzado a buscar un trabajo que le permitiera costear sus estudios y ayudarla con los gastos del hogar. Comenzó a trabajar en un bar de ambiente y, debido a que casi no tenía tiempo para ver a su mejor amigo, éste comenzó a visitarlo al bar una vez que culminaba su jornada laboral. Todos los días, después de salir de la fiscalía en donde trabajaba medio turno, Leo se pasaba por allá y se tomaba una que otra cerveza mientras charlaba un poco con su mejor amigo y ahora, sus nuevas amistades cortesía de Anthony: Maximiliano y Samantha que estudiaban con él y Camila, la novia de esta. Tiffany por su lado los conocía a todos, pero estudiaba con Camila, aunque a esta no le agradase ni un poco y como ya conocemos de ella, tampoco se daba muy mala vida por disimularlo. La relación de Leo con su amada novia se estaba quebrando; ella se había distanciado sin ninguna explicación valedera y herirlo, hacía que Camila ardiera en ira. Todos adoraban a Leonardo, no sólo porque era el amigo “hetero-flexible” del grupo, sino porque el chico realmente se hacía querer. El día había sido largo y tedioso la fiscalía. Leo estaba algo cansado y confundido por la situación actual con su novia. Llegó al bar con una pesadez en los hombros nada normal en él, ahí ya se encontraban los demás, esperando por su llegada. Una vez que arribó, ambas chicas se prendieron de sus hombros y le estamparon cada una un beso en las mejillas, él las saludó animado y se dirigió a Max. — No te saludo con un beso no te vayas a enamorar –le dijo este mientras sonreía y le tendía la mano. — Ya quisieras –rió Leo. — Querido, ¿qué ha pasado con la bruja de tu novia? –quiso saber Camila. —¡Cami! –le reprendió Samantha dándole un codazo. —¿Qué?, es una bruja –se defendió. — Seguimos igual –respondió Leo cabizbajo-, no se cansa de acusarme de estar en lugares a los que jamás he ido. De estar con mujeres que seguro sólo existen en su imaginación –suspiró exasperado-. Y ahora le ha dado por decir que soy gay. — ¿Qué? –rió Camila-, ¿no te la has querido tirar, o qué? — ¡Camila Di Salvo! –gritó Samantha con los colores en el rostro. — ¿Qué, Samantha Landers? –le desafió. — Déjala –rió Leo-, igual tiene razón. Tiffany tiene meses extraña, ya ni siquiera desea tener sexo conmigo. — Por suerte se te quitó lo de hacer el amor –dijo Max-, ya te iba a golpear en la cara si volvías a decir semejante mariconada. — Es que no te has enamorado, Maxi –se defendió Samantha. — No lo digo por ustedes dos –sonrió-, ya estoy acostumbrado a que ambas son un río de puro dulce. — ¡Qué tierno! –sonrió Cami. — Sí, por eso trato de alejarme un poco no sea que me dé diabetes. — Imbécil –le escupió. Todos rieron excepto Leo, este sólo se sonrió y Samantha lo miró pensativa. Camila le había contado algo que probablemente sería trascendental en su relación con Tiffany, pero ninguna se atrevía a confesarlo. Leo saldría devastado y, lo peor es que, si había alguien profundamente enamorado y decidido a entregar hasta la última gota de vida por la relación, era él.
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