El mundo pareció inclinarse bajo mis pies.
Por un segundo creí que no había escuchado bien. Que mi mente, rota como estaba, había inventado esas palabras. Pero él seguía allí, erguido, frío, implacable.
—¿Qué…? —mi voz se quebró— ¿Casarnos?
Davide no parpadeó.
—Sí —confirmó—. Y no voy a repetirlo.
Las palabras cayeron como plomo en la habitación. Sentí un tirón en el pecho, como si el aire me hubiese sido arrebatado a la fuerza.
Yo abrí la boca para hablar… pero no salió sonido alguno.
Él sí continuó, con la misma clemencia que tendría un juez al leer una sentencia ya firmada.
—Es la única forma de que tu hija no termine en uno de los tugurios esos… esos lugares que llaman albergue para niños —su voz no subió ni bajó—. Y la única forma de que tú no desaparezcas de su vida… Digo, que no vuelvas a desaparecer, aunque no creo que sufras mucho si sucede.
Lo odié. Mucho más. ¿Cómo puede asegurar lo que desconoce?
Pero por encima de eso lo entendí. No era una oferta, no No era un rescate, tampoco una oportunidad.
Esa idea del matrimonio… La boda no era un acto de protección. Era un movimiento estratégico, una cadena envuelta en flores marchitas.
Él me sostuvo la mirada como quien supervisa una jaula recién cerrada.
Y yo supe —de la forma más cruda y absoluta— que ese sería el comienzo de mi siguiente infierno.
—¿Qué… qué quieres decir con que… con que nos vamos a casar? —logré balbucear.
Aunque estaba de más la pregunta, necesitaba escucharlo. Era demasiado lo que exigía.
Su expresión no se movió ni un milímetro.
—Exactamente eso. En dos días el trámite estará hecho.
Mi corazón se disparó. No a un ritmo acelerado… sino a uno enfermo, tambaleante, como si quisiera escaparse de mi pecho.
—Davide, yo… yo no… yo no puedo… —mi lengua se trabó intentando encontrar palabras que no existían—. Esto no tiene sentido. No estamos juntos. No somos nada.
Su mirada descendió por mí como un cuchillo helado.
—No necesitamos ser nada —sentenció—. Solo necesito que seas funcional, y obediente… además, eres la última mujer con la que consideraría casarme por algo distinto al negocio que representas.
Me estremecí. Sentí un ardor en la garganta, una mezcla de rabia, miedo y vergüenza.
La palabra obediente y negocio se clavó en mí como una aguja fría.
Retrocedí un paso sin quererlo. No porque él se hubiera movido… sino porque la presencia de Davide avanzaba sin necesidad de moverse.
Era así. Él podía intimidar sin levantar la voz. Sin tocar. Sin amenazar abiertamente.
Su control no dependía de volumen ni fuerza. Dependía de la influencia de sus palabras, de la certeza con la que hablaba, de la forma en que ocupaba un espacio, y te obligaba a cederlo.
—No… no puedes obligarme —murmuré, sabiendo que era una mentira débil incluso antes de pronunciarla.
Sus cejas se alzaron apenas, como si le hubiera hecho gracia.
—Puedo. Y lo haré.
Algo dentro de mí crujió. Esa parte que creía más fuerte… un pedazo que aún creía que podía tener control sobre algo.
—No tienes derecho —dije, con un temblor que no logré ocultar.
—Tengo todos los derechos que tú no tienes —respondió con hielo—. Y tengo lo más importante: una razón legal para entrar en tu vida sin que esa estúpida funcionaria cuestione mis intenciones.
Luego añadió, como quien añade sal sobre una herida abierta:
—Tú no tienes nada. Ni estabilidad, ni reputación, ni familia. Ni siquiera una vivienda a tu nombre. El único recurso que te queda soy yo… y lo sabes.
Lily se movió en la cama, solté un pequeño quejido ahogado por el silencio opresivo.
Giré hacia ella de forma instintiva, protectora.
Davide me miró.
—Por eso mismo —dijo—. La niña no puede depender de una mujer que se desploma cada vez que respira. Y menos de una que el Estado ya considera inestable.
Mi pecho ardió. Las palabras me golpearon con la sutileza de un martillazo.
—No soy inestable —susurré, consciente de lo poco convincente que sonaba con el llanto apretado en la voz.
—Estás rota —corrigió él sin parpadear—. Y eso te hace un riesgo.
Mi estómago se hundió.
—No soy un riesgo para mi hija…
—Demuéstralo —me cortó, acercándose otro paso—. Avellos…para mí eres una fracasada por el simple hecho de ser hija de ese malnacido Demuéstrame que puedes contribuir a mis planes… y entonces ahí pudiera considerar dejarte ir..
Ahí estaba. La verdad sin disfraz.
Para sus planes, para su poder, para su control.
No para nosotras.
—No quiero casarme contigo —dije con un hilo de voz que pretendía valentía y sonaba como súplica.
—No tienes opción —sentenció él.
Yo tragué saliva con dificultad.
—Esto no es justo…
Davide inclinó la cabeza con burla indescifrable.
—La justicia es un concepto inventado para consolar a los débiles —susurró—. Y tú no estás en posición de exigirla.
Algo caliente me subió a los ojos. No quise llorar, no delante de él. Me negaba a darle ese triunfo.
Me giré hacia la ventana, respiré profundo, intenté recomponerme. Pero mi voz salió despedazada:
—¿Y si me niego?
Sentí su respuesta antes de oírla. Como una sombra cayendo sobre mí.
—Si te niegas —dijo con una tranquilidad monstruosa—, mañana mismo la funcionaria pedirá la intervención de sus colaboradores. Y tú… perderás a tu hija, de forma permanente.
Un escalofrío me recorrió por completo.
—No… —mi voz se quebró—. No puedes hacer eso…
—En eso tienes razón, no tengo que hacerlo —respondió—. Solo tengo que dejar que ocurra.
Mi respiración se cortó, pude comprobar que ahí estaba el infierno. Clarísimo, perfecto, inevitable, y mi cuerpo… lo entendió antes que mi mente.
Entendió que yo no tenía ninguna carta. Que estaba acorralada, que él había calculado cada paso antes de que yo diera el mío.
Davide dio un paso más, reduciendo la distancia. Era mínimo, pero sentí como si el aire alrededor de mí se hubiera comprimido.
—Mírame —ordenó.
Tardé. No por rebeldía, sino por miedo. Pero lo hice.
Sus ojos no mostraban emoción. No había afecto, ni preocupación, ni odio siquiera.
Había decisión. Una que no necesitaba mi consentimiento.
—Te casarás conmigo porque es lo que conviene —dijo—. Porque garantiza que la niña siga contigo, y porque me permite a mí tomar control de lo que necesito.
Me quedé muda.
Él jamás usó un “quiero”. Jamás dijo “me importas”. Ni siquiera un “lo hago por la niña”.
Su frialdad era tan absoluta… tan matemática… que hacía que mis pies temblaran sin moverlos.
—No estoy pidiéndote tu opinión —añadió—. Solo te estoy informando lo que va a pasar.
Mi estómago dio un vuelco.
—Eres… eres un monstruo —susurré.
Davide no reaccionó. Ni un músculo.
—Monstruoso —dijo— es permitir que esa funcionaria tome decisiones sobre tu hija y sobre las propiedades de tu padre. Yo estoy resolviendo un problema.
Sus palabras eran como hielo derramándose por mi columna.
—Pero si te sirve de consuelo —añadió, con una frialdad que helaba la sangre—, ser mi esposa no será tan terrible… siempre que hagas exactamente lo que yo diga.
Mi corazón se detuvo.
—Tengo miedo —dije al fin, sin aire, sin fuerza, sin orgullo.
Él me miró como si hubiera dicho algo irrelevante.
—El miedo es útil —respondió, serio—. Te mantiene en tu sitio.
Y ahí sí lloré. No a gritos. No patéticamente. Lloré en silencio, con la cabeza baja, intentando que las lágrimas no tocaran el suelo.
Davide no se acercó. No se conmovió. No trató de detenerlas.
Solo las observó, como quien evalúa un detalle más de una máquina.
—Preparate mentalmente —ordenó—. Mañana iremos a firmar los trámites preliminares.
—Davide, por favor…
—No hay nada que negociar.
Yo apreté las manos. No sabía si era para no caerme o para no golpearlo.
Él dio media vuelta sin esperar respuesta, como si mi aprobación no existiera.
Antes de salir, se detuvo en la puerta.
Ni siquiera se giró hacia mí.
—Para que quede claro —dijo con voz baja—. Esto no es amor. No es un acuerdo. Y no es una familia. Es un contrato. Y tú… eres la única parte reemplazable.
Luego salió, y el sonido de la puerta cerrándose fue el latido final de mi libertad.
Me desplomé sobre la cama, abrazando a Lily. Mi llanto cayó sobre su manta suave, y ella, medio dormida, me tocó la mejilla con una mano pequeña.
Mi hija. Mi única luz. Mi única batalla. Mi respiración tembló con un pensamiento que me rasgó por dentro:
«¿Qué clase de infierno voy a entregarle a mi hija al permitir que él sea parte de nuestra vida?», pregunté en mi mente.
Pero otro pensamiento, más oscuro, más cruel… se impuso:
«¿Qué clase de infierno caerá sobre nosotras si intento resistirme?».
El silencio respondió por mí. Era un silencio que tenía el nombre de Davide, y ese silencio… sería mi nueva vida.