Ahí estaba él. Gary. O Grey. Ni siquiera sé si ese es su nombre verdadero o solo un apodo barato de aplicación. Pero ahí estaba, igual de sonriente, igual de seguro de sí mismo, como si el universo se hubiera burlado de mí y me lo hubiera puesto justo enfrente. Me vio acercarme y alzó una ceja, con esa expresión traviesa de quien sabe que tiene ventaja. —Regresaste —dijo, inclinándose apenas hacia adelante, apoyando los brazos sobre la barra. No le respondí de inmediato. Me senté en un taburete, crucé las piernas con cuidado, y pedí con un hilo de voz: —Una copa. Él no se movió. Me estudió con la mirada, como si intentara descifrar qué demonios me pasaba. —¿Qué pasó? —preguntó, bajando la voz. Me mojé los labios con la lengua. Miré el vaso vacío frente a mí, como si ahí estuviera la

