Me acomodé en la silla, crucé las piernas con elegancia y solté un suspiro. —Mira, arquitecto, yo no vine aquí a buscar promesas eternas ni cuentos de hadas. Vine a… no sé, distraerme, sentirme viva otra vez, probar si todavía puedo reírme con alguien sin sentir que le estoy fallando a un fantasma. Él me observó un largo rato, con esos ojos oscuros que parecían leerme más de lo que yo quería mostrar. —Entonces ya vamos ganando —dijo—. Porque te has reído más de una vez conmigo esta noche. Sonreí, bajando la mirada hacia mi taza. —Sí… supongo que sí. El café ya estaba frío, pero lo bebí igual, solo para tener algo que hacer con las manos. Por dentro, sin embargo, ardía. No por él. No del todo. Ardía por el maldito celular que seguía vibrando en silencio sobre la mesa. Ardía porque s

