“Una sorpresa muy interesante”.
Eso dijo el muy desgraciado con su acento británico y esa sonrisa ladeada que me recuerda a los villanos irresistibles de las películas. Yo sonrío de vuelta, pero en el fondo quiero golpearme la cabeza contra la puerta hasta perder la memoria.
—Sí, bueno… —me aclaro la garganta mientras mis amigas me observan como si acabara de traer a la fiesta al mismísimo James Bond—. Estábamos… celebrando.
Claudia, la policía sexy, se levanta de golpe.
—¡Sí! Celebrando la independencia femenina, los impuestos, el clima… lo que sea.
Isabella suelta un “ajá” nervioso mientras esconde detrás de su espalda el antifaz de cuero con orejas de coneja. Thiago, mi adorado traidor, levanta la copa y, como si fuera maestro de ceremonias, anuncia:
—Brindemos por la llegada de los caballeros. ¡Qué noche tan… sorprendente!
Las risas nerviosas llenan la sala. Yo quiero morirme.
Adrian frunce el ceño, confuso, mientras camina hacia la barra como si fuera lo más normal del mundo tener a treinta mujeres disfrazadas de conejita, policía y enfermera en la sala de su casa.
—¿Qué clase de fiesta es esta, mamá? —pregunta, tomando una soda.
Yo carraspeo, dispuesta a improvisar como toda mujer desesperada.
—Una… reunión cultural. Con temática.
Emiliano se ríe. Se ríe. Y maldita sea, su risa grave es como un ron caro derramándose sobre mi piel.
—¿Cultural? —dice, mirándome con descaro—. Entonces debo confesar que he estado yendo a los lugares equivocados en Londres. Nunca vi una cultura tan… deliciosa.
Su mirada baja a mis piernas, descarada. Yo quiero gritarle: “¡Soy tu cuñada, maldito arrogante!”, pero lo único que hago es apretar mi copa con tanta fuerza que temo romper el cristal.
Mis amigas se retuercen entre risitas, porque claro, ellas no ayudan: disfrutan verme hundida.
Claudia se acerca a Emiliano con una sonrisa felina.
—¿Quieres un trago, guapo? Tenemos vino, tequila, margaritas… y Bianca tiene un champán francés escondido en su cava que solo saca en ocasiones especiales.
El traidor de Emiliano la mira, luego me mira a mí, y responde:
—Oh, estoy seguro de que Bianca sabrá servirme lo mejor de lo que tenga escondido.
Mis mejillas arden. No sé si de rabia, de vergüenza o porque me acabo de imaginar “lo mejor que tengo escondido” y eso no estaba en la cava, precisamente.
—Claro —respondo con la voz más falsa del planeta—. Te traeré algo… fuerte.
Camino hacia la barra, con mis tacones resonando como una sentencia. Estoy sudando, y no es por el corsé. Lo peor es que siento esa mirada clavada en mí, como si Emiliano pudiera atravesar el vestido rojo y leer mis pensamientos sucios.
Cuando regreso con dos copas de champán, él ya está sentado en mi sofá, rodeado por mis amigas como si fuera un trofeo viviente. Adrian, mientras tanto, revisa su celular sin importarle nada, típico veinteañero.
Le extiendo la copa a Emiliano y él la toma, pero roza a propósito mis dedos con los suyos. Un roce mínimo. Una descarga eléctrica brutal. Y esa sonrisa maldita en sus labios.
—Gracias, diablita —susurra solo para mí, con ese acento que convierte mi columna en gelatina.
—No me llames así —respondo, más rápido de lo que quisiera.
Él arquea una ceja, divertido.
—¿Por qué no? Te queda a la perfección.
Mis amigas contienen carcajadas. Thiago directamente suelta un “¡ay, papito!” que hace que Adrian lo mire horrorizado.
Y ahí es cuando empieza el verdadero desastre.
Una de las chicas, medio borracha, pone música aún más alta: un reguetón descarado que grita “perreo hasta el piso”. Isabella, la novia zombi, tropieza y casi se cae encima de Adrian. Claudia trata de calmarla, pero en el intento prende las esposas y termina encadenada a la lámpara del comedor.
Y yo, la anfitriona, la viuda elegante, la modelo retirada, estoy en medio del caos, intentando mantener la dignidad mientras mi cuñado prohibido me mira como si fuera el plato principal de una cena a la que lleva años esperando.
Adrian suspira.
—Mamá, esta fiesta es… un circo.
—Ya lo dije yo primero —grita Claudia, todavía atrapada con las esposas.
Yo cierro los ojos un segundo. Trato de respirar. Trato de ignorar que Emiliano está justo frente a mí, con una pierna cruzada, el traje marcando sus hombros anchos y ese aire de hombre que jamás pierde el control.
Cuando abro los ojos, ahí está él. Mirándome. Sin vergüenza. Sin disimular.
Y me doy cuenta de algo que me aterra y me excita al mismo tiempo:
Él está disfrutando verme así.
Desarmada.
Expuesta.
Ardiendo.
Avergonzada.
No, eso no era suficiente. Yo estaba en un nivel superior: avergonzada al cuadrado, al punto de querer excavar un túnel con mis uñas y desaparecer bajo mi mansión de Beverly Hills.
Me acerqué a Adrian, que estaba con los brazos cruzados, con esa expresión de hijo universitario que cree tener toda la autoridad moral sobre su madre.
—Adrian… cariño —le susurré, intentando sonar maternal y no como la organizadora de la orgía más caótica de la ciudad—. Vamos a hablar.
Él negó con la cabeza, fastidiado.
—No, mamá. Me voy a mi habitación. La verdad, no sabía que tenías estos… gustos.
—¿Gustos? —quise defenderme, pero él levantó la mano para callarme.
—Desde que papá murió y yo me fui a UCLA, no sé cuántas cosas haces. Esto es una locura, mamá. Hablaremos mañana, y te lo aseguro.
Y sin darme opción, se fue. Así, dejándome con treinta amigas disfrazadas y con el infierno sobre los tacones.
Yo respiré hondo, intentando recomponerme. Pero claro, el destino tenía que cebarse conmigo.
En ese instante, aparece Emiliano detrás de mí, tan fresco como si no hubiera un circo s****l en mi sala.
—Hola —dijo con esa voz grave que podía derretir un iceberg—. Disculpa por venir sin avisar, pero…
Y ahí, justo ahí, el timbre volvió a sonar.
Yo cerré los ojos, maldiciendo en todos los idiomas que conocía (y algunos que inventé en el momento).
—Un momento —dije con una sonrisa de plástico, y fui a abrir la puerta.