Capítulo 1. Un ruego desesperado.
Diana Rivers rompió la cinta de embalaje con la punta de una llave logrando abrir la caja. Lo hizo sin dejar caer su teléfono móvil al suelo, manteniéndolo apretado entre su oreja y su hombro.
—Joseph, ya te lo dije, esta mudanza es un asunto personal. Necesito primero resolver mis problemas actuales antes de atreverme a asumir otro reto.
—¡Mudarte a Fort Bragg no va a solucionar tu falta de dinero, la salud emocional de tu hijo o tus decepciones! —exclamó el hombre con tono molesto y desesperado— ¡Allá no tienes nada, Diana, solo una casa invadida por el moho y el polvo!
Ella miró con una mezcla de rabia y pena el salón lleno de cajas apiladas y con muebles sucios pegados a las paredes. Resopló, haciendo volar el mechón de su cabello rojizo que había escapado de su moño tipo cebolla mal hecho, que le cubría el rostro.
—Esta es mi casa, Joseph, lo único que me queda. Si muero en este mismo instante esta será la herencia que le dejaré a mi hijo. Al menos, David no quedará en la calle.
Revolvió el interior de la caja hasta hallar lo que buscaba: una cazuela para sopa. Sonrió triunfal antes de dirigirse a la cocina.
—Esa casa vieja y llena de termitas no es lo único que tienes. Sabes que yo estoy aquí para ti, nunca te dejaré sola. Ni a ti ni a tu hijo.
Ella puso los ojos en blanco.
—Tú no eres mío, Joseph. El hecho de que hayamos tenido sexo en varias ocasiones no nos hace una pareja oficial. Eres un hombre casado, ¿lo olvidaste? —preguntó mientras dejaba la cazuela sobre el fuego y le agregaba un poco de aceite y mantequilla para dorar los ajos, la cebolla y el jamón que terminaba de cortar.
—Estoy separado, Diana, desde hace dos años. El trámite de mi matrimonio está por finalizar. Soy un hombre libre para estar contigo. Todo lo que tengo te pertenece.
—¿A mí o a los seis hijos que tuviste con tu esposa? —consultó con ironía—. Escucha, Joseph, de verdad agradezco todo el apoyo y la confianza que estás depositando en mí, pero ya debes pasar la página donde aparezco en tu vida. Ocúpate de tu familia, de tus restaurantes y de tu escuela de cocina y déjame a mí superar mis pérdidas. Casi quedé arruinada por la estafa que sufrí a manos de Dimitry y de Gonzo, ellos me dejaron sin dinero y con mi sueño de tener un negocio propio hecho pedazos. Además, mi hijo no ha estado bien luego del accidente que tuvo en el bus escolar meses atrás, debo ocuparme de él.
—Escucha, Diana, te advertí cientos de veces que no invirtieras en esa idea absurda de montar un restaurante con esos dos idiotas, sabía que terminarías sin nada. Y con respecto a tu hijo, puedo entender su trauma y sus necesidades, pero ir a sepultarte a un pueblo costero olvidado por el mundo no es la solución.
—¡Fort Bragg no es un pueblo olvidado por el mundo! —se quejó—. Es una ciudad turística con gran actividad en California.
—No más que las playas de San Diego o las del Big Sur, no debiste mudarte a ese lugar. Allí no lograrás recuperarte de nada. ¡Pierdes tu tiempo!
—¡Es mi casa de la infancia, donde tejí mi pasado y aprendí a ser lo que ahora soy! Quizás pasar una temporada en este lugar me ayude a reencontrar mi camino.
—¡¿No seas ridícula, Diana?! —desestimó con tono de burla—. Suenas como esas viejas frustradas que se aferran a lo holístico solo para no asumir que son un fracaso.
Las palabras del hombre la indignaron. Con rabia dejó lo que hacía para así insultarlo como se merecía por minimizar sus decisiones y llamarla fracasada.
Mientras tanto, David, su hijo de seis años, salió al patio para no escuchar los gritos de su madre. No le gustaba cuando ella se ponía a discutir con la gente, su actitud lo asustaba.
Aunque estar afuera no resultó reconfortante para él. Escuchaba el sonido del mar, quería alcanzarlo, pero la casa estaba rodeada por una fortaleza de maleza más alta que su cabeza que lo intimidaba. Allí debían existir seres aterradores capaces de hacerle daño.
—Diana, ¿cuándo vas a darte cuenta que no serás capaz de soportar sola la carga de tener un restaurante propio? Quítate esa idea de la cabeza. Todavía no estás hecha para dirigir una cocina, necesitas más entrenamiento.
La mujer había activado el altavoz para así continuar con la preparación de la sopa mientras discutía con Joseph. Sus ojos brillaban por lágrimas reprimidas.
—¡¿Cómo quieres que aprenda si no me das una oportunidad?! ¡Siempre me sacas de la cocina y me pones en la administración, por eso me fui con Dimitry y con Gonzo! ¡No puedo seguir dependiendo de ti!
David tembló ante los nuevos gritos de su madre, que unido a la ansiedad de no poder atravesar la maleza para llegar al mar aumentaban las palpitaciones en su pecho.
—¡¿Por qué no aceptas tus debilidades y permites que te dirija?! ¡Lo hago por tu bien! ¡Porque te amo!
—¡¿Amor?! —preguntó ella con tono de burla— ¡¿Desde cuándo poner trabas a la gente para evitar que avancen es un gesto de amor?!
Luego de decir aquello, Diana soltó con rabia el cuchillo sobre la encimera generando un ruido fuerte, al tiempo que la cazuela donde se quemaba el aceite era superada por el fuego de la cocina creándose una llamarada enorme que casi llegó al techo.
La estancia se iluminó con una luz anaranjada y retumbó un sonido como el de una explosión. David se sobresaltó mezclando aquello con los ruidos que se producían en sus pesadillas recurrentes, de bocinazos, frenos pronunciados, choques y ventanas de cristal haciéndose añicos.
Pálido como un fantasma, sudoroso y tembloroso, corrió internándose entre la maleza para llegar al mar.
Quería huir del caos, del dolor y de la muerte.
Cuando faltaban pocos metros para llegar, tropezó con una raíz brotada y cayó al suelo. Con la respiración fallándole por el sofoco alzó el rostro de la tierra y vio a una lagartija grande correr frente a él.
La imagen aceleró su estado ansioso y lo hizo experimentar una incómoda sensación de ahogo que oprimía su pecho.
Gritó, como no lo había hecho desde hacía meses. Con un chillido agudo que revelaba el terror que lo invadía.
Diana, al oír el alarido de su hijo, lanzó la cazuela dentro del fregador y corrió al exterior con el miedo recorriendo a toda velocidad su organismo.
—¡David! —gritó al no encontrarlo en las cercanías— ¡DAVID!
—¡Ma…! ¡Ma…! ¡Ma…!
El niño trataba de comunicarse, pero su falta de oxígeno y su llanto, además del tartamudeo que había desarrollado desde su accidente, no se lo permitía.
Sin embargo, aquel corto sonido permitió a la mujer a ubicarlo y rescatarlo.
Se sentó en el suelo, a su lado, y lo puso sobre sus piernas. Lo abrazó meciéndolo con suavidad y con una mano le acarició el pecho mientras le susurraba al oído un tema infantil que le había enseñado su abuela y que al niño le encantaba.
«Un marinero fue al mar, mar, mar, para ver lo que podía ver, ver, ver. Pero todo lo que podía ver, ver, ver, era el fondo del profundo mar, mar, mar».
Ella sentía en la palma que acariciaba el pecho de su hijo las palpitaciones poderosas y desiguales de su corazón. David atravesaba un ataque de pánico, aquello se volvía habitual desde el accidente.
La mujer lloraba sin dejar de cantar, de acariciarlo y mecerlo, rogando internamente porque aquello parara pronto. Cada vez le costaba más asimilarlo.
Le desesperaba escuchar que su hijo no podía respirar, que temblaba como si tuviese epilepsia, que su piel se ponía tan fría como un témpano de hielo y en sus ojos se reflejaba un terror tan visceral que la desgarraba por dentro.
Por instinto miró hacia su derecha buscando el cielo entre la vegetación, pero lo que vio fue el edificio del hotel Ocean Breeze, el más lujoso y popular de la zona.
—Por favor, ayúdame… —susurró con las lágrimas empañando su vista.
Le lanzaba un ruego a «él», el único que podía socorrerla en aquella crisis.