Dos semanas largas en las que las heridas físicas de Malía sanaban, aunque no podía decir lo mismo sobre su ausente mente.
Era domingo, y despertó justo antes de que abriera el sol. Una idea se hundió en su cabeza y se desnudó frente al espejo. No había marcas por ninguna parte y lo poco que quedaba bajo su ojo podría ser disimulado con maquillaje. Se dio una ducha y se sentó desnuda y mojada sobre el asiento mirandose en el tocador, aplicando suficiente maquillaje y haciendo que su rostro tomara un poco más de color.
Media hora más tarde se sonreía a sí misma satisfecha con su trabajo. Sus ojos se veían muy bien y sus mejillas tenían el colorete suficiente para verse agradable en su pálida piel.
Su cabello también fue atendido, suaves ondas hechas por trenzas y la plancha de cabello caían a lo largo de su espalda y buscando algo lindo que usar, optó por un vestido camisero de color celeste claro, tomó sus vans blancas y se las colocó, sintiendose encantada con el resultado. El reloj de plata en su muñeca marcaba las 7 y 25 de la mañana, se roció perfume y cerró la puerta desde afuera, bajando las escaleras para tomar un taxi.
La Iglesia Sagrada María era enorme y tenía los suficientes miembros feligreses católicos que siempre estaban cerca a esas iglesias: Carros elegantes, collares caros y caras serias. Los católicos se reunían ahí y Malía atravesó las puertas sintiéndose de inmediato el centro de atención. Pero a eso estaba acostumbrada, se hizo en el pecho la señal de la cruz típica de la religión y aunque lo hacía burlonamente, a su alrededor sonreían unos cuantos satisfechos con su gesto, esos mismos voltearon la vista y siguieron el rosario que se llevaba a cabo. Aún no empezaba la misa.
Se sentó en la última fila, justo en las sillas extras ignoradas y olvidadas al fondo, junto a los confesionarios. Ahí se acomodó y aunque ya no la observaba el resto porque sería muy extraño que estuvieses mirando hacia tan atrás, aún sentía que alguien la observaba. Se concentró en un punto neutro y expandió su poder, sintiendo el cosquilleo de todas esas mentes cerca, buscando la de la persona que parecía enfrascada en ella. Se sonrió al saber que era un hombre, y que la estaba mirando con algo más que lujuria. Giró la cabeza 19 grados y ahí, junto a una mujer regordeta de cabello chocolate recogido y labios demasiado rojos para la hora, había un alto y guapo hombre de cabello oscuro, barba incipiente y ojos intensos, usaba una camisa de vestir color blanca arremangada en los antebrazos, la miraba con una pequeña sonrisa en los labios y las personas a su alrededor se veían tan interesadas en escuchar y repetir en voz baja que no prestaban mucha atención al intercambio de miradas de ambos.
Minutos más tarde el cura llegó seguido del monaguillo y el típico show de la Iglesia empezó, mientras tanto, Malía concentraba sus poderes con fuerza, enloqueciendo a aquel humano hasta el punto en el que, disculpándose con su esposa se levantó. Malía imaginó que le diría que atendería una llamada, o iría al baño, y la verdad es que se sentó junto a ella, la observó de reojo y en un acto atrevido, Malía le sonrió con descaro.
-Hola- le saludó con fingida timidez
-Hola, lo siento mucho, no soy de abordar, pero hay algo en ti que me carga afectado- fácil y directo. ¿Y cuál fue la respuesta de ella?
Tomó la mano del hombre dentro de la suya, besando con descaro su anillo de casado, mientras el hombre la miraba con la boca entreabierta y los ojos fijos en sus acciones, luego de besar el metal llevó la mano a su entrepierna, separando los muslos y revelando su coño desnudo porque alguien había dejado en casa la tanga. George Jun, era el nombre de aquel hombre que sentía su pene a punto de reventar con una atracción inmediata a esa mujer extraña y blanca que se había robado la atención de todos, y especialmente, la suya.
Masajeó con sus dedos siendo conducidos por la pálida chica ese delicado botón de nervios que las mujeres tienen entre las piernas mientras escuchaba con fingida atención a la liturgia que pronunciaba aquel viejo padre de cara alargada, sólo Dios sabía cómo se sentía aquello, parecía que algo se había apoderado de él y lo obligaba a hacer eso, Carminda, su esposa, ya no era tan sensual como antes y sí que había tenido uno que otro amorío por ahí, un acostón rápido que no se le negaba a nadie, pero no podía decir que había tenido otra experiencia tan fuerte como esa. Masturbar a una preciosa mujer de hielo con sus dedos a metros de su esposa y su congregación era algo para nunca olvidar y acompañado de los suaves gemidos de esa jovencita mientras que el resto cantaba alguna alabanza era simplemente un descaro ante la vida.
Malía se puso de pie aprovechando el momento en el que el cura sacaba el caliz de la pared, y George la siguió como cordero dentro del confesionario. Al cerrar el espacio era reducido y sin perder tiempo ni hablar, Malía se puso de espaldas y levantó su vestido para que George la penetrara, y el casado hombre sacó su m*****o sin dudar de su paquete y sin pensar siquiera en un condón o en todo lo que podía ocurrir por tener sexo sin consciencia, empezó a follarse a la albina disfrutando de su regordete culo blanco rebotando contra sus piernas color caramelo.
Y minutos más tarde, halando el cabello de la muchacha y sudando a chorros, acabó de golpe dentro de ella con gemidos roncos saliendo de su boca en tono bajo. Malía se giró y cubriendo su boca con la suya se devoró a ese hombre sin emitir el más mínimo sonido. Salió, segundos después, con el cabello un poco despeinado y la gente abrazándose, se sintió parte de una secta.
Quince minutos después, en el estacionamiento, Carminda junto con Waldo, su hijo de siete años, buscaba por doquier a su esposo, George había dicho que saldría a contestar una llamada de la empresa, pero se había ido hace muchísimo tiempo. Malía observó a la regordeta junto a su pequeño regordete y sonriente detuvo un taxi, su día iba muy bien, gracias al Señor George.