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Dos Alex contra el destino

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Blurb

La vida del universitario adinerado Alexander Harrison cambia drásticamente debido a su inestable vida amorosa. Regresa a la mansión familiar tras la muerte de su padre para la lectura del testamento, en el que se le impone el matrimonio con una extraña chica llamada Alext47-A, quien resulta ser un androide.

Tras una minuciosa investigación, Alexander descubre que la muerte de su padre se relacionan con los dioses griegos.

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Adiós a la rutina
Cuando unas hojas se desprendieron del framboyán que daba sombra al balcón y cayeron sobre mi cama, desperté conmocionado. La cabeza me latió con ritmo propio y un buche de bilis resbaló de mi estómago al esófago. A tientas, me tiré al suelo y busqué el cuarto de baño. Volvería a ser persona una vez que llenase el retrete de restos de alcohol. Mientras, un observador avezado podría confundirme con una mierda andante. Si esa no era la peor mañana de mi vida, estaba entre una de las cinco primeras. Luego de disfrutar los placeres de una fiesta loca, me tocaba sufrir las dolencias. La noche anterior… esa sí había valido la pena. Antes de abandonar el dormitorio, eché una última ojeada a la chica que dormía abrazada a la almohada. Era una preciosura muy bien dotada, como casi todas a las que dedicaba una jornada apoteósica. Mordisqueé mi labio inferior intentando recordar su nombre, pero no lo logré. No era algo que mucho me preocupara. Igual lo olvidaría dos horas más tarde si me topaba con otra sirena de dos piernas en uno de los pasillos de la universidad. Entre los libros de texto y la satisfacción de mis apetitos sexuales gastaba las veinticuatro horas del día. La manera en que simultaneaba dos cosas tan disímiles era un misterio digno de incluirse en los casos pendientes de Sherlock Holmes. Era parte de una de las familias más prestigiosas de los Peninos, la cadena montañosa al norte de Inglaterra. Durante generaciones, los Harrison que me precedieron se centraron en los negocios familiares y el trabajo. Sin embargo, en mi caso, la historia pintaba diferente. No era la clase de hombre que se sentaba cabeza a los dieciocho años y procreaba a los veinte. Le espeté una sonrisa a la profesora de Lengua Española. Su posición en el claustro universitario no le había eximido de pasar largas madrugadas en mi cama. Luego de que descubrí las cosas que más le gustaban, con frecuencia introducía mi lengua foránea en los lugares más recónditos de su cuerpo. Delante del alumnado, no me era lícito resbalar a su oído palabras picantes, pero nadie me impediría elaborar estrategias futuras. —Señor Harrison, el director le busca. He escuchado que tiene que ventilar con usted un asunto importante —me comunicó con inusual seriedad. Un gusanillo llamado preocupación reptó hacia mi cerebro. Con el funcionario solía mediar un saludo cortés. Jamás mencionábamos asuntos de índole personal. Pese a mis alocadas aventuras, había obtenido resultados sobresalientes en todos los cursos. Apenas me faltaban dos meses para graduarme como uno de los mejores expedientes en la carrera de ingeniería eléctrica. Lucía una sonrisa despreocupada cuando encaminé mis pasos a la oficina. Quien escuchase el repiquetear seguro de mis zapatos en los escalones no sospecharía que las dudas carcomían mi interior. Saludé a la secretaria con familiaridad y me senté en un butacón. Con la mano izquierda me aflojé la correa del reloj de pulsera. Estaba demasiado apretado y me cortaba la circulación. Maté el tiempo jugueteando con el celular. No lo había revisado desde la tarde del día anterior. Me extrañó no encontrar notificaciones en la bandeja de entrada de mi correo ni en el w******p. Mi padre solía llamarme o escribirme cada tres horas. A medida que transcurría el tiempo, la inercia generaba mi impaciencia. Estaba acostumbrado a mantenerme activo, no a pensar en las musarañas con el trasero incrustado a una cómoda tabla revestida de guata y esponja. Algo raro sucedía, pero no tenía idea de qué se trataba. Ya me había comido las uñas de ambas manos cuando fui llamado a la presencia del señor director. Luego de un gesto suyo, tomé asiento. Me intimidaba su mirada glacial que perforaba los tuétanos de mis huesos. Estaba tan sobrecogido que me dispuse a confesar mis amoríos ilegales con las profesoras de la facultad y algunos otros actos de dudosa moral. Sin embargo, él tragó en seco, se alisó sus puntiagudos bigotes y me entregó una hoja de papel con un gran número de cuatro cifras estampado en el centro. Mi nombre, Alexander Harrison, estaba escrito en él con letras gigantescas. —¿Qué significa esto? —le pregunté, consciente de que él disfrutaba la silenciosa tortura a la que me sometía. —Es el monto su deuda con la universidad. Lamento informarle que si no busca la manera de saldarla en las próximas horas, nos veremos obligados a tomar medidas de índole legal. —No le entiendo —balbuceé como un niño pequeño—. Mi padre asume todos los gastos. —Todavía no he terminado de exponer los hechos. Escuche con atención porque la situación es peor de lo que imagina. La profesora Amelia Murillo, de Lengua Española, ha venido ante el Consejo con una acusación de índole grave. Refiere que usted se introdujo en su oficina el sábado en la tarde con el pretexto de hacerle una consulta escolar y, usando amenazas y la fuerza bruta, le obligó a tener relaciones sexuales. Como prueba nos ha proporcionado un audio de carácter lujurioso que corrobora su testimonio. En pro de no demeritar el prestigio de esta institución y en respuesta al accionar de los abogados de su honorable padre, don Isaac Harrison, hemos rescindido su matrícula sin hacer un proceso penal. Un guardia del campus le escoltará a su habitación. Allí, usted recogerá sus cosas y se marchará con carácter casi definitivo. Reitero «casi» porque el dinero que nos debe, concerniente a este último mes, lo abonará lo más pronto posible. No me interesa si para obtenerlo, roba un banco o asesina al presidente. Según la ley, usted es un adulto responsable de sus préstamos universitarios. Y blablablá. Me desconecté de una acusación que no era capaz de rebatir. Mis encuentros furtivos con Amelia solían ser agresivos. El hecho de que le hubiese amordazado y esposado a una silla solo añadía un poco de ardor a su existencia patética. Por más que intenté hallar un clavo caliente del que asirme para elaborar una defensa a mi favor, los hechos estaban en contra mía. Mi propio padre me volteó las espaldas porque las pruebas parecían irrefutables. Yo era culpable, sí. Asumía mi responsabilidad por haberme dejado manipular por una astuta psicópata treintona. Aunque presumía de entereza y sagacidad, no era más que un chico de las montañas con una cara bonita, un cuerpo de semidiós y un cerebro de pene. Debí esperar su venganza cuando, tras haberme atrapado encima de una chica en mi habitación, le confesé que nuestra relación no iba en serio. Solo en el interior de mi cabeza, una mujer se deja humillar sin entablar batalla. Me levanté del asiento y pasé por delante de la secretaria como un autómata. Sinceramente, lo que más me dolía no era la actitud de aquella loca ni perder los años de estudio, sino la aversión de mi padre. El era el único familiar que tenía. Mi madre había muerto justo después de mi nacimiento y el resto de los parientes buscaba la forma de aprovechar la coyuntura de la crisis mundial para poner las garras en la fortuna de los Harrison. Debí estar equivocado al creer que a Isaac y a mí nos ligaba un sentimiento genuino y sempiterno.

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