Capítulo 1: El impacto de la tragedia
Maximiliano nunca imaginó que su mundo, cuidadosamente construido, podría desmoronarse en un instante. Había sido un hombre resuelto, dedicado a sus negocios y, en los últimos años, a buscar algo más profundo: una conexión real, un propósito que trascendiera los números y las reuniones interminables. Pero todo eso cambió una tarde de junio, cuando el destino, caprichoso y cruel, lo golpeó sin advertencia.
El día comenzó con la misma rutina de siempre. Maximiliano, vestido impecablemente con su traje gris de cortes perfectos, tomó su taza de café n***o mientras revisaba los correos del día en su amplio y minimalista despacho. Las ventanas del piso al techo ofrecían una vista panorámica de la ciudad, con sus rascacielos brillando bajo la luz matutina. Todo estaba bajo control, como siempre. Había construido su vida para que fuera así: predecible, ordenada y eficiente.
Sin embargo, esa tarde, mientras conducía hacia su casa en las afueras de la ciudad, ocurrió lo impensable. Un automóvil cruzó la intersección a toda velocidad, ignorando las luces rojas, y se estrelló directamente contra el lateral del vehículo de Maximiliano. El sonido del impacto fue ensordecedor, seguido de un dolor abrasador que lo dejó sin aliento. En cuestión de segundos, todo se volvió oscuro.
En aquel momento Maximiliano, quedo inconsciente, fue trasladado de emergencia hacia el hospital, desde ahí avisaron a su hermana y madre sobre el grave accidente que había tenido.
Algunos días después
Entre las operaciones y los medicamentos, mantuvieron a Maximiliano sedado, despertó unos días después, desconcertado en una habitación de hospital. Las paredes blancas y la débil luz fluorescente creaban una atmósfera fría e impersonal. El constante pitido de las máquinas a su alrededor le indicaba que seguía vivo, pero apenas. Su cuerpo estaba inmóvil, y un dolor punzante recorría cada fibra de su ser. Trató de hablar, pero su garganta estaba seca como el desierto.
—Maximiliano, estás despierto —la voz de Sofía, su hermana menor, lo sacó de su confusión. Sofía tenía el rostro demacrado, los ojos hinchados de tanto llorar, pero trataba de mantener la compostura.
—¿Qué... qué pasó? —susurró con esfuerzo, su voz apenas un eco.
Sofía tomó su mano con suavidad. Era una mujer fuerte, siempre lo había sido, pero en ese momento parecía tan frágil como un cristal.
—Tuviste un accidente. Un conductor ebrio chocó contra tu auto... —Sofía dudó, como si no supiera cómo continuar—. Los médicos hicieron todo lo posible, pero...
La pausa que siguió fue interminable. Maximiliano sintió cómo un frío paralizante lo invadía, mucho más profundo que el dolor físico.
—¿Qué, Sofía? ¿Qué pasó? —insistió con una mezcla de angustia y furia.
—Perdiste la movilidad de tus piernas, Max. Los médicos dicen que es permanente.
Las palabras se clavaron en su mente como dagas. El aire se volvió pesado, casi irrespirable. Cerró los ojos, deseando despertar de lo que parecía ser una pesadilla. Pero cuando los abrió, la realidad seguía allí, inquebrantable.
Los días que siguieron luego de recibir esa noticia fueron una mezcla de ira, tristeza y desesperación. Maximiliano, quien siempre había sido dueño de su destino, ahora se sentía atrapado en un cuerpo que lo había traicionado. Su orgullo lo consumía. No quería ver a nadie, ni siquiera a Sofía, quien insistía en quedarse a su lado.
Una tarde, mientras la lluvia golpeaba contra las ventanas del hospital, entró en su habitación una enfermera joven. Tenía el cabello recogido en un moño desordenado y una sonrisa cálida que parecía fuera de lugar en un lugar tan sombrío.
—Buenas tardes, señor Fernández. Soy Lucia, su fisioterapeuta.
Maximiliano la miró con frialdad. No tenía tiempo para conversaciones optimistas ni para falsas esperanzas.
—No necesito terapia —respondió secamente.
Lucia no se inmutó. Colocó una carpeta sobre la mesa junto a la cama y se sentó en una silla frente a él.
—Entiendo que esto es difícil para usted, pero la fisioterapia no se trata solo de caminar de nuevo. Se trata de recuperar su independencia, su fuerza. —Su voz era suave, pero firme.
Maximiliano bufó, apartando la mirada hacia la ventana. Lucia suspiró, pero no se rindió.
—Señor Fernández, sé que ahora siente que todo está perdido, pero permítame decirle algo: la vida no se detiene por una tragedia. Es cierto, cambia, a veces, de formas que no esperamos ni queremos, pero aún hay mucho por descubrir, mucho por hacer.
Las palabras de Lucia lo irritaron, así que le pidió de la manera más grosera que saliera de su habitación.
Oficina de descanso
Lucia regreso a la oficina, ahí se encontraba su amiga Valeria, ella también era fisioterapeuta, una chica muy amigable, optimista y soñadora. Al ver la cara de su amiga Lucia sabía que algo había salido mal con el paciente, así que se acercó para platicar con ella.
—¿Qué sucedió? Tienes una cara terrible.
—Es el paciente que me asignaron, el tal señor Fernández, es un déspota, me corrió de su habitación de la peor manera posible.
—Tú sabes que debemos de tener paciencia, los pacientes están atravesando un momento difícil, no a de ser sencillo perder tu movilidad de la noche a la mañana. Estoy segura de que con paciencia y las palabras correctas lograrás hacer que acepte la terapia.
Lucia estaba segura de que el señor Fernández sería un paciente difícil, pero como siempre las palabras de su amiga le daban ánimos.
Habitación del hospital
—¡Buenas tardes! Señor Fernández, yo soy el Dr. Andrés Castillo, médico y especialista en rehabilitación, seré el responsable de supervisar las terapias.
—Pensé que había quedado claro que yo no pienso hacer ninguna rehabilitación, así que largo de mi habitación.
El Dr. Castillo era consciente que lo peor que podía hacer era dejarlo solo, mientras asimila su situación. Sugirió a su médico de cabecera que le asignaran terapia psicológica, con la esperanza que lograrán convencerlo aceptar su realidad. Ellos tienen esperanza que pronto aceptará su situación.
Lo que no sabían es que sería un trabajo casi imposible de conseguir.