—¿Entonces ahora tiene un brazo robótico?—preguntó con entusiasmo la niña de cabellos dorados y ojos de un azul tan vivido como el mar.
—No Margarita, ya te lo dije más de veinte veces—contestó Mariano exasperado a su hermana menor.
La niña sentada en la mesa frente a él, respondió exponiendo su lengua. El no contestó y se limitó a seguir devorando el desayuno antes de partir a la escuela.
—¿Puedo firmarle el yeso?—preguntó Elena, cuyo nacimiento estaba entre el de Mariano y Margarita. Su aspecto era similar al de sus hermanos, que a su vez eran la representación de su madre.
El chico elevó sus ojos y respiró con fuerza para resaltar su exasperación, sin embargo, esto nunca lograba desmotivar a sus hermanas.
—Yo también quiero firmar su sello, le haré un corazón—dijo la más pequeña de las niñas. Poco más que una infante, lograba llegar a la mesa ayudada por un mullido almohadón.
Mariano no pudo evitar sonreír ante la palabra errónea de Magnolia. Aunque jamás lo admitiría en voz alta, amaba a sus hermanas más que a nada en el mundo.
—Se dice yeso, y si quieres firmarlo deben preguntarle a él, después de todo será él quien cargue sus horrorosos dibujos—contestó él en tono de burla.
Las niñas ignoraron el insulto implícito en sus palabras y comenzaron a planear cómo lograrían convencer a Simón para que las dejara dibujar el yeso.
El chico no pudo evitar pensar en su amigo y la situación que estaba pasando, ya sabía que el séquito de idiotas liderado por Caín lo acosaban, al igual que a él y el resto de "bichos raros", como ellos solían llamarlos.
Pero al parecer, su amigo había minimizado la situación; conociendo a Simón, lo había hecho con el fin de no preocupar a nadie.
—Creo que se le verá guapo—dijo entre risitas Elena, a lo que sus hermanas respondieron con más risitas nerviosas y traviesas.
Eso fue todo lo que Mariano necesito para marcharse.
—Me voy a la escuela, nos vemos luego del almuerzo—dijo él poniéndose de pie, tomó su mochila colgada en el respaldo de la destartalada silla y caminó hacia la entrada, la cual estaba a escasos metros de ellos.
La casa de la familia Collins era pequeña y vieja, los muebles estaban gastados por el paso de los años al igual que la ropa de sus integrantes. Tanto Mariano, como Elena y Margarita, compartían la habitación; mientras que los padres, Olivia Parkin y Roberto Collins, la compartían con la más pequeña de sus hijos, Magnolia.
Los padres trabajaban todo el día, desde el amanecer hasta la puesta del sol, para lograr llevar a duras penas un plato de comida a la mesa; sin embargo, el amor y la alegría exacerbaba cada rincón de la casa.
—¡Trae a Simón!—gritaron a coro las tres niñas, a lo que él frunció el ceño en respuesta antes de salir cojeando por la entrada.
La pierna no le dolía, pero sí era un inconveniente a la hora de moverse. Cuando sus padres se enteraron del incidente, quedaron atónitos y perplejos por la buena predisposición de Felipe para pagar los gastos, era sabido que aquel chico era como un dragón cuando se trataba de dinero, quizás fué por este motivo que ellos le insistieron en regresarle lo gastado cuando aquel delgado chico de ojos verdosos lo escoltó hasta la puerta de la casa en contra de sus objeciones. Sin embargo, y para mayor sorpresa de todos, el declino la oferta de forma amable antes de marcharse.
«Un asesino» se recordó a sí mismo mientras caminaba de forma forzosa rumbo a la escuela.
Le resultaba muy difícil concebir aquella idea, después de todo era Felipe quien había arriesgado su propia vida para salvarlo de el Titiritero.
Sumido en sus pensamientos y absorto de la realidad, Mariano atravesó las cuadras y calles rumbo a la escuela. Las ideas lograban de forma repentina desde el incidente con Simón que podría haber pasado a mayores, el presunto asesinato cometido por Felipe, la sombre aterradora de el Titiritero, y la imagen de Simón tomando la mano de Emilia.
El no lograba entender cómo aquel simple gesto lograba posicionarse entre los problemas reales que atormentaban su mente, sin embargo allí estaba, brillando como una estrella en un cielo completamente oscuro.
—¡Mariano!—grito la profunda voz de Simón unos metros detrás de él.
Cuando percibió el mundo real a su alrededor, notó que había caminado hacia la escuela de forma mecánica y estaba a media cuadra de llegar a su destino.
Girando su torso con suavidad se encontró las sonrientes figuras de su mejor amigo junto a Emilia.
«¿Desde cuándo vienen juntos a la escuela?» se preguntó a sí mismo frunciendo un poco el ceño.
—Hola chicos ¿Cómo estás Simón?—preguntó él fingiendo una sonrisa en su rostro, sin entender bien porqué debía hacerlo.
—Estoy mejor, ya no me duele tanto—contestó Simón aproximándose mientras observaba su brazo—¿Tú cómo estás?—preguntó él llegando a su lado pero sin detenerse, ahora los tres retomaban su camino juntos hacia la escuela.
«Aterrado, confundido, ansioso, intrigado, adolorido, cansado» comenzó a pensar Mariano, sabiendo que no diría ninguna de esas palabras.
—Estoy mejor, ya casi no me duele—mintió él antes de guardar silencio.
Durante el trayecto que los separaba de la entrada a la escuela, los tres chicos permanecieron en completo silencio, observando el ajetreado movimiento de estudiantes que ingresaban al lugar con pasos veloces al mismo tiempo que otros salían.
—¿Quieres venir a mi casa a la salida de la escuela? Mis hermanas quieren firmar tu yeso, puedes venir si quieres Emilia. A menos que tengan planes como novios—dijo Mariano antes de entender las palabras que salían de su boca.
Al instante se arrepintió de haberlo dicho, pero no podía hacer otra cosa más que mirar los ojos de su amigo a la espera de una respuesta.
Los ojos de Simón se expandieron y rápido como un rayo giró su rostro hacia Emilia quien hacía acopio de su expresión, solo un instante bastó para que sus miradas se encontrarán y explotarán en risas estrepitosas.
Mariano frunció los hombros sintiéndose algo cohibido por la actitud de ellos, quizás aún no querían anunciar su noviazgo o la forma en la que preguntó estuvo mal. Pero cuando las risas se tranquilizarla y la atención de Simón volvió a centrarse en él, una tranquilidad embriagadora lo aturdió.
—No somos novios, nos encontramos en la biblioteca y logramos dejar a un lado nuestras estúpidas diferencias para descubrir que teníamos más en común de lo que sospechamos. Si quieres decirlo así, creo que somos algo así como almas gemelas destinadas a encontrarse pero no en una forma romántica—dijo finalmente Simón con una tranquila sonrisa en su rostro pecoso, lo cual solo sirvió para exaltarlas.
Mariano lo entendió y por algún motivo esto lo tranquilizó, sin embargo no pudo sentir algo de celos.
Sabía de la situación en la casa de su amigo, los abusos de alcohol excesivos de su padre seguido de los golpes hacia él y su madre; poco sabía de la situación en la casa de Emilia más allá de que su madre solía prostituirse por drogas o dinero.
De inmediato se sintió un completo imbécil por sentir celos de ellos, aún así no lo pudo evitar.
—Creo que nos gustaría ir a tu casa Mariano, claro, si no te molesta—dijo Emilia con una sonrisa radiante.
Mariano sonrió en respuesta y se preparó para agregar algún comentario gracioso, con la intención de aligerar un poco más el ambiente. Pero la ronca voz de alguien que conocía, hizo tensar a los tres chicos.
—¡Antorcha hoy no te vas a salvar!—grito Caín acercándose a toda velocidad hacia ellos con una sonrisa cargada de maldad y perversión.