Capítulo 12:

1613 Words
Cuando Simón volvió a abrir los ojos, el olor a desinfectante y alcohol colmó sus fosas nasales. Una habitación de hospital se dio cuenta unos segundos después de recorrer el lugar con la vista. Cortinas blancas que dejaban filtrar una moribunda luz del exterior, la cama era dura y rígida, había una televisión a monedas que de seguro no funcionaba, y más allá en un rincón de la habitación, sentada en una silla dormitando estaba su madre. Maria Torres, una mujer demasiado delgada, quien parecía incapaz de lograr levantar una silla, cuyo cabello rojizo algo más claro que el de Simón caía en una suave y fluida cascada sobre sus hombros. De tez pálida y rostro temeroso, incluso mientras dormía, se movió un poco inquieta en la silla antes de abrir los ojos revelando un hermoso color avellana, gemelos a los de él. —Simón—susurró su madre al notarlo despierto, su voz suave aunque denotando una clara preocupación. —Mamá, lo lamento por asustarte—susurró él en respuesta, temiendo atraer la atención de su ausente padre si hablaba en un tono más elevado. La mujer se incorporó rápida como una ráfaga de viento y se abalanzó hacia su hijo con lágrimas en los ojos. —Me diste un susto terrible, estuviste dormido todo el día—contestó la mujer, rodeando su cuello con brazos delgados. Simón agradeció aquel contacto, después de aquellos días lo necesitaba más que nunca; con fuerza devolvió el abrazo apretando el fino torso de la mujer contra sí mismo. —¡Maldita mujer aléjate de él!—gruñó la grave voz de un hombre desde la entrada de la habitación. Tanto el cuerpo del chico, como el de la mujer se tensó ante el reconocimiento; sin pensarlo dos veces ambos se separaron, como si aquellos que hacían estaba mal o fuera un comportamiento negativo. Eduardo Días entró en la habitación echando fuego de sus ojos azules; ya fuera por su robusto cuerpo imponente o el mal carácter dibujado en su cara curtida por los años, parecía absorber toda la calidez y amor que su madre emanaba de forma natural. —¡Como demonios no lo van a golpear si eres tú la que lo vuelve maricón!—gruño el hombre mientras tomaba el delicado brazo de su esposa con su enorme mano, y haciendo un simple movimiento la apartó de su hijo—¡siéntate derecho mocoso malagradecido!—dijo finalmente, su rostro a escasos centímetros del de él. Simón se incorporó como pudo en la cama, cada movimiento enviando fuertes corrientes de dolor a lo largo de su cuerpo, en especial de su brazo enyesado. Aquello fue tomado por su parte como un recordatorio de lo que significaba estar vivo, del dolor al cual debía enfrentarse a diario. —¿Qué cara crees que puse cuando me llamaron al trabajo para decirme que unos malditos mocosos te habían golpeado? Llevo diciéndome a mí mismo que eres estúpido y no maricon, intento no escuchar los malditos rumores que dicen de tí. Pero esto fué el colmo, si esos chicos te golpearon fue por un motivo y estoy seguro de saber cuál es—gruñó su padre, un lejano aroma a alcohol en su aliento delataba su desliz por las bebidas—tuviste suerte que esos chicos no te matarán ni te hicieran algo grave, pero no te saldrás tan fácil con la tuya. El cuerpo de Simón comenzó a temblar como una hoja, sintió un sudor frío deslizarse a lo largo de su columna mientras observaba el rostro furioso de su padre. Estaba aterrado, no tenía excusa posible ni arma para defenderse; se encontraba por completo indefenso ante aquella bestia monstruosa. Un golpeteo consistente sonó en la puerta, lo cual atrajo la atención de todos los presentes haciendo que su padre se apartará de él. —Hola, soy la novia de Simón ¿Puedo pasar a verlo?—dijo Emilia aún desde el marco de la puerta a la espera de una respuesta. El rostro de su padre quedó perplejo, la ira y odio siendo aplacados por el desconcierto. Pocas veces su padre no tenía la razón. —¿Su novia?—preguntó el hombre con algo más de entusiasmo en su voz, el repudio antes palpable en su tono había desaparecido. Emilia tomó eso como una invitación para entrar al lugar, saludo a su madre y luego al hombre que se hacía llamar su padre. —Lo lamento por no haberme presentado antes, quería que me conocieran en otra situación. Mi nombre es Emilia Rivarola—contestó ella con una sonrisa en su rostro—Lamento mucho lo que ocurrió con Simón, nunca quise que él arriesgara su vida para salvarme—mintió ella mientras tomaba la mano sana de él. Cada acción y movimiento premeditado, un despliegue de fachadas apuntadas para deslumbrar al señor Eduardo Días. Los ojos de este, brillaron con deleite y asombro, quizás estaba desesperado por no aceptar la verdadera naturaleza de su hijo o verdaderamente Emilia era una excelente mentirosa. Cualquiera fuera el motivo, su padre le creyó. —Es un placer conocerte Emilia—contestó su padre exponiendo una sonrisa de dientes amarillentos y gastados. —El placer es mío—mintió ella en respuesta—Disculpen pero ¿Podrían dejarme unos minutos a solas con él antes de que lleguen nuestros amigos?—pidió con ojos de cachorro mojado. —Claro que sí, no hay problema—contestó el hombre mientras comenzaba a caminar por la habitación hacia la puerta y desaparecía por el corredor. Su madre por el contrario los observó durante segundos que parecieron eternos antes de deslizarse hacia la puerta y detenerse en el lugar. —Es un placer conocerte Emilia—susurró su madre a modo de despedida, pero lo suficientemente alto como para ser escuchada antes de salir del lugar. De alguna forma y sin estar seguro de la pista, su madre se había dado cuenta de todo el show que Emilia había creado. Por algún motivo aún más extraño no se había enojado ni nada parecido, al contrario parecía ¿Feliz?. —Tu padre es un amor—dijo Emilia por lo bajo atrayendo su atención mientras se entraba en un lado de la cama frente a él. Simón bufó en respuesta ante aquel comentario sarcástico; su padre podría ser todo lo que se propusiera, pero no un “amor”. —Tu madre le dijo lo que ocurrió a la mamá de Mariano, ella se lo dijo a él a la salida de la escuela y él nos contó antes de marcharse—dijo Emilia antes de que la pregunta se formulara en la mente de Simón—¿Te duele mucho?. —Me duele si intento moverme rápido—contestó Simón observando su brazo enyesado, aún así la parte que más impresión le generaba era la palma de su mano quemada—creo que tengo todo el brazo quemado, pero no me duele. De seguro me dieron algún analgésico. Esa era la única respuesta lógica que cabía en su cabeza, eso o le habían provocado tanto daño en los músculos que había perdido la sensibilidad. Aún así lograba mover el brazo y los dedos, por lo que no estaba del todo seguro de esa última hipótesis. —Gracias por lo que hiciste hace un rato, en verdad me daba más miedo volver a casa con mi padre que enfrentarme nuevamente a Caín y Alejo—susurró Simón en respuesta. —No te preocupes, tómalo como un agradecimiento por dejarme pasar la noche en tu casa—contestó ella regalandole una cálida sonrisa. Simón extendió su mano sana para sujetar la de Emilia con fuerza, ella devolvió el apretón manteniendo la sonrisa en su rostro. —Bueno ¿pero que tenemos aquí?—dijo la voz de Víctor desde la entrada. Ambos chicos se soltaron las manos y siguieron el trayecto del recorrido de la voz. En el umbral de la entrada, se encontraban Victor con una sonrisa socarrona en su rechoncho rostro, acompañado por Mariano quien los observaba con una mirada extraña. Ambos chicos entraron en la habitación, se acercaron a la camilla con pasos rápidos, Víctor tomó asiento junto a Emilia, haciendo una especie de sándwich con las piernas de Simón. Mariano, por el contrario, permaneció de pie con los brazos cruzados sobre su pecho observandolo de forma extraña. —Si esta es tu recompensa por ser golpeado, creo que me gustaría ofrecerme como voluntaria—dijo Victor entre bromas. Simón comenzó a reír por lo bajo, hasta que notó algo que estaba mal. Una ausencia casi imposible de pasar inadvertida, faltaba Felipe. —¿Dónde está Felipe?—preguntó él. Como si alguien hubiera arrojado un balde con agua sobre ellos, el ambiente cambió por completo. El rostro de sus amigos se volvió tenso y algo sombrío. —El detective Marcus Etecher lo arrestó por asesinar a Lucia Arlois—contestó Mariano, sus azules ojos fríos y distantes. —¿Es una broma de mal gusto?—susurró él en respuesta, incapaz de concebir aquella idea. Felipe era un idiota, cobarde, manipulador y arrogante; pero no era un asesino. ¿Pero qué había de sus padres? ¿Y si ellos lo habían guiado en su camino criminal? Después de todo él era su único heredero, era lógico que aprendiera los oficios de su labor. —Al parecer, y según el detective, no es una broma—contestó Victor, sin poder mirarlo a los ojos. Una vida, al parecer Felipe había cobrado la sangre de una vida inocente en sus manos y de eso no había vuelta atrás.
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