La velada no acababa, y como nada era de acabar a medias en esos tiempos, encontraron al cochero herido de un puñal cerca de la entrada, el pobre hombre se habría de haber arrastrado hasta el lugar para dar con el mensaje; ''Que aparezca el conde''. Inmediatamente la gente no tardó en notar que faltaban los papeles principales de la noche; Woodgate y la mayor de las Hamilton, como siempre, nadie se había preguntado dónde había ido a parar Victoria, quizás, hasta hubiesen pensado que estaba merodeando la mansión o dando alguna que otra crítica al decorado de la fiesta, como era propio de las Browning.
—Hay que salir Victoria, se darán cuenta que falto, y allí afuera hay un bullicio —dijo Carlisle mientras espiaba por la cerradura de la puerta que sucedía afuera del cuarto de limpieza. Por los pasillos, iban y venían decenas de pies, de aquí para allá, sin dar lugar a conjeturas sólidas —.Saldré yo primero. Procura salir después, y que no te vean —concluyó antes de terminar de alistar su pañuelo como si éste no hubiese estado cerca de los labios de Victoria en la última media hora.
—Claro que no me haría ver. No es propio de mí tener aventuras con el prometido de mi amiga en el cuarto de la limpieza. La verdad es que prefiero las habitaciones más grandes. —aclaró. Carlisle la observa con gesto reticente antes de deslizarse cuidadosamente por los pasillos devuelta al salón.
Pero la desaparición de Carlisle era lo menos importante de la noche, su sola presencia pasó a ser algo más del decorado. Todos se encontraban haciendo un círculo alrededor del hombre que yacía en las escaleras de la entrada, donde logró arrastrarse, intentando colar las palabras y armar un croqui de lo que quería advertir. Otros, preocupados porque alguien había apuñalado al cochero, más que del cochero en sí, solo querían salir corriendo a por sus carruajes, pero temían, por supuesto, salir afuera y encontrarse con el culpable de semejante acto de crueldad.
—Tranquilos señores, recordemos que somos personas civilizadas y que aún en un desconcierto como éste, podremos actuar de forma deliberada. —acudió a decir el conde Woodgate.
—¿Es que ud pretende que nos mantengamos calmados mientras alguien ha cometido una barbarie frente a nuestras narices? ¡Lo lógico sería abandonar la mansión! —agregó el conde Lugo.
—Por eso mismo les aconsejo tomar con calma la situación, para que más actos de barbarie no se sigan cometiendo. El culpable puede estar ahí afuera y así mismo me dejaría de llamar hombre si dejara salir a mujeres y niños a donde un criminal podría andar suelto.
Se entendía el desquicie de la multitud, la velada había sido más que inoportuna, y ya se veían venir en las primeras planas, el escabroso escándalo de esa noche. Ahora mismo, el cochero, se encontraba entre la vida y la muerte, más allá que acá, intentando balbucear con un hilo de voz, el mensaje completo, mientras en agonía, logró recordar al ver a la Sra Hamilton, que la mayor de sus hijas había sido llevada a fuerza por los criminales.
—Srta Hamilton... —consiguió decir el hombre. La Sra Hamilton junto a la menor de sus hijas, Esme, observaba al hombre con confusión y miedo, miedo quizá de lo que vendría a decir después. —Se llevaron a la Srta Hamilton.
La multitud no tardó en rodar la mirada a las ahí presentes Hamilton, que dicho sea de paso, faltaba la principal, recién llegada de América, Gladys Hamilton. Su madre, Elizabeth Hamilton, se llevó la mano a la boca, mientras su hermana no tardó en romperse en llantos. Para cuando Victoria Browning había aparecido en escena, la multitud ya lamentaba la pérdida de una de las hijas solteras de la alta sociedad. Mientras tanto, el hombre se dejó ir, consciente quizás, de que su presencia no habría sido tan protagónica jamás como esa misma noche, que al fin y al cabo dio rienda suelta a la imaginación y al morbo de muchos de los presentes.
Por más que buscaron y buscaron, Gladys Hamilton era una figura de humo. ¿Quién había sido capaz de llevarse a la recién llegada? ¿Había sido esto un secuestro con propósitos de dinero? Desde luego que eso era lo que se esperaban, esa misma noche iba a nacer una nueva dinastía si todo hubiese salido a la perfección. Un Woodgate comprometido con una Hamilton atraería más riquezas a las familias, y con ello, también envidia. ¿Pero era profundamente el dinero lo que le importaba a estos criminales? Las lagunas no tardaron en aparecer.
Victoria Browning se encontraba al día siguiente leyendo las primeras planas de los periódicos, suscitando la vaga esperanza de que en alguno de los títulos apareciera su nombre junto a su amado Woodgate, mencionando quizás el arrebato de pasión que habían tenido en el cuarto de limpieza. Luego, se sintió mal al ver que sus sentimientos mezquinos y vanidosos estaban desviándola del eje central de los postulados de todas las noticias del día; La desaparición de su amiga de la infancia, Gladys Hamilton.
— ¿Es que acaso podría ser más trágico que te secuestren antes de que anuncies tu compromiso en público? —le comentaba a su madre mientras tomaban el té.
—En mi opinión no debiste asistir anoche. Imagina si esos criminales te hubiesen visto, hasta pudiste haber sido tú en vez de esa niña con aires de americana. —le reprochó su madre, mientras tomaba un sorbo de té.
—Ni lo digas. Yo no creo poder haber asistido a un evento tan catastrófico desde aquel vals donde Verónica Sellers casi se atraganta con una aceituna en pleno banquete.
— ¿Esa muchacha sigue estando igual de gorda?
—Me habían contado de que ahora ha adelgazado tanto que se le nota las clavículas, siempre las tapa con un pañuelo, pero las mucamas han contado lo que han visto una vez le sacan el corsé. —comentó Victoria.
—Quizás sufrió un aborto. Por suerte tú, mi niña, siempre has mantenido una figura espléndida de connotaciones nupciales. —agrega la Sra Browning. Victoria se detiene un momento en las palabras de su madre, y se pregunta a si misma porque con todo esto y más, aún le costaba tanto ser aceptada por el único hombre al que amó.
Mientras tanto, los Woodgate se encontraban de camino a la mansión en donde habían sido presentes de un secuestro silencioso la noche anterior. Carlisle se sentía apenado por el secuestro, pero entendía que era un problema de los Hamilton que ni él ni su familia tendrían que ver, y muy profundamente, junto a sus penas y a su culpa, se encontraba un cierto regocijo que trataba de acallar, un suspiro de alivio porque entonces aún no tendría que comprometerse. Sin prometida no hay casamiento, pensó.
—Ahora que ha pasado esto del secuestro, hay que brindarnos en completo apoyo emocional a las Hamilton. —sugería el conde Woodgate. Mientras su esposa, la Srta Van de Woodsen asentía a la brevedad.
— ¿Iremos a dar el pésame? —preguntó Carlisle.
— ¡Carlisle! ¿Cómo dices? ¡Pero si el pésame se da cuando alguien está muerto! —refunfuñó el conde.
—Lo siento, eso ha sido descortés.
—Del todo descortés, esperamos que tengas modales frente a las Hamilton desde ahora. —le ordena su madrastra, de unos pocos años más de su edad. Carlisle hizo silencio, y no solo porque se acercaban a las aceras de la mansión, sino también porque no tenía ganas de discutir. Ahora mismo, por muy egoísta que sonase el alegrarse del secuestro de lo que sería su prometida, Carlisle se sentía en libertad de estar feliz porque ahora mismo no tendría la obligación de comprometerse.
Los portones de la mansión Hamilton se abrieron para dar entrada al carruaje que llevaba a los Woodgate. Una vez dentro de la mansión, fueron presentes de la primera vista al mundo después de su pérdida, a Elizabeth Hamilton y a su ahora única hija Esme Hamilton.
—Sra Hamilton, Srta. —saludó cordial el conde mientras se sacaba el sombrero en gesto cortés, Carlisle le parecía agresivo tener tanta cortesía en un día como este, hasta le parecía un poco indecoroso que estén la mañana siguiente al día que pasó todo.
—Conde. —hicieron reverencia madre e hija. Prosiguieron a llevarlos al jardín a tomar el té, según Elizabeth, era mucho más confiable hablar de temas personales de la familia en el jardín, puesto a que no había puertas y paredes en dónde la servidumbre pudiera esconderse a escuchar.
—¿Recibió noticias sobre su hija? —preguntó Carlisle rompiendo el silencio, el conde Woodgate le dirigió una solemne mirada, pero demasiado tarde, las Hamilton ya se encontraban desconcertadas.
—No, lamentablemente, solo sabemos lo que logró decir el cochero —aclaró Elizabeth — .Esperamos tener noticias, desde luego todo debe ser por una suma de dinero y luego esperamos tener a Gladys devuelta.
—Desde luego que así será. —instó el conde y devuelta vuelve a mirar a Carlisle, intentando callar todos sus pensamientos, y diciéndose a si mismo que su único hijo hombre debería poder obedecerlo con tan solo mirarlo.
—Claro que a Gladys le hubiese encantado anunciar el compromiso con su hijo, Sr Woodgate. —intentó decir Elizabeth para mantener la cordialidad —.De hecho, Esme hablaba con Gladys la noche en la que fue secuestrada y ella le había comentado su entusiasmo por el compromiso.
—Pues creo que hablo en lugar de mi hijo, cuando digo que a él también le hubiese encantado comprometerse con una de sus muchachas.
—Usted siempre las ha criado tan refinadas y tan educadas, ya me hubiese gustado tener hijas así a mí, pero por supuesto, aún no he tenido la gracia de ser madre —contó la Sra Van De Woodsen.
—Es un gran halago, después de todo no es fácil criar hijas mujeres en esta época. —comenta Elizabeth.
—Siempre nos debatimos quien había criado mejor a sus hijas, si Ud o la Sra Browning. Pero claro que usted y su refines le ganan por mucho.
—Ohh no, que nosotras hemos sido amigas de la Sra Browning y de hecho Gladys solía llevarse muy bien con Victoria Browning, y de no ser porque Gladys es mi hija, diría que la Srta Browning ha hecho un gran labor educando hijas mujeres. —comentó Elizabeth, quien tiene un gran aprecio a la madre de Victoria, Emma Browning.
Mientras tanto, Carlisle observaba la situación y se decía para sus adentros que Victoria era por mucho más mujer que cualquiera de las Hamilton. Y de no ser por su total negación a vivir una vida de casado y dejar de ser libre, hasta hubiese preferido casarse con Victoria, que desde luego hubiese sido mucho más divertida que la ahora desaparecida Gladys, o el traste que ahora se encontraba en frente tomando té, Esme, que no lograba decir ninguna sola palabra sin tener que mirar a su madre. Nada comparada con Victoria, que tenía tanto para decir y por hacer.
—Sra Hamilton, no olvide que nuestro trato sigue en píe. —explicó el conde. —Lo que ha pasado ayer ha sido un desafortunado percance, pero que me atrevo a decir que si concluimos con lo que habíamos empezado desde un principio, eventualmente los raptores aparecerán pidiendo lo que está claro que quieren, dinero.
—Pero no sabemos hasta cuando Gladys seguirá desaparecida. ¿Qué intenta decirnos?
—Lo que intenta decir mi esposo es que si anunciamos el compromiso de igual manera, puede que los raptores de su hija aparezcan pidiendo una suma de dinero a cambio de Gladys. —aclaró la Sra Van De Woodsen.
—No podemos anunciar el compromiso de mi hija desaparecida sin lo primordial, que es mi hija.
—En lo absoluto, si me permite aclararle, no será el compromiso de Gladys con Carlisle, sino el de Carlisle y su hija menor, Esme. —dicho esto, Esme y Carlisle casi escupen el té sobre la mesa. —Nosotros necesitamos a una Hamilton, y usted necesita que su otra hija vuelva. Los malhechores desde luego al ver que se avecina una celebración importante pedirán inmediatamente una remuneración a cambio de entregar a Gladys.
Carlisle ahora mismo miraba la escena atónito. Se preguntaba para sus adentros si era tanta la desfachatez de sus padres de querer realizar el casorio de todas formas, sin mostrar respeto alguno a la tragedia.
—Piénselo, Sra. Hamilton. Acaso, ¿Ud. No quiere que sus hijas se conviertan en señoritas aptas para contraer matrimonio? —insistió el conde Woodgate.
—Conde, claro que eduqué a mis hijas para contraer en matrimonio, tal como me educaron a mí. Y entiendo su querer, pero está pidiéndome que ignore el hecho de que mi hija mayor está desaparecida, y posiblemente en peligro. Mi deber ahora como madre es encontrar a Gladys. —aclaró pertinente la Sra. Hamilton.
—Todos queremos devuelta a Gladys. Pero piénselo, anunciar el matrimonio puede hacer que los raptores pidan sus exigencias más rápido al ver que dos familias podrán pagar el precio. Solo piénselo, todo es cuestión de dinero. —mitigó la Sra. Van De Woodsen.
La Sra. Hamilton se lleva la mano al entrecejo, y se permitió pensar unos minutos. Mientras que al conde se le formaba media sonrisa y para sus adentros carcajeaba con despotismo.
—Está bien. La menor de mis hijas se concederá en matrimonio —logró decir la Sra. Hamilton. —.Además me temo que no tenemos muchas opciones, como verán somos solo dos mujeres y la servidumbre, en una situación peligrosa, mi deber como madre es protegernos. Claro que espero contar a partir de ahora con su protección.
—Y la tendrá. —aseguró el conde a la magnanimidad.
Esme intentó decir algo, pero si intentó o no, no se notó. Puesto a que su madre estaba muy ocupada negociando su futuro, y ahora mismo la menor de las Hamilton se encontraba siendo un extra, un decorado, su opinión poco importaba cuando se trataba de lo que sería su vida en matrimonio. Todas querían ser aptas para un Woodgate, pero la pregunta era... ¿sería lo mismo para ella? Pero confió entonces en lo que aseguraban los Woodgate, si eso traería a su hermana devuelta, lo haría.
Los preparativos para el casorio no iban a tardar en llegar, poco importaba entonces la opinión de alguno de los principales. Las tarjetas de invitaciones se mandaron a repartir a las familias más importantes, claro que el evento no volvería a tener lugar en la mansión Hamilton, ésa mansión por ahora era el símbolo de un catástrofe, de una tragedia, una tragedia que la alta aristocracia no estaba acostumbrada. El evento encontraría lugar en la mansión Woodgate, y esa noche, habría más hombres encargados de la seguridad del perímetro, que invitados a la fiesta. Las tarjetas eran claras, anunciaban textualmente el compromiso de nada más y nada menos que de Carlisle Woodgate y de Esme Hamilton. Si entonces alguien habría de sospechar que el matrimonio fue totalmente planeado, la excusa sería que la noche en la que fue secuestrada Gladys, ya se iba a anunciar el compromiso.
La primera familia en recibir la tarjeta de invitación, fueron las Browning. Claro que se encontraba entonces la Sra. Browning junto a su hija mayor Victoria, con sus hermanas menores, las mellizas Eliana y Adele Browning, de diez años. La mayor de las hermanas Browning, Victoria, fue la primera en abrir la tarjeta en cuanto leyó en la solapa el apellido de su hombre. Y tan pronto fue que la abrió, tan prontas fueron las lágrimas que desearon salir ese día.
Nuevamente, el único heredo de los Woodgate, iba a anunciar su compromiso. Y ésta vez no era una ilusión ni tampoco un rumor, era tan real como los encuentros imprudentes que habían tenido a solas mucho antes de que llegara Gladys de América, incluso antes de eso, Victoria y Carlisle ya habrían dormido juntos, hacía tanto tiempo que habían sido amantes, que a Carlisle le costaba recordar cuando comenzó todo, y todo había comenzado tiempo después de que Victoria se mostrara ante la sociedad como una jovencita de tan solo quince años, desde entonces Carlisle no tardó en depositarle los ojos a aquella mujer tan rebosante de una personalidad dominante. Y nuevamente, su hombre, aquello que era suyo por legítimo derecho, estaba siendo arrebatado por cuestiones que desconocía. Claro que ella sabía muy bien que en el fondo del corazón de aquél hombre no había ninguna Hamilton. Victoria siempre conoció muy bien a Carlisle. Pero ahora mismo solo conseguía preguntarse; ¿Por qué? ¿Por qué una Hamilton y ella no?