Eran casi las ocho y media cuando empujé la puerta de vidrio de la cafetería. El tintineo de la campanita me sonó como un aviso, como si alguien gritara: “aquí entra la culpable, la loca, la que no sabe lo que quiere”. Me quedé un segundo estática en la entrada. El olor a café tostado me golpeó en la cara, fuerte, amargo, como un recordatorio de que la vida seguía y que, aunque yo estuviera hecha un desastre, el mundo no iba a detenerse por mis pecados. ¿Qué hago? ¿Pregunto? ¿Me siento en cualquier lado? “Bianca, respira”, me repetí. Avancé, taconeando como si estuviera sobre una pasarela y no sobre las baldosas baratas de un local lleno de mesas chiquitas y parejas pegadas a sus celulares. —¿Mesa para una? —me preguntó un mesero que apenas levantó la vista. —Sí, eh, noo, vendrá algu

