El sonido del reloj marcando las diez se mezcla con el murmullo lejano de los monitores. El hospital comienza a vaciarse poco a poco y, aunque aún se siente la tensión en los pasillos, hay un aire de descanso flotando entre quienes terminamos turno. Me apoyo unos segundos en el casillero, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, y dejo que mis hombros se relajen. Han sido dieciséis horas intensas, de esas en las que el cansancio se te queda pegado a la piel como una segunda capa. Me cambio de ropa despacio. Sustituyo el uniforme azul por mis jeans ajustados y una blusa blanca de tirantes que cubro con una chaqueta ligera. En el reflejo del espejo noto mis ojeras, las sombras suaves bajo los ojos que ningún maquillaje puede ocultar del todo, y aun así sonrío. En mi teléfono hay un

