Capítulo 4

1391 Words
Decir que me enfrentaré al diablo es fácil; hacerlo es otra cosa. Lo sé en los huesos mientras me acerco al refugio con la cabeza metida en la bufanda, tratando de que el frío y la vergüenza me dejen en paz. El estómago me gruñe y me abrazo a mí misma como si el calor de los brazos pudiera apaciguar ese dolor hueco. Pienso en entrar y pedir comida, en desaparecer entre la gente y marcharme antes de que noten mi presencia. Podría hacerlo. Podría escabullirme. Pero al llegar a la esquina me doy cuenta de luces que no deberían estar ahí: focos, cámaras, coches oficiales, una fila de policías con los abrigos cerrados hasta el cuello. Reporteros con micrófonos gritan preguntas al viento y un par de cámaras. El refugio tiene gente agarrando un poco de comida y marchándose sin quedarse; algunos se repiten como sombras. Yo querría eso, sólo una porción de pan y seguir, pero al ver la escena me quedo clavada en el sitio. ¿Rufo llamó a la policía? ¿Ese cerdo que me citó en su oficina, el que me rozó como si yo fuera un objeto? Sí, le arañé la cara y le di una patada en las pelotas… más no me arrepiento. Él me buscó y me mancilló la dignidad. Si me provocó, se lo buscó. Pero no era para llamar a la policía, o ¿si? Alguien me da una palmada en la cabeza y me giro. Henry está ahí, con su sonrisa torcida, las arrugas que cuentan noches a la intemperie y esa mirada cálida que me hace soltar una exhalación más parecida a alivio que a cualquier otra cosa. Sus ropas son igual de remendadas que las mías, pero él siempre tiene algo noble en el gesto, una especie de decencia que no he visto en muchos lugares. —Henry —susurro su nombre como si fuera una oración. —Te he estado buscando —me dice él, y hay urgencia en su voz—. ¿Dónde estuviste? —Por ahí —contesto, distraída—. ¿Qué pasó en el refugio? Henry me hace una seña para que lo siga por un callejón y yo obedezco sin pensarlo demasiado. Lo sigo porque es lo único que se siente como casa en este agujero de mierda. Nos apartamos de las luces, la gente y los focos, y el ruido se vuelve un eco lejano. Recuerdo la noche bajo el puente cuando nos hicimos amigos: él me dio la mitad de su sopa y yo le ofrecí mi cerveza. Desde entonces nos cuidamos. Él lo sabe. Yo confío en él. —Eso debería preguntártelo a ti —dice con la expresión complicada. —¿A mi? —digo con el estómago dándome un vuelco. Henry me mira con paciencia, pero sus ojos se oscurecen. —Rufo fue encontrado muerto en su oficina esta mañana. Un escalofrío me recorre la espalda. —¿Qué? —salgo con un hilo de voz. —Lo encontraron en un charco de su propia sangre. —Henry respira hondo—. Y la policía piensa que fuiste tú. Mi mundo se inclina. Mis manos se hielan; la bufanda se me escapa del cuello. —¿Yo? —repito, estúpida de tan obvia. —Al parecer —continúa—, Rufo les llamó después de la pelea que tuvieron. O los intendentes dijeron que fuiste la última persona que lo vio con vida. Eso me devuelve la escena en su oficina y siento que el aire se corta: las manos sucias de Rufo, su olor a alcohol y colonia barata, su intento, mi arañazo en su cara, la patada que le di antes de salir corriendo. No lo maté. No tuve ni la intención ni la fuerza para algo así. Pero ¿qué pruebo yo contra la reputación de un hombre que iba a ser alcalde de la ciudad? ¿Quién creería a una mendiga con las manos húmedas de mugre y una lata vacía en la bolsa? —Yo no lo maté —digo, la voz quebrada por la incredulidad. Henry me mira con dureza y ternura a la vez. —Lo sé —me dice—. Eres una loca, Allison, siempre lo has sido, pero no eres una asesina. Le devuelvo la mirada con reproche. —Tú eres un anciano —le lanzo, la manera ruda de decirle que lo aprecio. Él se ríe, esa risa áspera que tiene cuando quiere quitarle hierro a todo. Pero su sonrisa se apaga pronto. —Tienes que irte —dice entonces, la frase corta como un cuchillo. —Si yo no lo hice —insisto, agarrando su brazo—, huir sería admitir algo que no cometí. Henry me busca en los ojos hasta que la luz de sus pupilas me atraviesa. —¿Y qué vas a decirles? ¿“Yo no lo hice, aunque todo me culpe, tómenme en serio”? —su voz se vuelve amarga—. Tus huellas están por todas partes en su oficina, fuiste la última en verlo con vida, discutiste con él. Para la gente eso es culpa antes de una investigación. —¿Qué sugieres que haga, Henry? ¿Huir? —pregunto al fin, con la voz quebrada. Él asiente, serio. —Es lo mejor, Allison. Al menos por ahora. Escóndete hasta que esto se calme, hasta que sepamos qué planean hacer. Luego veré cómo sacarte de la ciudad. Me llevo las manos al pecho. Siento esa presión que no se va, ese nudo invisible que me aplasta el corazón. No quiero huir. No quiero correr por algo que no hice. Henry me observa, paciente, sabiendo exactamente lo que estoy pensando. —Si te quedas, te encerrarán. Veinte años, Allison. Veinte. Veinte años. La frase me retumba en la cabeza como un eco. No es solo una condena. Es mi muerte lenta. Asiento sin hablar. —¿Vendrás conmigo? —pregunto, y la voz se me rompe un poco. —Siempre —dice él, con esa ternura ruda que sólo él tiene—. Pero ahora vete. Te buscaré en cuanto sepa cómo termina esto. Te cubriré la espalda, ¿de acuerdo? —De acuerdo… —susurro. Sé adónde ir. A la estación del metro. Allí pasamos las noches cuando no hay otro techo que nos tolere. Es fría, ruidosa y huele a orina y metal, pero es un refugio. Me coloco bien la gorra, escondiendo el rostro bajo la sombra. Bajo la cabeza y camino deprisa. Las luces azules de los coches patrulla todavía iluminan el aire como cuchillas. No debo dejarme ver. Al doblar la esquina, una pared de televisores me detiene. Están alineados en el escaparate de una tienda de electrodomésticos, todos mostrando la misma imagen: Rufo Green, director del refugio para indigentes, y candidato para ser alcalde encontrado muerto esta mañana. Su rostro aparece congelado, esa sonrisa falsa que tantas veces vi en su oficina. Me quedo paralizada. Dos hombres vestidos con uniformes de béisbol se detienen frente a los televisores, comentando entre ellos. Me aparto unos pasos, pegándome a la pared del callejón, intentando pasar desapercibida. —Qué problema —dice uno, rascándose la cabeza. —Tal vez no estaba destinado a ser alcalde —responde el otro. —Claro que lo estaba. No tengo dudas de que ganaría. —¿Ah, sí? ¿Y por qué dices eso? El primero se ríe con amargura. —¿A caso no vives en esta ciudad? Rufo Green tenía lazos con la mafia. Todos decían que esas alianzas lo llevarían directo al puesto. Mi respiración se corta. —¿La mafia? —repite su amigo, bajando la voz. —Sí. Y no, no son italianos, como muchos creen. Son rusos. “Rusos.” Esa palabra me atraviesa el pecho. El viento sopla entre los edificios, helado, pero yo no lo siento. Mis pensamientos se agolpan. Rusos. El hombre del abrigo n***o. Su acento. Su mirada. Miro el reflejo del escaparate y me veo a mí misma, con la gorra bajada y las mejillas hundidas. Y en medio de ese reflejo, su imagen aparece en mi mente como una sombra que no debería estar ahí: la voz profunda, el rostro tallado en mármol, los ojos grises que me salvaron esa tarde. ¿Podría él?
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