Epílogo

1018 Words
El infierno. Los pasos apresurados resonaron en la basta luz de los pasillos hacia el gran salón de los dioses del Caos. El mayor, llamado Khorne se levantó de su trono y le preguntó a su sirviente a qué se debía semejante alboroto en el salón. —Mi lord. Discúlpeme, pero han traído a mí el mensajero un aviso urgente. —el sirviente se acercó al dios y entregó el mensaje. En sus manos había un pedazo de papel que rezaba solo una palabra. Hudes Arrugó el papel y lo aventó al otro lado del salón. La ira brotando desde su interior. Le había advertido a su hermano menor que tuviera cuidado, lo había ayudado a llegar a ella para poder controlarla, después de todo era la princesa de su hermano. Cada hermano tenía una, y la de su hermano había sido nada más y menos que un Hude, lo cual era una amenaza. Y no podía pasar desapercibido el hecho de que su existencia misma, estaba en riesgo. Las hudes, eran mortíferas, su poder lograba doblegar a cualquiera y podría quitarle su trono como el Dios del Caos, el más poderoso de sus hermanos. También atentaban con el orden del mundo, tanto en la tierra como en los cielos y el infierno. Ya que eran seres creados por la unión de un ángel y un demonio. Cuando se despertaba su poder, era infinito. Y no eran tan racionales como otros seres poderosos. Se dejaban llevar por los sentimientos, eran seres inestables y con un chasquido de dedos podrían hacer llorar sangre a millones. Eso es el por qué fueron prohibidas las uniones de ambos reinos y asesinado a las hudes. Fue una catástrofe en ese entonces, separados por el odio de ser enemigos, nunca iban a querer acercarse los ángeles a los demonios y si lo hacían eran solo para matarse entre ellos. Fue así como se logró evitar millones de muertes en el futuro. Pero ahora había no solo una, si no dos Hudes, que atentaban con todos los reinos. —Diles a mis hermanos que se convoca una junta de emergencia. —bramó con voz trémula. Sus manos comenzaron a temblar, pero las cerró en un puño para evitar que fueran vistas por el sirviente. Pero algo era evidente, su aflicción por lo que estaba por suceder. Si el poder de las hudes había sido liberado, entonces solo se enfrentaban a una guerra sin precedentes y no había forma de que asegurara salir vivo. El cielo El ave dejó el mensaje sobre la mano del ángel guardián. Este entró con apresuro y entregó la carta a su corresponsal. —Señor, han enviado esto. —el arcángel la tomó, se levantó de su silla y caminó con sus alas blancas y fuertes que arrastraban casi el suelo, pero no llegaban a tocarle, nunca estaban sucias, la majestuosidad de su existencia era poderosa e irradiaba ímpetu. Era un guerrero que siempre ganaba las batallas que lideraba. Sus soldados, le admiraban y elogiaban por tan presente ser y pulcro. Se sentían seguros cada vez que iban a batalla con el guerrero más poderoso de todos. Sus manos sacaron la tarjeta que llevaba el sobre y murmuró algo inaudible. —¡Soldado! —gritó con voz fuerte. El ángel guardián que le había entregado el sobre hace unos minutos, estaba en la puerta. —Si, señor. El ángel que lo había llamado aun miraba a las afueras. El cielo era un lugar lleno de paz y claridad, todo era hermoso en él. Las flores estaban comenzando a florecer, la luz era perfecta para el día que él creía perfecto, fue oscurecido por una sola palabra. Una que nunca pensó volver a leer o escuchar. Se suponía que todas las Hudes, había sido eliminadas. No quedaba ninguna. Entonces recordó de aquellas mellizas, unas que él mismo iba a quitarles la vida, pero fue intervenido por el mensajero. Las Moiras ya les había dado un destino. Una fue enviada al infierno y la otra al mundo de los mortales. Donde iban a permanecer separadas y concluido su vida a cierta edad, como las Moiras habían planeado. Pero ahora que lo pensaba, no había escuchado sobre la muerte de ninguna de ellas. Entonces, lo supo. Ellas vivían. Y ahora estaban haciendo un caos en la tierra de los mortales. Eso contraería muchas consecuencias en todos los reinos. Y era su deber ir a limpiarlo. Porque estaba seguro de que la guerra había comenzado. —Convoca a una junta con todos los soldados y los guerreros. —Si, señor. —pero el soldado no se movió. —Disculpe, señor. ¿sucede algo? No hemos convocado a todos los soldados y guerreros en mucho tiempo, desde aquella batalla con los demonios. El arcángel guerrero se giró sobre sus talones y sus ojos azules perforaron los del soldado por su imprudencia de hacer preguntas. Su mandíbula se tensó. —Podría enviarte al calabozo por las insolentes palabras que me has dirigido. Soy un arcángel guerrero, no un soldado como tú. —sus voz gruesa y vehemente autoritaria, hizo estremecer al soldado. —Lo siento, mi señor. Perdone mi atrevimiento. —bajó la cabeza. —Convocaré la junta. Haré sonar la trompeta. —Soldado —soltó cuando este ya se iba, el soldado se irguió de miedo y el ángel guerrero sonrió. Todos le temían, su arrogancia por su poder le hizo sentirse mejor. —¿Si, señor? —se giró lentamente el soldado. Esperando ser castigado por sus palabras hace un momento. —La respuesta es sí, a tu pregunta. —espeta. —Estamos en guerra. —se giró de nuevo hacia la vista agradable, pronto esa vista iba ser más que muertes y más muertes. —Puedes irte. El soldado con miedo y atontado por las palabras que había escuchado del arcángel guerrero, salió corriendo. Porque el mensaje tenía que ser llevado a todos. Tomó la trompeta en sus manos y contuvo la respiración para hacerla sonar por todos los rincones del cielo. La trompeta que avisaba el inicio de una guerra sin fin.
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