Capítulo II.

2592 Words
Jacob fue el nombre de uno de sus tatarabuelos, un hombre “sostenido por Dios” y bendecido en todo sentido. Eso solía decir su madre cuando no era más que un niño curioso que no dejaba de preguntar cosas. A lo mejor no era más que una historia inventada por ella para calmar la sed de sus preguntas, pero a Jacob siempre le gustó escuchar cómo aquel tatarabuelo desafío a todos en su época y como cada noche la manera en qué lo hizo era completamente distinta: la primera vez su madre le dijo que había sido un hombre justo que lucho contra el hambre, otras tantas veces fue un afable soldado que evitó matar a nadie y una que otra ocasión su madre guardaba silencio, sopesando la respuesta. Siendo sólo un niño en aquel entonces, nunca aguardó por la verdad y se dejó encantar por las historias del hombre bendecido y sostenido en las manos de Dios. Un hombre que un día sería él porque llevaba su nombre. Ahora, recostado sobre la ardiente arena de la playa y con los rayos del sol quemando la piel expuesta que dejaba el traje, Jacob se siente de todo menos sostenido por las manos de algún Dios, cualquiera que fuese. Siente su pierna encalambrada y un punzante dolor trepa por cada músculo hasta clavarse en la parte baja de su espina dorsal, siente que va a partir a la mitad en el momento en que intente moverse siquiera un milímetro y no deja de preguntarse sí sobrevivió a las aguas tan sólo para morir en la arena, achicharrado por el sol o enterrado entre los movedizos granos y las olas que golpeaba la orilla cada vez más cerca a él. El hombre de ojos azules se marchó hace ya mucho, eso es lo que su mente le dice cuando gira la cabeza tratando de vislumbrar algo más allá de los arbustos de rebosante verde que antes no había notado. No es consciente de muchas cosas, pero está seguro que esa madrugada cuando piso la arena no había helechos verdosos cerca, en cambio, la playa no era más que un desolado campo abierto de arena que se entremezclaba con las aguas. ¿De dónde salieron los helechos y…? ¿Eso que veía más allá acaso era un castillo? Parecía cortar con el paisaje por completo: una figura de tonos grisáceos que cortaba con el azul del cielo y las nubes en él, unificando todo bajo su yugo. Es una alucinación maravillosa, sus ojos casi que pueden captar el detalle de la construcción cuando poco interés ha tenido a lo largo de su vida en asuntos de castillos y guerras. Sin embargo, puede jurar que vislumbra el corte de las dos torres que enmarcan una larga pared caliza, la luz que transmite vida desde los arcos que parecen ventanas y está desperdigados a lo largo. Es una alucinación bonita y Jacob se pregunta sí alguien le creerá cuando la cuente en voz alta: “A qué no se imaginan lo que me soñé cuando me golpeó una ola. Había un enorme castillo y también un atractivo hombre de ojos azules como el océano más profundo que alguien haya visto. Y j***r… como que también me había echado a perder la pierna. Para reírse, ¿a qué no?”. Sería una anécdota para contar a sus amigos de la universidad, incluso a su hermana… La vez en que se volvió loco por el golpe del agua. Nada más que eso… una simple alucinación. Eso, sin embargo, no es lo que sus sentidos le dicen cuando escucha voces agitadas golpear al viento a medida que se acercan. Jacob no es capaz de ver más allá de unos metros de recortado paisaje, vislumbrando como emergen de entre las dunas de arena de playa u helechos verdosos las figuras de un perro de orejas largas que gruñe bajo, un hombre de baja estatura que apresura el paso tratando de seguir las grandes zancadas del más alto. Lleva el cabello peinado en una ola hacia atrás y con los rayos del sol acariciándolo, Jacob es capaz de notar el color rojizo de sus hebras, incluso las pecas que salpican suavemente su piel que enmarca aquellos profundos ojos de color océano. No cielo, no mar… océano. – ¿Ha sido siempre usted tan lento, sir O'Sullivan? La voz del hombre suena como una canción de cuna al llegar a sus oídos, camuflándose con el suave rugir de las olas que traen mensajes de las profundidades del agua. Sin embargo, Jacob prefiere no pensar en eso cuando el dolor punzante comienza a acumularse en su cadera, la presión provocándole una necesidad de aire por demás extraña. Sus ojos apuran los pasos de los dos hombres, casi rogando porque el bajito que acompaña al de ojos océano, sea un loquero que cure la alucinación que le atormenta. – Es culpa de la edad, mi señor – la voz del hombre más bajo tiene un acento que Jacob no reconoce, pero nota cómo cojea a medida que sus pulcros zapatos negros comienzan a hundirse en la arena mientras avanzan hacia él. El hombre va vestido de traje, lo que es sorprendente con el calor que embarga la playa por completo, sus manos retuercen un pañuelo de un café que seguramente antes fue blanco a la vez que gotas de pesado sudor resbalan por su cabeza calva. Luce extraño a sus ojos: con su traje n***o bajo el sol, el pañuelo en la mano y las gotas de sudor que se pierden en el borde de un bigote poblado cuando no hay ni un solo cabello en su cabeza. No tiene mucho más tiempo de saber qué sucede para cuando los dos hombres han llegado hasta él, sus sombras cubriéndolo del sol incesante brevemente. A unos metros el perro que los acompaña entierra su hocico en la arena, moviéndose en zigzags por todo el espacio a su alrededor, casi ni parece prestarles atención estando más ocupado en buscar olores que no sean el agua salada que impregna el aire, las algas que reposan contra las piedras más al fondo y la piel chamuscada por el sol del mismo Jacob. Jacob, que quiere decir algo, pedir ayuda para comprender qué ha sucedido y por qué no está muerto como debería estarlo, pero ninguna palabra escapa de su garganta, sintiéndola de pronto áspera como en aquella ocasión en que intentó ayunar por cinco días seguidos para ahorrar el dinero suficiente y cubrir los gastos de una tabla de surf nueva que sólo le duró una temporada antes de ser cruelmente partida en dos por una ola demasiado rebelde.   – Este es el hombre, sir O’Sullivan – es lo primero que dice el hombre alto, con sus hombros rectos y la cabeza levemente inclinada en su dirección – Le digo que lo vi salir de las aguas y flotar hasta la orilla, casi como una ofrende de los mares. Semejante tontería, dirá usted, pero le juro que ha sido así. – Le creo, mi señor, le creo – se apresura a responder el hombre más bajo, Jacob notando ahora lo rechonchas que son sus mejillas al igual que sus manos, las que ahora se dirigen hacia su pierna, cosa a la que Jacob no está dispuesto. Va a luchar, de ser necesario. Se retuerce tratando de alejarse de las manos de los dos hombres, impulsando su adolorido y ya demasiado lastimado cuerpo hacia atrás, sus músculos tronando por el exceso de fuerza aplicada tras tanto tiempo en reposo. Jacob gime adolorido e impotente cuando las cejas del hombre bajo se fruncen con molestia evidente, haciéndose más que notorio que él no desea estar en esa playa, tratando de alcanzar al chico que emergió del mar o lo que sea que el otro hombre le haya dicho. – Deténgase, deténgase – insiste ahora el hombre más alto, sus ojos fijos sobre él, pero sin agacharse para intentar pararlo, permanece de pie como una figura imperturbable, un aire poco austero que a Jacob le intimida – Sir O’Sullivan es uno de los mejores en su campo, va a curarle esa pierna, quédese quieto. Hay un tono de orden en su voz. Un tono que Jacob no escucha desde que su padre se marchó y lo convirtió en la voz de mando de su casa. Se queda quieto de inmediato, impresionado de cómo su cuerpo cede a la orden, dejando que las manos de dedos cortos y sudorosos del hombre bajo se aferren a su pierna adolorida y ya hinchada a tal punto que parece una pelota de playa más que una pierna. Jacob la siente adormecida, casi como si no fuese una parte de su cuerpo. Esa sensación sólo aumenta el pánico que crece en la boca de su estómago. – Sin duda es una fractura, mi señor – indica el hombre, sus dedos presionan con suavidad la carne de su pierna, palpando ahí donde el hueso parece haberse zafado de su lugar para siempre y Jacob quiere preguntar, quiere poder tener la capacidad de ordenar las palabras que se le agolpan en la mente y la garganta para formar frases coherentes, pero nada más que gemidos adoloridos brota de sus labios – Me temo que tardará en sanar, señor. Hay que reacomodar el hueso y luego esperar. Serán algunos meses sin poder caminar. Jacob sabe entonces que habla directamente con él. Lo sabe por la forma en que sus dedos se detienen en su pierna, por como la comisura de sus labios se tensa en una línea con arrugas propias de la vejez en los bordes y por la manera en como sus ojos se detienen en su rostro con la comprensión de una noticia que no desea ser escuchada. Jacob niega suavemente, incrédulo de lo que sucede a su alrededor y no consigue explicar. Cómo ha terminado así cuando aquella mañana tan sólo se propuso disfrutar de las olas con el mismo placer de siempre, cómo terminó ahí semisentado con una pierna rota y con la forma de una pelota de playa cuando tan sólo hace unas horas se escurría de la cama que compartía con su novio para ir en busca de aventuras en el agua. Por qué, extrañamente, parece estar en una playa distinta a la que pisó esa mañana. Sus ojos se detienen en los bordes donde el agua golpea suavemente, reconoce las astillas de lo que un día fue su tabla preferida para surfear. Recuerda la sensación del agua presionando cada centímetro de su cuerpo en un intento de comprimirlo hasta morir, pero no está muerto. Sabe que no lo está porque siente el repiqueteo de su corazón contra su caja torácica, siente la sangre circular por sus arterias y venas al mismo ritmo de siempre, y por, sobre todo, es consciente del ardor de sus pulmones al expandirse por el aire que entra en ellos. Está vivo, pero no entiende cómo o por qué.    – ¿Qué debemos hacer entonces? ¿Qué recomienda, sir O’Sullivan? La voz del hombre le trae de regreso al momento, sintiéndose incómodo ante la mirada penetrante de aquel océano que se esconde en sus ojos. Siente al hombre bajo, sir O’Sullivan, levantarse y soltar su pierna con la misma suavidad con la que lo ha palpado, notando lo lastimado que está. Jacob no sabe dónde o a quién mirar, sus ojos terminando de nuevo en la caliente arena. – Debemos llevarlo dentro, mi señor. No puedo mover su hueso aquí – es todo lo que recomienda el hombre bajo, su voz sonando tensa en las últimas palabras, como sí dudase de que su recomendación fuese bien recibida – Usted… ¿lo permitirá? – Dios no quiera que deje a alguien herido en mis tierras sin poder hacer algo para ayudarlo, sir – es la respuesta del hombre, Jacob incluso percibe algo de indignación en su tono al responder la pregunta – Sin embargo, me preguntó cómo lo haremos. No estamos lejos de la entrada lateral, pero dudo que usted pueda cargar con él. Está casi explicito que no serán sus manos las que muevan a Jacob y no sabe cómo sentirse al respecto. Se pregunta qué tipo de hombre es, reparando en la forma en cómo se mantiene derecho contra el cielo, su rostro serio casi imperturbable y la manera en como la calma parece habitar cada uno de los músculos de su cuerpo. Tan contrario al hombre bajo que mantiene una postura tensa y nerviosa, sus manos volviendo a retorcer el pañuelo entre ellas. – Vaya por algunos trabajadores – indica el hombre, su cuello moviéndose en dirección del castillo de cuento de hadas que Jacob jura es una alucinación por la forma en cómo recorta el cielo bajo sus grisáceos muros – Dígales que los necesito aquí de inmediato, sin rechistar de parte de ninguno. Sir O’Sullivan, como se recuerda a sí mismo Jacob que se llama el hombre, sale disparado con pasos cojos en la dirección en la que han venido ambos. El perro le sigue de cerca, sus orejas largas rozando la arena mientras su cuerpo regordete se balancea cantarinamente. Jacob se queda en silencio, atragantándose con los gemidos de dolor por miedo a lo que la mirada del hombre aún de pie a su lado pueda significar. Lo último que le falta es salir petrificado o algo así. – Ya viene la ayuda, caballero – es lo que dice el hombre – No tardarán, no se preocupe. Dios no quiera que su pierna empeore. Jacob desvía la mirada, tenso ante las diversas menciones de Dios que el hombre ha hecho en tan poco tiempo. Nunca ha sido precisamente cercano a la iglesia, incluso cuando su nombre significa que son las manos de Dios las que lo sostienen. La siente como algo ajeno a sí mismo, a la forma en cómo vive y ama. Ya tuvo suficiente en su momento con las oraciones de su madre por su alma en pecado. Su garganta se fuerza, casi parece deshilacharse por el ardor: – Gra-gracias – no sabe cómo consigue la fuerza para hablar, pero es eso o que el silencio termine de hacerlo sentir aún más miserable y confundido – Mi no-nombre es Jacob… señor. Agrega el “señor” con vacilación, imita lo que el otro ha estado repitiendo cada vez que se dirige a él. Su garganta ya demasiado adolorida por la fuerza que implica pronunciar su nombre en la última sílaba. Bendita la hora en que su madre terminó eligiendo el nombre de su estúpido y demasiado bendecido tatarabuelo. – Jacob… – el hombre parece masticar su nombre, saborearlo con lentitud antes de terminar por tragárselo, un asentimiento mudo como respuesta a una pregunta que Jacob desconoce por completo – Me gusta, sir Jacob. Se ve tentado a decirle que poco le importa sí su nombre le gusta, en cambio, se escucha a sí mismo preguntándole: – ¿Cuál… es el suyo? Los ojos color océano parecen brillar bajo el sol cuando el hombre alza la cabeza, su cuello delgado alzándose con gracia y el perfil de su rostro, pulcro y fino, contrastando con las blancas y repollas nubes detrás. Jacob se ve tentado a decirle que luce digno de una pintura, fascinado por los cortes naturales de su rostro, pero se muerde la lengua reconociendo que es una imprudencia y porque ya le duele lo suficiente la garganta. Casi puede jurar que se inflama. Cuando los ojos océano vuelven a fijarse en los suyos, Jacob vislumbra sombras de secretos escondiéndose en sus bordes: – Mi nombres es Alexander Doyle. 
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