El día que vendí mi alma al diablo
La lluvia caía como si el cielo se hubiera roto.
Valeria Guzmán corría bajo el aguacero con una carpeta de plástico pegada al pecho, los tacones resonando contra el asfalto mojado de la Avenida Libertador. El autobús la había dejado a quince cuadras del Edificio Voss porque, claro, hoy de todos los días había huelga de transporte.
Llevaba puesto su único traje decente: falda lápiz negra que ya tenía una costura rota en el dobladillo y una blusa blanca que se estaba volviendo transparente con cada gota. El pelo, que había pasado una hora alisando, ahora era una masa de rizos rebeldes pegados a la cara.
«Solo necesito este maldito trabajo», se repetía una y otra vez mientras empujaba la puerta giratoria del rascacielos más alto y caro de toda la ciudad.
El vestíbulo era un templo de mármol n***o y oro. Los guardias de seguridad la miraron como si fuera una rata que se había colado en un restaurante de cinco tenedores.
—Entrevista con el señor Voss —dijo jadeando, enseñando el correo impreso que ya estaba borroso por el agua.
Uno de los guardias habló por el walkie.
—Piso 68. Ascensor privado. Y quítese los zapatos, está dejando un charco.
Valeria se quitó los tacones rotos y caminó descalza sobre el mármol helado. El ascensor subió tan rápido que se le taparon los oídos.
Cuando las puertas se abrieron, entró directamente en la antesala de la presidencia de Voss Enterprises.
Una secretaria con labios rojos sangre y moño perfecto la miró por encima de las gafas.
—Llega doce minutos tarde, señorita Guzmán.
—Lo siento, el transporte…
—Excusas no. Pase. Y procure no mojar la alfombra persa, cuesta más que su vida entera.
Valeria tragó saliva y empujó la puerta doble de caoba.
El despacho era obscenamente grande. Tres paredes de cristal del suelo al techo mostraban la ciudad empapada a 300 metros de altura. En el centro, una mesa de ébano que parecía tallada por dioses. Y él… sentado de espaldas, mirando la tormenta como si fuera su obra personal.
Alexander Voss.
Ni siquiera se giró cuando ella entró.
—Cierra la puerta —ordenó con esa voz grave que parecía salirle del pecho.
Valeria obedeció. El clic del pestillo sonó como una sentencia.
—Señorita Guzmán —continuó sin moverse—. Veinticuatro años. Tres años como asistente en Grupo Ferrer, empresa que quebró por fraude hace ocho meses. Sin empleo desde entonces. Madre enferma de cáncer terminal. Deuda médica de siete millones ochocientos mil pesos. ¿Me equivoco en algo?
Valeria sintió que el aire se le escapaba de los pulmones.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Sé todo de quien entra por esa puerta.
Entonces se dio la vuelta.
Y el mundo se detuvo.
Alexander Voss era más alto de lo que decían las revistas: casi dos metros de puro músculo envuelto en un traje n***o hecho a medida que probablemente costaba más que un coche. Pómulos afilados, mandíbula cuadrada, una cicatriz fina que le cruzaba la ceja izquierda y ojos… ojos de un gris tan claro que parecían plata líquida. Fríos. Letales.
Se levantó con una lentitud felina y rodeó la mesa. Cada paso resonaba como un tambor.
—Acérquese.
Valeria avanzó hasta quedar a un metro. Olía a tormenta y madera cara.
—¿Sabe por qué la cité, señorita Guzmán?
—Porque… solicité el puesto de asistente ejecutiva.
—No. Cualquiera puede ser asistente. La cité porque necesito una esposa.
Valeria soltó una risa nerviosa que murió en su garganta al ver que él no bromeaba.
—¿Perdón?
—Una esposa falsa. Por un año. Después te vas con diez millones de dólares limpios y nunca más vuelves a verme.
Valeria retrocedió un paso.
—¿Esto es una broma?
—¿Me veo de humor para bromas?
Ella negó con la cabeza.
—Mi abuelo está en coma —continuó él con voz helada—. El testamento dice que si no estoy casado antes de que muera o despierte, pierde el control de Voss Enterprises y yo pierdo todo. Necesito una mujer que firme papeles, que sonría en fotos y que desaparezca cuando todo termine.
—¿Y por qué yo? —preguntó Valeria con voz temblorosa—. Podría contratar a cualquier modelo, actriz…
—Porque tú estás desesperada —la cortó él—. Tu madre morirá en menos de tres meses si no pagas la quimioterapia privada. Y porque eres… —la miró de arriba abajo con una lentitud insultante— lo suficientemente bonita para que sea creíble, pero lo suficientemente corriente para que nadie piense que es real.
Valeria sintió que la rabia le quemaba las mejillas.
—Vete al diablo.
—Probablemente ya estoy ahí. Pero tú también lo estarás si no aceptas.
Sacó un sobre n***o del cajón y lo deslizó por la mesa.
—Dentro está el contrato. Diez millones al final del año. Pago inmediato de toda la deuda médica de tu madre. Y dos millones extra para que nunca más laves platos en un restaurante de mierda.
Valeria miró el sobre como si fuera una serpiente.
—No puedo… no puedo casarme con un desconocido.
—No te estoy pidiendo amor. Te estoy comprando.
Las lágrimas le picaban en los ojos, pero se negó a llorar delante de él.
—¿Y si digo que no?
Alexander se acercó hasta que sus alientos se rozaron.
—Entonces mañana tu madre será trasladada al hospital público. Y tú seguirás buscando trabajos que no existen. Elige, Valeria.
Ella apretó los puños hasta que las uñas se le clavaron en las palmas.
—¿Por qué me haces esto?
—Porque puedo.
Silencio. Solo se oía la lluvia golpeando los cristales.
Valeria tomó el sobre con manos temblorosas.
—¿Cuándo empezaría?
—Ahora mismo.
Alexander abrió otro cajón y sacó una cajita de terciopelo n***o. Dentro había un anillo de platino con un diamante n***o del tamaño de una moneda.
—Dame tu mano.
Ella extendió la izquierda como en trance.
Él deslizó el anillo. Le quedaba perfecto.
—Bienvenida a tu nueva vida, señora Voss.
Valeria miró el diamante brillar bajo la luz fría del despacho.
—¿Y ahora qué?
—Ahora vienes conmigo.
Alexander pulsó un botón del teléfono.
—Roth, prepare el jet. Salimos a Las Vegas en una hora.
—¿Las Vegas? —preguntó Valeria, pálida.
—Nos casamos esta noche. Mañana el mundo sabrá que Alexander Voss ya no está soltero.
Valeria sintió que el suelo se abría bajo sus pies.
Una hora después estaba sentada en un jet privado, con un vestido blanco de novia que una estilista había elegido en tiempo récord, el anillo pesándole como una cadena.
Alexander estaba al otro lado del pasillo, trabajando en su portátil, sin mirarla ni una vez.
Cuando aterrizaron en Las Vegas, un coche n***o los llevó directo a una capilla privada. No había flores. No había música. Solo un juez y dos testigos que parecían guardaespaldas.
—¿Valeria Guzmán, aceptas a este hombre como tu esposo? —preguntó el juez.
Ella miró a Alexander. Sus ojos grises eran impenetrables.
—Acepto —dijo con voz rota.
Alexander repitió las palabras como si estuviera firmando un contrato de empresa.
El juez sonrió.
—Los declaro marido y mujer. Puede besar a la novia.
Alexander la tomó por la cintura con una mano y la inclinó hacia atrás como en las películas antiguas. La besó.
No fue suave. Fue posesivo. Cruel. Una marca.
Cuando se separaron, Valeria tenía los labios hinchados y el corazón latiéndole como loco.
—Esto no significa nada —susurró ella.
—Claro que no —respondió él con voz ronca—. Solo es un contrato.
Pero los dos sabían que acababan de cruzar una línea de la que no había vuelta atrás.
En el vuelo de regreso, Alexander le entregó una tarjeta negra.
—Tu nueva identidad. Tarjetas ilimitadas. Departamento nuevo. Todo lo que necesites.
Valeria miró por la ventana. Las luces de Las Vegas desaparecían debajo.
—¿Y mi madre?
—Mañana la trasladan a la mejor clínica privada del país. Todo pagado.
Ella asintió. Las lágrimas rodaron silenciosas por sus mejillas.
Alexander la observó un segundo más de lo necesario.
—No llores. Las esposas de Alexander Voss no lloran.
Valeria se limpió la cara con rabia.
—Entonces no soy tu esposa. Soy tu prisionera.
Él sonrió. Fue una sonrisa peligrosa, casi humana.
—Bienvenida al infierno, esposa.
Y por primera vez en toda la noche, Valeria sintió miedo de verdad.
Porque en el fondo… muy en el fondo… una parte traicionera de su cuerpo había respondido a ese beso.
Y eso era más peligroso que cualquier contrato.