Las normas más elementales de higiene brillaban
por su ausencia. Hasta los muebles se pudrían entre aquel montón de basura y
humedad. El ruidoso y blanco frigorífico estaba oxidado.
Sólo el apestoso lecho y las ropas indicaban que la casa estaba habitada.
Era el nido más indicado donde hallar a este pajarraco, este gordo, suculento
y apetitoso saco de huesos y sangre cubierto por un raído plumaje.
Al abrir la puerta, me asaltó un hedor humano semejante a un enjambre de
moscas. Arranqué la puerta de sus goznes sin apenas hacer ruido.
Avancé sobre los periódicos que cubrían el suelo pintado, sorteando unas
cáscaras de naranja del color pardo del cuero. Todo estaba infestado de
cucarachas. El mortal ni siquiera levantó la vista. Tenía el rostro hinchado y
surcado de venitas azuladas típico de los borrachos, las cejas negras, espesas y
alborotadas, pero presentaba cierto aspecto angelical, debido a la luz que emitía
la pantalla del televisor.
El mortal oprimió un botón del mando a distancia para cambiar de canal. El
resplandor del televisor se intensificó y parpadeó unos segundos, en silencio.
Luego el mortal dejó que sonaran las notas de la canción que tocaba un
estrambótico grupo musical mientras el público aplaudía a rabiar.
Unos ruidos grotescos, unas imágenes grotescas, como todo lo que le
rodeaba. No obstante te deseo. Nadie más te desea.
El mortal alzó la vista y me miró, observó al muchacho que había irrumpido
en su casa. David se había quedado rezagado, acechando, y no alcanzó a verlo.
Yo aparté el televisor de un manotazo. El aparato se movió violentamente y
cayó al suelo, rompiéndose como si contuviera multitud de tarros de potencia,
sembrando el suelo de fragmentos de vidrio.
Una furia momentánea se apoderó del mortal; volvió su rostro abotargado
hacia mí y me miró como si me hubiera reconocido. Se levantó y se precipitó
hacia mí con los brazos extendidos.
Antes de que clavara mis dientes en su carne, observé que tenía el pelo
negro, largo y sucio; sucio pero espeso. Lo llevaba recogido con un trozo de tela
en una gruesa cola de caballo que le colgaba sobre la camisa a cuadros.
A todo esto, el mortal poseía la suficiente sangre espesa y saturada de
cerveza, horrenda pero deliciosa, para satisfacer a dos vampiros, además de un
corazón furioso que no se rendía fácilmente y un corpachón tan voluminoso que
tuve la sensación de estar montado sobre un toro bravo.
Mientras me alimento, todos los olores me parecen agradables, incluso los
más rancios. Pensé, como de costumbre, que iba a morir de gozo.
Succioné con fuerza para llenarme la boca, dejando que la sangre se
deslizara sobre mi lengua hasta mi estómago, suponiendo que posea uno, pero
sobre todo para saciar mi infinita y sucia sed, aunque no tan rápidamente como
para acabar con él de inmediato.
El mortal comenzó a perder las fuerzas, pero siguió luchando. Luego
cometió la estupidez de asirme de las manos para obligarme a soltarlo, seguido
de la increíble torpeza de tratar de arrancarme los ojos. Yo los cerré con fuerza y
dejé que tratara de meter sus grasientos dedos en mis ojos. Sus esfuerzos fueron
en vano. Soy un joven inatacable. No se puede cegar a un ciego. Yo estaba
demasiado repleto de sangre para preocuparme por esas nimiedades. Además,
sus forcejeos me complacían. Esas débiles criaturas, cuando tratan de arañarte,
en realidad te acarician.
La vida del mortal pasó ante él como si todas las personas a quienes había
amado se deslizaran por una montaña rusa bajo las rutilantes estrellas. Era peor
que un cuadro de Van Gogh. Uno no conoce nunca la paleta de la criatura que
asesina hasta que la mente desembucha sus colores más hermosos.
Al poco cayó al suelo, arrastrándome consigo. Yo le rodeaba con el brazo
izquierdo y me acurruqué como un niño contra su enorme y musculosa barriga,
chupándole la sangre que brotaba a chorro, estrujando todo cuanto él pensaba y
veía hasta convertirlo en un solo color, un naranja puro. Durante unos segundos,
mientras él agonizaba, cuando la muerte pasó ante mí como una gigantesca bola
de siniestra fuerza que en realidad no era nada, tan sólo humo o algo incluso
menos tangible que el humo, cuando su muerte penetró en mí y salió de nuevo
como el viento, me pregunté: «¿Al destruir a este mortal impido acaso que en
sus últimos estertores reconozca sus errores?»
«No seas necio, Armand. Tú sabes lo que saben los espíritus, lo que saben
los ángeles. ¡Ese cabrón se va a casa! Al cielo. A un cielo que a ti te rechazó y
siempre te rechazará.»
En el trance de la muerte, el mortal ofrecía un excelente aspecto.
Me senté junto a él. Me limpié la boca, aunque no quedaba una gota de su
sangre en mis labios. A los vampiros sólo les chorrea la sangre por las comisuras
de la boca en las películas. Me limpié la boca porque tenía el rostro y los labios
manchados con su sudor y me daba asco.
Con todo, reconozco que le admiré por su fuerza y dureza pese a su aspecto
flácido. Admiré su cabellera negra adherida a su húmedo pecho a través del
desgarrón que le había producido inevitablemente en la camisa.
Tenía un espléndido cabello n***o. Le arranqué el pedazo de tela que lo sujetaba. Tenía una mata de pelo espesa como la de una mujer.
Tras asegurarme de que estaba muerto, le agarré el pelo firmemente con la
mano izquierda para arrancárselo del cuero cabelludo.
—¿Es necesario que hagas esto? —protestó David.
—No —respondí.
En aquel momento se desprendió un puñado de pelos de su cuero cabelludo,
cuyas raíces ensangrentadas se agitaron en el aire como diminutas luciérnagas.
Sostuve el mechón durante unos instantes en alto y luego dejé que cayera sobre
su cabeza, que estaba vuelta hacia mí.
Los cabellos cayeron desordenadamente sobre su áspera mejilla. Mi víctima
tenía los ojos húmedos y me contemplaba como una medusa moribunda.
David dio media vuelta y salió a la calle. Percibí el ruido del tráfico que
circulaba. Por el río navegaba un barco provisto de un órgano de vapor.
Seguí a David. Me limpié el polvo de la ropa. Habría podido derribar de un
golpe aquella húmeda y destartalada vivienda, que se habría desplomado sobre la
pútrida porquería que contenía, pereciendo en silencio entre las casas vecinas de
forma que ninguno de sus habitantes se habría percatado de lo sucedido.
No conseguía librarme del sabor y el olor del sudor de mi víctima.
—¿Por qué no querías que le arrancara la cabellera? —pregunté a David—.
Me apetecía conservarla; él está muerto y nadie va a echar en falta su negra
caballera.
David se volvió y me observó fijamente sonriendo de forma socarrona.
—Tu expresión me alarma —dije—. Temo haber cometido la imprudencia
de revelar mis deseos más íntimos a un monstruo. Cuando mi bendita Sybelle no
toca la sonata de Beethoven denominada la Appassionata, se entretiene
observándome mientras me alimento con la sangre de un mortal. ¿Aún deseas
que te relate mi historia?
Me volví para contemplar al muerto que yacía de costado en el suelo, con
todo el peso apoyado sobre un hombro. Sobre el alféizar de la ventana, junto a
él, había una botella azul de cristal que contenía una flor naranja. «Qué curioso»,
pensé.
—Sí, deseo oír tu historia —contestó David—. Vamos, regresemos juntos. Te
pedí que no le arrancaras la cabellera por una razón.
—¿Ah, sí? —pregunté, mirándole. Me picaba la curiosidad—. ¿Qué razón es
ésa? Sólo quería arrancarle el pelo para luego desecharlo.
—Como si le arrancaras las alas a una mosca —replicó David no en tono de
censura.
—Una mosca muerta —apostillé, sonriendo—. ¿A qué viene tu actitud?
—Lo dije para ponerte a prueba —repuso David—. Si me hacías caso,
significaba que todo iría bien entre nosotros. Y te detuviste. De lo cual me alegro
— añadió, volviéndose y tomándome del brazo.
—¡No me gustas! —le espeté.
—Te engañas, Armand —contestó él—. Deja que escriba tu historia. Grita y
protesta cuanto desees. En estos momentos eres muy importante porque tienes a
esos dos espléndidos mortales pendientes de cada gesto tuyo, como unos acólitos
ante su dios. Pero sabes que deseas contarme tu historia. ¡Andando!
No pude por menos de soltar una carcajada.
—¿Siempre te dan resultado estas tácticas? —le pregunté.
David me miró sonriendo.
—No, reconozco que no —repuso—. Debes escribir tu historia para ellos.
—¿Para quién?
—Para Benji y Sybelle —contestó David, encogiéndose de hombros—. ¿No
estás de acuerdo?
Yo no respondí.
Sí, escribe la historia para Benji y Sybelle. Vi en mi imaginación una
habitación alegre y acogedora, donde nos reuniríamos los tres dentro de unos
años: yo, Armand, inmutable, un maestro niño, y Benji y Sybelle en su plenitud
mortal; Benji convertido en un caballero alto y elegante, con el encanto de un
árabe de ojos negros como el azabache, sosteniendo en la mano su cigarro
favorito, un hombre de grandes expectativas y posibilidades, y mi Sybelle, una
mujer con un cuerpo voluptuoso e imponente, convertida en una excelente
concertista de piano, cuyo dorado cabello enmarcaba su rostro ovalado de mujer,
unos labios sensuales y unos ojos luminosos rebosantes de entsagang y misterio.
¿Sería yo capaz de dictar la historia en esta habitación y entregarles el libro?
¿Dictárselo a David Talbot? ¿Podría yo, una vez que les hubiera liberado de mi
universo alquimista, entregarles el libro? Partid, hijos míos, con la riqueza y los
consejos que os doy, y este libro que escribí hace mucho con David para
vosotros.
Sí, respondió mi alma. Sin embargo, me volví, arranqué la negra cabellera de
mi víctima y la pisoteé con furia.
David no se inmutó. Los ingleses son muy educados.
—Muy bien —acepté—, te contaré mi historia.
Sus habitaciones se hallaban en el segundo piso, no lejos de donde yo me
había detenido en la cima de la escalera. ¡Qué cambio de los desiertos y gélidos
pasillos! David se había construido una librería con mesas y sillas. También me
fijé en el lecho de metal, seco y limpio.
—Estas son las habitaciones de Dora —comentó David—. ¿Te acuerdas?
—Dora —dije. De golpe me pareció oler su perfume, el cual impregnaba la
habitación. Pero sus efectos personales habían desaparecido.
Estos libros pertenecían sin duda a David. Estaban escritos por los nuevos
exploradores espirituales: Dannion Brinkley, Hilarión, Melvin Morse, Brian
Weiss, Matthew Fox, el libro de Urantia. Además de los textos antiguos:
Casiodoro, santa Teresa de Ávila, Gregorio de Tours, los Veda, el Talmud, el
Tora, el Kamasutra, todos escritos en las lenguas originales. También poseía
unas novelas, obras teatrales y poemas que yo desconocía.
—Sí —asintió David, sentándose ante la mesa—. No necesito la luz.
¿Quieres que la encienda?
—No sé qué contarte.
—¡Ah! —contestó David. Sacó su pluma mecánica. Abrió una libreta que
contenía unas hojas blancas con unas finas rayas verdes—. Ya se te ocurrirá —
añadió fijando la vista en mí.
Crucé los brazos y dejé caer la cabeza sobre el pecho con tal violencia que
parecía que fuera a desprenderse del tronco. Mi largo cabello se deslizó sobre mi
rostro.
Pensé en Sybelle y en Benjamin, mi apacible muchacha y mi exuberante
niño.
—¿Te gustan mis pupilos, David? —pregunté.
—Sí, desde el primer momento en que los vi, cuando los trajiste aquí. A los
demás también. Los observaron con cariño y respeto. Ambos poseen un gran
empaque y encanto. Todos soñamos con tener unos amigos mortales como ellos,
leales, llenos de gracia, que no estén locos de remate. Está claro que te aman,
pero no se sienten intimidados ni fascinados por ti.
Yo no me moví, ni medié palabra. Cerré los ojos. Oí en mi corazón la marcha
trepidante de la Appassionata, esas oleadas sincopadas e incandescentes de
música, pletóricas de un metal pulsante y agudo. Sin embargo, sonaba sólo en mi
mente. No la tocaba mi Sybelle de piernas largas y esbeltas.
—Enciende todas las velas que tengas —sugerí tímidamente—. ¿Lo harás por mí? Sería bonito. Mira, en las ventanas todavía cuelgan los visillos de encaje
de Dora, frescos y pulcros. Me encanta el encaje. Éste es encaje de Bruselas, o
un tejido muy parecido, el cual me enloquece.
—Encenderé las velas —respondió David.
Yo estaba de espaldas a él. Oí el breve y delicioso crujido de una pequeña
cerilla de madera. Percibí un olor a fósforo seguido de la fragancia de la mecha
que oscilaba levemente inclinada, y observé el resplandor que trepaba sobre las
tablas de ciprés del techo de madera de la habitación. Otro crujido, otros
pequeños sonidos crepitantes, y la luz se intensificó, cayó sobre mí e iluminó la
pared que estaba en penumbra.
—¿Por qué lo hiciste, Armand? —inquirió David—. El velo muestra la faz
de Cristo, desde luego, todo indica que se trata del velo de la Verónica, y Dios
sabe cuánta gente cree en ello, sí, pero en tu caso... Era extraordinariamente
bello, lo reconozco, el rostro de Cristo con sus espinas y su sangre, con sus ojos
contemplándonos fijamente, a ambos de nosotros, pero ¿cómo es posible que a
estas alturas creas en ello a pies juntillas? ¿Por qué te dirigiste hacia Él? Porque
eso es lo que trataste de hacer, ¿no es cierto?
Yo meneé la cabeza y me expresé con tono suave e implorante.
—No insistas, mi docto amigo —respondí, volviéndome despacio—. Escribe
lo que yo te dicte. Esto es para ti y para Sybelle. Y por supuesto para mi pequeño
Benji. En cierto modo, es una sinfonía dedicada a Sybelle. La historia comienza
hace mucho. Quizá no haya reparado hasta este momento en el mucho tiempo
que ha transcurrido. Presta atención y escribe. Deja que sea yo quien proteste y
grite y me desespere.