Sintió como una cálida lágrima se deslizaba por su mejilla, al tiempo que intentaba con todas sus fuerzas ponerse en pie, defenderse o incluso cubrir su rostro con las manos.
Pero era imposible, su cuerpo y mente estaban desconectados entre sí. Ambos parecían pertenecer a mundos diferentes, habitando otras realidades.
—¿Está llorando? ¿La puta está llorando?—se burló Alejo, la risa de Marcos escuchándose distante y casi perdida.
—No por favor—susurró Simón, sus palabras rompiéndose en cada respiro.
Un error, su error. Pronto recordó la advertencia de su amigo, jamás y bajo ningún término pedirle a un abusivo que se detenga.
Para ellos, esa era una invitación para seguir.
Las risas se hicieron más fuertes y burlonas, seguidas por murmullos que Simón no lograba diferenciar entre reales o productos de su imaginación alterada.
—Se me ocurre algo mejor para ti perra—dijo la horrible voz chillona de Alejo cerca de su rostro.
Entre siluetas sanguinolentas, el logró ver cómo aquel chico con rostro semejante al de los ratones tomo su delgado y extremadamente pálido brazo, lo colocó en el asfalto aún frío otorgándole una posición extraña, y acto seguido saltó sobre el.
Simón gritó, como pudo y medio ahogándose entre la sangre que caía de su nariz rota. Las lágrimas cayeron por sus ojos inyectados enturbiando aún más su visión, pero no lo suficiente como para evitar notar el hueso de su brazo saliendo de su posición y besando el filo de la piel.
El dolor era cegador, casi abrumador. Pero había soportado cosas peores, de lejos su mayor paliza se la había otorgado su padre cuando intentó arreglar algo y por error lo arruinó más de lo que estaba.
—Eso es perra, pero aún creo que no te dolió lo suficiente—dijo entre risas Caín
Acto seguido, el primer cazador se acercó a Simón mirándolo con asco y desdén. Se inclinó hacia adelante, sacó de su bolsillo nuevamente el pedernal y lo dejó caer sobre la manga del brazo quebrado.
Rápidamente la llama comenzó a devorar la tela a su paso, impregnando el aire con un olor a plástico. El pánico volvió a invadir el alma de Simón, pero no había nada que hacer desde su posición en el suelo con una movilidad casi nula.
De pie frente a él, rodeándolo en un semicírculo, los abusivos y violentos cazadores contemplaban la escena de su trabajo como quien contempla una obra de arte; en sus ojos la euforia y excitación parecían llamear como el fuego que devoraba la ropa de su víctima.
Los gritos desgarradores y poco audibles de Simón no tardaron en comenzar, cuando el calor se hizo insoportable y el fuego, ambiento, comenzó a devorar su piel sin objeciones ni prejuicios.
Iba a morir de una forma agonizante y dolorosa, quizás sus captores se apiadarian un poco de él, con suerte lo golpearían hasta que la oscuridad lo reclamará.
Estaba comenzando a dejar de sentir el fuego en su mano y brazo, quizás producto del avanzado fuego, cuando un milagro ocurrió.
El "Loco Beto", cruelmente llamado así por la sociedad, salió de su casa en calzoncillos, sujetando una escoba por los aires y gritando incoherencias las cuales Simón no logró comprender. Quizás su conciencia estaba comenzando a alejarse nuevamente de la realidad.
Sean cuales fueran las palabras usadas, aquellos lobos disfrazados de niños se fueron del lugar; no sin antes escupir el rostro de Simón por última vez. Una clara promesa de que ese no era el final.
Pero a él no le importaba la amenaza implícita, después de todo se había acostumbrado a vivir cada uno de sus días con miedo; lo peor de todo era saber que "El Titiritero" no había dado comienzo a ese miedo vivido a diario, solo se había convertido en un complemento de su día a día.
—Niño, llamé ambulancia—dijo el hombre a su lado mientras dejaba algo sobre su brazo insensible; las palabras saliendo de forma torpe por su boca como si intentara aprender a hablar nuevamente—Nombre, tu nombre niño.
Concluyó con dificultad el hombre, pero él le entendió a la perfección.
—Simón Días—contestó él con dificultad y dolor, haciendo uso de las pocas fuerzas que le quedaban.
Podría haber jurado que el hombre a su lado gruñó en respuesta con desagrado ante la mención de su apellido, pero la conciencia ya había abandonado su cuerpo antes de que logrará formular alguna pregunta.