Capítulo I.

2675 Words
Morir rodeado de agua no parece una mala idea. Es eso lo que ronda por su cabeza cuando sus ojos observan la oscuridad que lo espera tras caer en el agua, la fuerza de la misma empujándolo hacia el fondo con insospechada insistencia. Nunca había estado cerca de ahogarse, incluso cuando había pasado los últimos años surfeando las olas más altas y poderosas que podían encontrarse, ¿por qué no estaba asustado de su destino? Jacob no recuerda cómo o cuándo aprendió a nadar, sus recuerdos se limitan al agua acobijando su cuerpo como una manta protectora. Tal vez desde siempre se sintió seguro en ella y lejos de atemorizarse por su fuerza, Jacob convirtió el agua en su lugar de paz desde que pudo hacerlo. A lo mejor fue cuando su padre, aquel hombre silencioso y acostumbrado más a un volante que a sus hijos, se fue de casa para nunca más saber de él, dejando a una familia a la deriva de la incertidumbre, el hambre y el llanto. O no, tal vez fue después, cuando su madre dejó de llegar temprano porque tenía doble turno como mesera y él empezó a trabajar limpiando las piscinas de los vecinos de la manzana siguiente, esos cuyas casas no eran de débil ladrillo y pintura parchuda como la de la fachada de la casa de un piso que arrendaban desde que él tenía memoria. Había cuentas por pagar, comida que comprar y una niña menor de diez años que debía ir a la escuela, Jacob sólo hizo lo que tenía que hacer a sus quince años. Su madre no lo detuvo, en cambio, espero pacientemente cada quincena para esperarlo sentada en la mesa con dos facturas pendientes que él debía pagar. Aquello no cambió con los años, ni siquiera cuando Jacob colgó su mochila del colegio para siempre y asumió la idea de ir a la universidad como la mayor prueba de fe que podría existir. Ella sólo permaneció en silencio, con las mismas facturas cada mes que debían ser pagadas con puntualidad. ¿Quién pagará ahora por la factura de agua y el gas? Esa es la primera pregunta que ronda por su mente embotada por el agua mientras su cuerpo es tragado por la oscuridad del océano que siempre le hizo sentir seguro. No piensa en que morir significa dejar existir, no se pregunta sí existe algo más allá de cerrar los ojos y no volver a abrirlos en el mundo que ya conoce, ni siquiera recuerda la oración que por tanto tiempo le hicieron repetir en la escuela cada mañana antes de iniciar clases. Tan sólo piensa en quién pagará las facturas que su madre no puede. Quién hará por ella y su hermana lo que Jacob ha estado haciendo desde hace casi diez años, cuando el hombre que se dijo su padre rellenó una maleta de cuero roído con toda su ropa y gritando lo mucho que le jodieron la vida, se marchó de la casa que había estado sosteniendo desde siempre. Jacob fue quien evitó que se derrumbaran las paredes y el techo les cayese encima, fue pañuelo de lágrimas y palabras de aliento en las noches más tensas. Jacob lo fue todo y ahora no es nada más que un cuerpo que es tragado entero, golpeado por la corriente hasta volverlo un amasijo de músculos entumidos, pulmones inundados en agua salada y desesperanza. Luego de unos segundos deja de intentar luchar contra las tormentosas fuerzas de un océano indomable, sus brazos no bracean hacia la superficie ni sus labios hacen el intento de capturar aire cuando es consciente de que sólo entrará agua. Sus pensamientos viajan entonces a Daniel. Oh, señor. Su novio no estará nada feliz con tener que recoger su cuerpo de alguna morgue local y llevarlo de regreso a casa, puede incluso imaginar el gesto de molestia en el rostro perfilado de su novio ante la noticia. No es capaz de pensar en el estoico Daniel llorando, después de todo el tiempo que han estado juntos han sido pocas las ocasiones en las que Daniel rompió en llanto o siquiera sollozo, siempre más preocupado por las apariencias y el control que por demostrar sus emociones. Cuántas discusiones Jacob no perdió ante el rostro serio e inexpresivo del estudiante de ingeniería o cuántas tardes no debió sentarse en silencio en la biblioteca de la universidad porque la solución a todo problema de su novio no era otra que ir a hacer cálculos en absoluto silencio. Jacob no lo entiende, nunca quiso entenderlo y ahora que está a punto de morir es que comprende que para Daniel el silencio de una biblioteca es lo que para él fue el agua desde que tiene uso de memoria. ¿Por qué no lo vio antes? A lo mejor porque siempre estuvieron más concentrados en meterse en los pantalones del otro que en realmente conocerse. Que descubrimiento más triste para hacer antes de morir ahogado: que tu novio y tú no son más que dos desconocidos que comparte una habitación y una cama, dispuestos a devorarse cuando puedan que en saber algo más allá de las carreras que estudian y su horario de clases. Ese último pensamiento lo lleva de regreso a sus dieciocho años, puntualmente a la tarde anterior a su graduación cuando pasó por la oficina de la profesora de artes con la intención de despedirse de la única mujer en todo el plantel educativo que no lo hizo sentir un extraño. Recuerda el rostro regordete y dibujado en arrugas de la mujer, sus lentes de marco redondo que eran adornados por el cabello canoso de la mujer sentada al otro lado del escritorio, la recuerda por lo importante que fue ese instante. “Me entristece que no eligieses arte, no es acaso lo que disfrutas hacer y tu talento… ay, Jacob, nunca conocí a nadie con tu talento”, las palabras de ellas iban cargada del sentimiento del que hablaba y Jacob sintió deseos de vomitar por no poder obtener una sonrisa de la mujer incluso en el último momento que compartiría con ella. Quiso decirle que lo pensó, que realmente pasó largas horas frente a la solicitud de la universidad con la mano temblándole de ansiedad por escribir que su elección era la carrera de artes, pero no pudo. Pensó en el rostro decepcionado de su madre cada vez que hablaba de pintar, se recordó en voz alta todas las veces que ella mencionó como morirían de hambre sí él no decidía bien. “Estará sobre tus hombros el futuro de tu hermana, serás tú quién pague su universidad algún día. ¿Podrás hacerlo sí pintas cuadros y te vas a un parque a venderlos?” Ella tuvo razón en sus palabras, en cada una de ellas y fue por eso que Jacob nunca eligió el arte como una posibilidad de futuro. La relegó al rincón de sus pasatiempos de adolescencia, aquellos que no valía la pena recordar. Que desperdicio de vida tuvo. Esa es la única conclusión a la que puede llegar tras repasar los rostros de las personas que realmente han importando en sus 24 años de vida: una madre demasiado ocupada pensando en facturas, una hermana menor que sólo espera que él provea un futuro para ella, un novio estoico y serio al que no comprendió nunca y una mujer que sólo fue su maestra por pocos años. ¿Qué tan superficial había tenido que ser para tener una lista tan corta? Años desperdiciados en arreglar una familia rota, en soportar la carga de alguien que se largó ante la adversidad y renunciando a los pinceles que un día lo fueron todo en su infancia. Lo único que le había quedado de entonces era el agua y ahora es ella la que lo está matando, tan lentamente que parece querer torturarlo con la irrefutable verdad de que todo lo amado le ha lastimado desde siempre. Dios… ¿Cuánto tiempo se tarda un ser humano en morir ahogado? Jacob se lo pregunta porque siente que han pasado demasiados instantes ya por su mente como para ser siquiera real. No es como si hubiese estado antes a punto de morir, pero está seguro que el cuento de “pasa toda tu vida frente a tus ojos” no es más que una mentira contada por personas que no entienden qué es rendirse ante la muerte. Jacob se rindió ya, ¿por qué tarda tanto entonces? Su cuerpo es lanzado contra un arrecife o lo que él siente similar debido al calambre de dolor que entumece sus brazos y piernas de un segundo a otro. Sus pulmones están ya inundados en agua salda y al fin sus ojos parecer estar demasiado pesados como para abrirlos y observar la oscuridad del océano que, al fin parece tragarlo definitivamente. Se deja ir por completo, dedicándole un último pensamiento a quien menos pensó alguna vez. A sí mismo. A un Jacob de nueve años que posa junto a un dibujo a carboncillo del rostro de su sonriente madre, su sonrisa incluso más grande y perfecta que la del retrato que le consiguió un primer lugar en una feria escolar. Un Jacob de nueve años que no pensaba que su padre se iría alguna vez, que su madre se reduciría a nada para sobrecargar el peso sobre él. Ese niño que no sabía de cómo dejaría el arte, reduciéndose a un cuerpo bajo el agua y plagado de recuerdos vacíos. Se dedica a sí mismo las palabras que tanto miedo de enfrentar: “No hiciste nada, Jacob, no fuiste nada.” – Hey… Hey… despierte… despierte. La voz resuena lejana, como un eco que le devuelve la consciencia con lentitud. Jacob siente su cuerpo en extremo pesado, entumido y adolorido, pero contraria a la sensación de hace tan sólo unos segundos del agua empujando su cuerpo como si desease comprimirlo, lo que arde en su piel es la sensación del sol, un sol cuya luz le ciega cuando abre los ojos de golpe, incapaz de comprender qué está sucediendo. – Gracias al Señor no está muerto, juro que implore, de verdad lo juro – la voz vuelve a resonar, casi como un grito agudo en sus oídos, pero mucho más cercana que antes – Casi muero de un infarto cuando vi su cuerpo remansar desde las aguas. Jacob no entiende las palabras de la voz, sus oídos pitan con fuerza y el dolor de cabeza se acrecienta a medida que la voz continúa hablando, volviéndose cada vez más y más molesta a tal punto que parece competir con la luz del sol que le enceguece por completo, incapacitándolo para reconocer dónde está y saber por qué el agua no terminó por tragárselo de forma definitiva. Seguramente estoy muerto, pero… ¿acaso el cielo existe para mí? Para un pecador como yo. Una sonrisa divertida busca escapar de sus labios con ese pensamiento, un pensamiento que esconde todas las condenas que recibió desde niño por parte de su religiosa familia. Condenas sobre quién es y a quién ama, maldiciones dichas en voz baja cada vez que Jacob entraba en una habitación con una sonrisa falsa que buscaba disfrazar el rechazo que sentía por no haber tenido miedo de decir quién es. Intenta levantarse, aún con el sol cegando sus ojos y sintiendo ahora que lo que antes era un leve dolor muscular se convierte en algo más, algo mucho más desgarrador. El dolor se extiende con fuerza, como tentáculos que aprietan todos los músculos de sus piernas, mientras que la parte superior de su cuerpo permanece adormecida, sin poder sentirla apenas. Aquello no le gusta, no se supone que estar muerto deba doler. Mueve los dedos de su mano con esfuerzo, buscando apoyarse en lo que sea que esté debajo de él para ejercer fuerza hacia arriba y poner su cuerpo en movimiento, pero el dolor le atraviesa como un rayo y Jacob ahoga un gemido en su garganta a la vez que vuelve a intentarlo, pero de nuevo, lo único que obtiene es un latigazo de dolor atravesarlo y tirarlo hacia abajo, incapaz de sobreponerse a él. – Espere, no se fuerce – la voz baja un poco el tono, Jacob sintiendo ahora dos fuertes palmas sostenerlo por la espalda para ayudarlo a sentarse – ¿Qué no entiende que acaba de sobrevivir a ahogarse? Lo mínimo es que guarde reposo un momento… no, espere, no debe hacer eso… ¿no necesita toser? Estoy seguro que debe hacerlo para sacar toda el agua que tragó seguramente… No recuerdo quien me lo dijo, pero casi estoy seguro de ello… tosa, tosa – la voz prácticamente le ordena, ahora dejando de sostenerle con suavidad para pasar a palmearlo con fuerza en la espalda. Quiere decirle que se detenga, que sólo está causándole más dolor y una sensación de asfixia apremiante, pero su garganta permanece cerrada a cal y canto, lo que termina provocando que el dueño de la misteriosa voz por fin pare de golpearlo. Sus manos volviendo a sostenerlo por debajo de la altura de los hombros y permitiéndole al fin distinguir algo a su alrededor. Lo primero que Jacob nota es el azul. Es un azul claro como el del agua más traslúcida y brilla con una intensidad singular bajo los rayos del inclemente sol. Es un azul enmarcado por unas largas pestañas y que adorna un rostro delgado, perfilado con líneas rectas en la nariz y la barbilla mientras los labios casi que forman un corazón entre ellos. Jacob no recuerda haber visto nunca un azul así en los ojos de alguien, siendo un color que pertenecía exclusivamente al océano.  – ¿Es usted mudo o el agua le averió la garganta? – los labios se mueven ante sus ojos con rapidez, botando una palabra tras otra, pero estas al fin volviéndose una oración comprensible para su mente – Escuche, caballero, no sé por qué razón deseaba acabar con su existencia lanzándose al océano, pero puedo asegurarle que no vale la pena intentarlo de nuevo… si es que eso está pensando. No, Jacob no piensa en absoluto en algo como eso, pero ni siquiera tiene voz para rebatirlo o explicarle que eso no es lo que sucedió. Sus ojos, en cambio, van más allá del rostro del hombre para notar que está en la misma playa, las mismas arenas calientes permanecen bajo su cuerpo, pero hay un aire distinto alrededor que no identifica con claridad. Reconoce más árboles a la lejanía y no divisa ninguna de las cabañas de turismo cercanas, sus ojos terminan deteniéndose en el caballete a unos metros de donde permanecen sentado: no sólo está el caballete, sino también una fina silla de madera y un pincel dejado descuidadamente sobre ella. – ¿Me promete que sí lo ayudo no volverá a intentarlo? – la voz regresa, sus ojos volviendo a fijarse en el azul intenso de los ojos del hombre que aún le sostiene, hay una preocupación curiosa en su mirada y Jacob se pregunta qué la provoca – ¿Puede ponerse de pie? Jacob ni siquiera desea intentar averiguarlo, su mirada viaja hasta su pierna izquierda con rapidez y guía sin quererlo la mirada del hombre hacia el mismo punto: hay un hueso, o lo que está seguro que es un hueso, completamente fuera de lugar. No es normal que sobresalga de la piel y el color amoratado a su alrededor es sólo una prueba más de ello. – De acuerdo, de acuerdo… yo… me aseguraré que un médico venga – los ojos azules capturan su mirada de regreso – No se mueva… ay, pero que digo, es obvio que no se moverá… es decir, no salte de nuevo a las aguas, ¿entendido? Yo… ya regreso. Jacob no tiene tiempo ni forma de responder para cuando el hombre le ha recostado de nuevo en la arena, su cabeza girándose lo suficiente para observarlo correr por la playa hacia la distancia. No entiende cómo ha sobrevivido, pero mucho menos comprende por qué el hombre de ojos azules lleva un traje n***o de paño en medio de una mañana soleada en la playa.  ¿Qué está pasando?
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