La luz de la mañana filtraba su resplandor pálido entre los barrotes de la ventana de la celda donde Elizabeth Bass yacía, sentada contra la pared, los ojos enrojecidos y los dedos ensangrentados. Había pasado la noche intentando abrir la puerta con desesperación, arañando la madera hasta que las uñas se le partieron, una a una, dejando líneas rojas y marcas dolorosas como prueba de su angustia. Cada rasguño había sido una súplica muda, cada grito ahogado, un clamor por justicia. Pero la puerta no cedía, y el silencio tras morir su voz era su única respuesta.
Esa mañana, escuchó un sonido que no esperaba. Una cadena, un forcejeo, una voz conocida. Fue solo un segundo… y luego, el golpe.
—¡June! —gritó Lizzie, arrastrándose hacia la puerta.
Nadie respondió. Pero al otro lado, en las mazmorras, June yacía inconsciente, ensangrentada, con marcas de tortura visibles en su cuerpo. Había vuelto en la madrugada, tal como había prometido, pero fue recibida por la Srta. Fonti, la arrogante criada que revoloteaba como un insecto obediente cerca del conde Usher. Fonti la delató de inmediato, y el conde, con una sonrisa tranquila y la camisa impecable, la interrogó él mismo.
—¿A quién viste? ¿Qué dijiste? ¿Quién sabe que está aquí? —preguntó una y otra vez, cada palabra seguida por un golpe o una quemadura.
La arrojaron sin más a una celda vecina a la de Lizzie, sin permitirle hablar. Solo un susurro ahogado alcanzó a escapar:
—Señorita… perdón…
Pero Lizzie no pudo contestar. No había espacio para la esperanza. Solo para el dolor.
Mientras tanto, en el despacho del duque James Webster, la atmósfera era muy distinta. La chimenea apagada dejaba una sombra helada en la sala. El duque hojeaba de nuevo la carta recibida de June, releyendo las palabras con el ceño fruncido. Su mano descansaba sobre un mapa abierto cuando lo sintió.
Una presencia.
Sin volverse, habló con naturalidad:
—Llegas tarde, Darius.
—Las sombras caminan despacio, mi señor —respondió la voz grave, surgida justo detrás de él.
Darius se adelantó, alto y vestido de n***o, como si la noche lo hubiera parido. Depositó un pequeño estuche de cuero sobre el escritorio. Dentro, había testimonios, registros y nombres.
—He seguido las pistas que me dio. La información encaja con el patrón. Mujeres jóvenes, nobles, sin parientes… desaparecen después de casarse con el conde. Además, he reunido testigos: antiguos sirvientes, médicos, incluso dos monjas que vieron cuerpos antes de ser enterrados.
—¿Y son creíbles?
—Plebeyos, en su mayoría. —Darius hizo una mueca—. El emperador los desecharía sin dudarlo.
James asintió, con fastidio contenido. Sabía que no bastaría. El conde Usher tenía la confianza del emperador y una reputación impecable entre la nobleza. Necesitaban algo más.
Darius carraspeó y extrajo un segundo documento.
—También investigué la identidad de la mujer que lo salvó en el callejón hace unos días. Su nombre es Elizabeth Bass. Vizcondesa. Última de su línea.
El duque se quedó inmóvil por un instante. Ese nombre… lo acababa de leer.
Levantó la carta y la comparó con la revelación de Darius. Su expresión —siempre imperturbable— se endureció. La mujer que lo había salvado era la misma que ahora pedía ayuda. Y lo que más le alarmó: Darius agregó con pesar:
—Perdí su rastro hace un día. Ha desaparecido.
Un silencio helado cayó en la habitación.
James se levantó de golpe, tirando la silla hacia atrás. Caminó de un lado a otro con furia contenida. Sabía que no podía enfrentarse directamente al conde sin pruebas nobles. Pero también sabía que si no actuaba ahora, podía deshonrar a su salvadora y perderla para siempre.
Darius, sereno, miró la carta y luego al duque.
—Hay una forma de romper el círculo. Si la vizcondesa ya tiene un pretendiente… uno de alto rango… el conde no podrá reclamarla legalmente. Podría ser usted.
James se detuvo.
—¿Un compromiso?
—No es necesario anunciar boda aún. Basta con que la reclame. Su título y posición harían de ella un testigo imposible de ignorar. Y le daría a usted el amparo que ahora le niegan todos.
El duque lo pensó unos segundos. Luego, sin decir palabra, tomó pluma y papel. Darius sonrió.
—¿Una invitación a tomar el té?
—Con el conde Usher —dijo James con frialdad—. Que nos reciba mañana.
Mientras Darius se preparaba para su nueva misión —rumbo a las tierras cálidas del sur, donde buscaba pistas más profundas sobre los negocios oscuros del conde—, James observó la carta recién sellada y entregada a su mensajero. Afuera, el cielo se oscurecía.
La partida había comenzado.
Solo faltaba ver quién daría el primer golpe.