DESPEDIDAS
—Felicidades por tu mayoría de edad —dijo la casi anciana mujer que le entregaba una carpeta con documentos y algunas pertenencias que no sabía que tenía a esa joven rubia que tenía todas las ganas de ponerse a llorar.
—¿Felicidades? —bufó casi con molestia la rubia—. Ahora no solo soy huérfana, también indigente.
Y es que era así, ahora que debía valerse por sí misma, sin el apoyo de nadie, porque en este mundo cruel en que había sido abandonada por quién sabe quién cuando nació, su vida se pondría mucho más difícil de lo que había sido ya.
—María—susurró la mujer, poniéndose de pie y andando hasta la chica de expresión tan ruda que nadie adivinaba lo mucho que le dolía la situación que enfrentaba—. Dios proveerá —dijo ella y la joven de ojos verdes sonrió con sorna.
Estaba en un orfanato católico, era claro que Dios era la respuesta a todas las dificultades, pero no podía fiarse en que él la respaldaría siempre, no con la suerte que se cargaba. Y es que, ¿qué clase de suerte puede tener alguien que fue abandonada a las pocas horas de nacida? Claro que ninguna, y ella lo sabía.
» La casa de asistencia está llena de personas buenas —aseguró la directora del orfanato—, eres hermosa e inteligente, eso te dará puntos al momento de buscar un empleo. Estoy segura de que te va a ir bien, vas a encontrar un buen empleo y pronto tendrás tu propio hogar; así que no te preocupes demasiado... Dios proveerá.
La rubia empuñó las manos, mientras dudaba de todo lo que esa sonriente mujer decía, pero no podía hacer otra cosa más que aceptar lo que ella le daba: palabras de aliento y buenos deseos.
» Además —continuó hablando la religiosa—, no importa lo que pase, siempre podrás volver acá. Una maestra como tú es lo mejor que le puede pasar a los pequeños.
—Gracias —dijo la chica rubia de ojos verdes, e inhaló hondo para calmar su revolución interna.
Necesitaba que sus ganas de tirarse de un puente desaparecieran, porque justo había un puente antes de llegar a la casa de asistencia en donde ahora la acogerían.
*
—¿Y no te dijo nada? —preguntó exaltado una mujer rubia, llorando desesperada—, ¿no mencionó nada de ella?
—No dijo nada —aseguró Jacobo conteniendo a esa mujer de hermosos ojos verdes.
—Jacobo, ella debió decirte algo —insistió la rubia, deteniendo el paso de un hombre que deseaba que esa chica lo dejara en paz—, prometió que me diría donde estaba cuando ella cumpliera la mayoría de edad, hoy sucede eso… Ella no puede haberlo callado… No puede habérselo llevado a la tumba…
—¡Karina! —gritó Jacobo, entre furioso y frustrado. Él acababa de ver morir a su esposa y esa mujer solo se interesaba por idioteces—. No dijo nada, así que solo olvídalo.
—¿Olvidarlo? —preguntó con incredulidad la mencionada—. Se trata de mi hija, ¿cómo se supone que solo lo olvide?
—Como puedas —espetó Jacobo furioso. Karina solía sacarlo de sus casillas, aunque no tanto como Valentino, su otro sobrino—. Lilia está muerta, se terminó.
—Pues ojalá se pudra en el infierno, maldita bruja —farfulló Karina con el rostro hecho un asco.
La única persona que sabía del paradero de lo que ella más deseaba tener, acababa de dejar el mundo sin revelarle a la rubia de ojos verdes algo que por dieciocho años le suplicó por saber.