Y claro. Obvio. Tenía que ser ellos.
Los strippers.
Tres hombres enormes, aceitados, disfrazados de bomberos y gladiadores, me miraban sonrientes, listos para entrar con su música de reguetón portátil.
Yo cerré los ojos otra vez. Me odié. Odié a Camila por contratarlos, no, la verdad que ella no tiene la culpa, soy yo. Maldición, todos organizamos esto.
Odié al universo entero.
Y justo cuando estaba a punto de decir algo, sentí una mano grande en mi cintura. Una mano masculina, cálida, firme. Y la quijada de Emiliano, rozando mi hombro.
Mi respiración se cortó. Ese maldito. Ese británico arrogante estaba demasiado cerca.
—Lo siento, chicos —dijo con esa voz que parecía whisky caro derramado sobre terciopelo—. Se ha cancelado. Ha llegado el esposo.
Yo abrí los ojos de golpe. Lo miré, incrédula. ¿El esposo?
Los strippers me miraron confundidos. Yo, más confundida aún.
Pero Emiliano me sostuvo la mirada, con una sonrisa que solo yo entendí: era su juego, y yo estaba atrapada.
—Lo siento, se cancela —repetí con torpeza, intentando sonar convincente.
Uno de los strippers, con músculos que parecían de CGI, protestó:
—No se devuelve el dinero, señora.
—Hablamos luego —los interrumpí, apretando los dientes.
Y cerré la puerta.
Cuando me giré, mis amigas ya estaban en la entrada, como un ejército de diablitas en huelga.
—¡Nooo! —gritaron todas al unísono, como si les hubieran quitado el derecho al voto.
Isabella me miró con desesperación.
—¡Bianca! ¿Cómo que se cancela? Nosotras nos cambiamos, les pagamos más, lo que sea. ¡Esto no puede terminar así!
Thiago, con su túnica de Cleopatra medio caída, me abrazó por detrás.
—Lo siento, nena, pero por lo visto no podemos seguir con la fiesta. No cuando está tu hijo aquí.
Yo asentí, aliviada de que alguien razonara.
—Gracias. De verdad, gracias.
Una a una, mis amigas fueron saliendo hacia sus autos, con disfraces torcidos y protestas dramáticas. Los strippers, derrotados, regresaron a su camioneta.
Y ahí quedé yo. De pie. Con mi vestido rojo infernal. Y con Emiliano.
El silencio era espeso. La música aún sonaba baja en el fondo, pero ya no había risas, ni gritos, ni promesas de perreo. Solo yo y él.
Cerré los ojos, exasperada.
—Aaah… ahora me quedé con las ganas.
Lo dije en voz alta. No quería, pero salió.
Me cubrí la cara con las manos.
—No tendré mi baile s****l. Ni ver a uno de esos con… —me detuve, pero la palabra ya estaba en mi lengua—, esas enormes berenjenas.
Me arrepentí de inmediato.
Cuando abrí un ojo para ver si Emiliano me había escuchado, ahí estaba. Con esa sonrisa maldita, arrogante, depredadora.
—Berenjenas, ¿eh? —repitió, saboreando cada sílaba con su acento británico.
Yo quería morir. Quería evaporarme.
—Olvida lo que dije —me defendí, alzando la barbilla con orgullo falso—. Estaba hablando… de la ensalada.
Él se acercó un paso. Luego otro. Mi espalda chocó contra la pared. No había escape.
—Curioso —susurró, inclinándose hasta que su aliento tibio me rozó el cuello—. Porque juraría que no estabas pensando en ensalada.
Su mano, la misma que me había sujetado antes, volvió a posarse en mi cintura. Firme. Decidida. Yo cerré los ojos. Mi corazón latía como si quisiera escapar de mi pecho.
Era mi cuñado. Era prohibido. Era un maldito peligro.
Y aún así, mi cuerpo reaccionaba como si lo hubiera estado esperando desde siempre.
—Emiliano… —logré decir, aunque mi voz sonó rota.
Él sonrió, sus labios a un suspiro de mi piel.
—Dime, diablita… ¿qué ibas a hacer con esas berenjenas?
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Yo tragué saliva, con la espalda aplastada contra la pared y su mirada gris clavada en la mía.
—No empieces —susurré, aunque mi voz sonó más como un gemido reprimido que como una advertencia.
Emiliano arqueó una ceja, maldito arrogante.
—¿Empezar? Bianca, yo no he hecho nada. Solo estoy… comprobando tus gustos culinarios.
—Mis gustos… no son de tu incumbencia. —Intenté moverme, pero su mano en mi cintura me sujetó como un ancla.
—Oh, claro que lo son. —Su sonrisa era una daga—. Después de todo, soy de la familia.
Yo casi me atraganté.
—¿Familia? No me vengas con moralinas, Emiliano. Tú eres el último hombre en esta tierra que puede darme lecciones.
Él bajó la mirada a mi vestido rojo, recorriéndome como si pudiera desnudarme con los ojos.
—No vine a darte lecciones, Bianca. Vine a visitarte… y me encuentro con esto. —Su dedo rozó la tirita de mi corsé, apenas un contacto, pero suficiente para que mi piel ardiera—. Dime, ¿siempre organizas bacanales en casa cuando tu hijo no está?
—¡No era una bacanal! —protesté, roja como mi vestido.
—Claro. Solo treinta mujeres disfrazadas, litros de alcohol y strippers aceitados. Muy civilizado todo.
—Eres un idiota —escupí, aunque mi voz temblaba.
Él inclinó la cabeza, divertido.
—Y aún así… no me apartas.
Silencio. Maldito silencio.
Yo podía apartarlo, claro que sí. Empujarlo, gritarle, recordarle que era mi cuñado. Pero no lo hice. Mi cuerpo no me obedecía. Y él lo sabía.
—Estás jugando con fuego, Emiliano.
—Perfecto. —Sus labios casi rozaron mi oreja—. Siempre me gustó el fuego.
Yo cerré los ojos, intentando no ceder. Pero entonces sentí cómo su mano subía lentamente desde mi cintura hasta la curva de mi espalda. Lenta, descarada. Mi respiración se volvió errática.
—Dios… —murmuré.
—¿Quieres que me detenga? —preguntó, con esa voz grave que sonaba más a tentación que a oferta real.
Lo odiaba. Lo odiaba porque sabía exactamente lo que estaba haciendo.
—Sí —respondí, aunque mi cuerpo gritaba lo contrario.
Él sonrió contra mi piel.
—Mentirosa.
Y justo cuando sus labios bajaban peligrosamente cerca de los míos…
—¡Mamá! —la voz de Adrian tronó desde el pasillo, como una sentencia divina.
Yo salté como si me hubieran echado agua helada. Emiliano se apartó un paso, aunque con esa maldita sonrisa de satisfacción pintada en los labios.
Me acomodé el vestido, mi cabello, mi dignidad rota.
—¿Sí, cariño? —respondí, con voz aguda.
Adrian apareció con un vaso en la mano, despeinado, claramente molesto.
—Se me olvidó el cargador en la sala. —Sus ojos se clavaron en mí, luego en Emiliano, y frunció el ceño—. ¿Todo bien aquí?
Yo asentí demasiado rápido.
—Perfecto. Todo perfecto. Emiliano solo… me estaba ayudando a… cerrar la puerta.
El maldito cuñado levantó la copa de vino que había quedado en la mesa y añadió con cinismo:
—Sí. Y a comprobar que Bianca… sabe recibir visitas.
Yo casi me atraganto con mi propia saliva. Adrian nos miró raro, negó con la cabeza y se fue refunfuñando.
Cuando desapareció, me giré hacia Emiliano, dispuesta a matarlo.
—¿Qué demonios te pasa?
Él dio un sorbo tranquilo a la copa, como si nada hubiera ocurrido.
—Nada. Solo disfruto viéndote en apuros.
—Eres un desgraciado.
—Tal vez. —Me miró, directo, sin pestañear—. Pero dime la verdad, Bianca… ¿Cuánto tiempo más vas a seguir fingiendo que no quieres lo mismo que yo?
Noo, esto es una clase de broma, él está así porque me ve como una loca. Sí, la verdad que amé a su hermano, amé a mi esposo y ya pasaron tres años y la vida sigue, no puedo mantener el luto, Richard estaría de acuerdo con eso. Además, ya estoy demasiada vieja, cuarenta años... Noo, no estoy dispuesta a quedarme en la casa hacer galletas, menos ver películas, no.