Su mente estaba inmersa en un torbellino de pensamientos mezclado con emociones, le resultaba imposible concebir la idea de cargar con una muerte en sus manos.
Ni las duras palabras utilizadas por el detective, ni la revelación de las fotos del cuerpo medio desnudo, inerte y moreteado en ciertas partes lograba hacerlo caer en aquella frívola realidad.
—Felipe, solo tú puedes salvarte. Por favor explicame ¿Cómo llegó a obtener Lucía Arlois tu campera?—dijo Marcus sentado tras el escritorio en la pequeña sala de interrogatorios, si es que así se lo podía llamar.
Parecía más bien un comedor que dejó de utilizarse como tal para pasar a cumplir la función de "almacenamiento" y ahora intentaba convertirse en sala de interrogatorios. No era su culpa, el pueblo era demasiado soso y aburrido como para necesitar una sala de interrogatorios real, los robos de objetos simples como escaleras o bicicletas eran lo más atrevido que podría llegar a ocurrir.
Pero un asesinato acababa de suceder, y el pueblo necesitaba regodearse en el morbo que generaba aquel cruel allazgo. Después de todo, en los pueblos chicos el infierno es grande.
—Vamos Felipe, eres un chico listo. Ayúdanos y te ayudaremos—volvió a decir el detective.
Mentiras, si comenzaba a hablar solo se hundiría más en la mierda.
Había cometido un error crucial del cual se arrepentía, pero no en su totalidad. En cierta forma, su conciencia estaba agradecida por haber sido expuesto ante la ley y suplicaba ser juzgado por aquella muerte, aún cuando no era el responsable directo.
—Yo no fuí—dijo por primera vez el chico, ocupando el lugar frente al detective, con la mirada fría clavada en él.
—Bien si no fuiste tú, dinos quién fue el responsable—volvió a presionar el hombre.
Felipe le contestó con una sonrisa socarrona en su rostro. Aquel hombre estaba demente si creía que delataría a un m*****o de la organización de su padre, no importaba que fuera el hijo del jefe, la mera idea de las consecuencias que acarrearía con sigo serían atroces; sin mencionar a su padre, quien no dudaría en hacerle lo que le hacen a las "ratas delatoras", como los suele llamar.
La paciencia comenzaba a desaparecer del rostro del detective, al tiempo que algo vil y oscuro comenzaba a emerger.
El hombre fatigado por el cansancio se puso de pie con la vista fija en él, se inclinó hacia adelante y entre abrió la boca para dejar salir las palabras.
—Tu...—fue lo único que logró decir antes de que la puerta del lugar se abriera de manera repentina y brusca.
Un policía joven, de aspecto temeroso y sudoroso entró en la habitación, con la clara expresión de acabar de ver al propio diablo.
—Detective, por orden directa del comisario Felipe Barrenechea queda en libertad, también me dijo que se debe borrar del historial cualquier mención de su presencia en el día de hoy—recito el aterrado policía de forma casi robótica.
Felipe no esperó a que nadie le diera la despedida, poniéndose de pie y regalándole una última sonrisa, se puso de pie y salió de la habitación.
Un poco más tranquilo caminó por el pasillo ancho que conectaba las diferentes oficinas del lugar con las celdas y la entrada principal. Al pasar junto a una de esas habitaciones, el pomo de la puerta rotó y la puerta se abrió.
Del lugar emergió la figura del comisario quien estrechaba con fuerza y entusiasmo la mano de un hombre. La de su padre vistiendo su traje n***o de costumbre.
—Bueno señor Barrenechea, fue un placer verlo el día de hoy—dijo finalmente el comisario.
—El placer es todo mío, ahora sí me disculpa debo ir a casa con mi hijo. Que tenga buen día—contestó su padre de forma pulcra, pero con un deje de frialdad en su voz.
Pasó junto a su hijo sin emitir palabra alguna, esa fue toda la advertencia que Felipe necesito para seguir su camino.
Su padre caminó con la espalda rígida y el mentón recto hasta el auto, sin mirar a sus espaldas para cerciorarse de que su hijo le seguía el paso, se deslizó en su lugar como conductor.
En el preciso instante que ocupó su lugar de acompañante y giró su rostro en dirección a su padre, se encontró con los oscuros ojos de este repletos de ira y reproche.
—Un trabajo, un maldito y estúpido trabajo, tan fácil que un idiota podría hacerlo—gruño su padre, no había calidez o amor en su tono. Solo asco e ira.
—No fue mi culpa, yo no sabía...—comenzó a decir Felipe, pero rápidamente fue callado por una fuerte cachetada estampada en su mejilla derecha.
El impacto fue fuerte, acompañado por un resonante sonido y seguido por un creciente ardor en su mejilla.
—No quiero oír tus excusas, quiero que asumas tu culpa y me expliques con claridad la situación—dijo su padre volviendo la vista enfrente y encendiendo el auto.
—Hice lo que me pediste, la lleve de la escuela a la fábrica abandonada. Ahí la até contra una de las paredes como se me indicó, pero cuando me estaba yendo dijo que tenía frío. Yo creí que solo la secuestrarían por un tiempo, hasta que su padre cediera y pagara su deuda; por eso le di mi campera, no quería que pase frío el tiempo que estuviera esperando que alguien la fuera a buscar—explicó Felipe, sus ojos fijos en su padre. A la espera de alguna emoción en su rostro.
Pero el hombre no emitió sonido alguno, se limitó a avanzar por las calles a toda velocidad.
—No dije nada, como tú me dijiste—dijo Felipe orgulloso.
—¿Acaso crees que no lo sé? Si hubieras abierto la boca, en estos momentos estarías ocupando un lugar en la morgue junto a Lucía Arlois—contestó con frialdad su padre sin apartar la vista del camino.
El corazón de Felipe se estrujó y apretó ante aquella amenaza liberada de forma tan tranquila, sin tapujos ni rodeos.
Aquel niño de ojos vidriosos al borde de las lágrimas, sabía qué batallas pelear para salir victorioso y estaba seguro que ninguna de esas batallas era contra su padre; por este motivo mantuvo la boca cerrada durante el resto del camino, asemejándose más a una estatua o entidad errante que a un muchacho de trece años.
Cuando por fin el auto se detuvo en la entrada de su bellísima casa, Felipe no dudó ni un instante en estirar la mano para abrir la puerta, estaba desesperado por escapar de su padre.
Pero el hombre de traje n***o y ojos aún más oscuros, detuvo su acción en medio del hecho.
—Por tu bien y el de esta familia, mantenerlas la boca cerrada, no le darás explicaciones a nadie, que todos crean que tú la asesinaste así aprendes de una maldita vez a no cometer errores.—dijo su padre, las palabras sonando frívolas y amenazantes, asemejándose al siseo de una serpiente—Una cosa más Felipe, no quiero que vuelvas a mostrar debilidad nunca más, si lo haces solo traerás problemas. Nadie sigue a los débiles, a ellos el mundo se encarga de devorarlos—concluyó finalmente su padre, sus ojos tan oscuros como la noche parecían absorber toda la luz tenue y moribunda que los rodeaba.
Felipe asintió en respuesta y giró su cuerpo para bajar del vehículo, pero quizás fueron las palabras de su padre las que le dieron el valor suficiente para enfrentarse y hacer aquella pregunta que ameritaba de respuesta.
—Padre, ayer encontré un juego en un estante de la sala, se llama "El Titiritero" ¿Lo conoces?—se atrevió a decir el chico, sus palabras intentando sonar iguales a las de su padre.
El cuerpo del hombre se tensó al escuchar aquel nombre, incluso el niño podría jurar haber visto temblar sus manos. Pero todo eso duró una fracción de segundos, antes de volver a adoptar su habitual postura.
—No, no sé de qué hablas—contestó su padre, pero las palabras salieron con un leve temblor de voz.
La reacción de su padre impactó al chico como jamás lo habría imaginado. Pocas cosas asustaban a su padre, el hombre era capaz de cometer o presenciar actos atroces sin pestañear, pero la mera mención del juego lo afectó de una forma que nunca había visto.
—Bueno, es que lo jugamos—agregó Felipe, mirando de frente a su padre.
Los oscuros ojos del hombre brillaron de pánico y terror, su boca se entreabrió para dejar salir palabras quebradas.
—¿Lo jugaron?—preguntó su padre incrédulo.
—Si, nos pinchamos el dedo con la aguja y todo—contesto Felipe, adoptando una postura firme, frente a su padre aterrado.
El hombre tragó duro, los observó durante largos segundos antes de volver la vista hacia el frente y pasar una mano por su cabello oscuro, cambiando por completo su actitud temeraria.
—No se a que te refieres—contestó el hombre con frialdad y mirada distante, antes de bajar del auto y caminar hacia la casa, dejando a Felipe ahogándose en un mar de preguntas.
No lo iba a engañar, las palabras que soltó Felipe lo afectaron, y no había máscara alguna que logrará ocultarlo.
El descubriría la verdad detrás de todo, no le importaba pagar cualquier costo, pero se negaba a vivir con la carga de otra muerte en sus manos.