6

1270 Words
6 Con el dorso de la mano, Iac había tirado al suelo la muleta de Sadam. El trozo de madera había acabado en la base del zigurat y ahora el turco no tenía otra opción que la de arrastrarse de un escalón a otro para recuperarla. «¿Qué te pasa, amigo?» «Nada», dijo Iac. «No te creo. Tu cabeza sigue alejándose del presente, lo veo, ¿sabes? Tráela otra vez aquí, con nosotros». Iac no dio un paso y observó a aquel hombre esforzarse, con los brazos, que se aferraban a los bordes de los residuos comprimidos, y las manos, que inevitablemente estaban cortándose con el plástico prensado. Bajaba deslizándose y en seguida ganaba un escalón, no parecía acabar nunca. Iac hizo un esfuerzo inmenso para no ayudarlo y se forzó a permanecer impasible. «Pásame el palo, Iac, y después vamos a comer en mi casa: nada de verdura, te lo prometo; he conseguido una lata de atún aún bueno». El atún no estaba nada mal como perspectiva y la excusa que le parecía excelente para recuperar la muleta y pasársela a Sadam, que lanzó un suspiro de alivio. «Gracias, amigo; ahora vámonos, que hay que llenar la tripa como Dios manda». Iac permaneció en silencio y siguió al hombre manteniéndose a un paso de él. Llevaba una mochila en bandolera y en la mano una bolsa llena, de la que sobresalían varillas de paraguas, trozos de madera y una oreja de peluche rosa shocking. «Ven delante, que no consigo hablarte sin mirarte a los ojos. ¿Sabes que quien no mira a los ojos es peligroso?» También Iac lo sabía, le había ocurrido varias veces, pero una en particular que nunca conseguiría olvidar. Había sido cuando su madre le había comunicado dónde había acabado su padre. Mantenía la mirada gacha y no había forma de aprehenderla, en modo alguno. Un golpe repentino le impidió seguir con el pensamiento. «¡Eh! Pero, ¿quién…?» El muchacho se volvió de golpe, al tiempo que se llevaba la mano a la nuca. Perdía sangre. Sus ojos empezaron a escrutar por todos lados, pero no se veía a nadie. «Lira, cabrón, que es lo que eres, sal, que te voy a matar a golpes». Un muchacho de su edad salió de detrás de un contenedor arrugado: pelo rojo como el fuego, poco y ralo, con la cara cubierta de pecas. Era bajo y robusto, con un diente de delante mellado. «Te he acertado con los ojos cerrados», dijo riendo como un gamberro, mientras Iac recogía la piedra y se la enseñaba a Sadam. El turco levantó al instante la muleta y estuvo a punto de perder el equilibrio y caerse. Entretanto, el muchacho se había reunido con ellos. «Estoy nervioso, hoy he ido a la escuela y a esos mierdas de mis compañeros no los soporto». Por lo general, cuando Lira monologaba con sus pensamientos, nadie le respondía, conque prosiguió solo: «¿Qué hay por aquí?» «Hay que, como vuelvas a hacerlo, te mato. ¿Ves cómo me sale la sangre?» «Anda, por tan poca cosa». «Vamos a comer, ¿vienes con nosotros?», intervino el turco. «Pues claro. No tengo nada que hacer por un par de horas y también tengo hambre». Sadam guiaba la fila con paso lento, pero constante. Iba atento a no dejarse distraer de la caza, como la llamaban ellos, es decir, la búsqueda de cosas útiles de entre las inútiles, cuando en el suelo se movió un hato que parecía girar sobre sí mismo. Era una gran bolsa negra, como de comunidad de vecinos, que parecía tener vida propia. Los tres iban desfilando delante con expresión interrogativa, pero listos para todo o casi; justo entonces un perro n***o como la pez se coló, veloz, por entre sus piernas y empezó a lamer la bolsa. El grumo dio una sacudida y de entre la basura sin clasificar y de color obscuro asomó una cara. «Pero, j***r, ¿se puede saber qué diablos quieres, perro cabrón?» El perro no soltaba y tiraba de la funda. Era un animal flaco, pero nervioso y resistente. Iac dio un silbido que no surtió efecto alguno, pero, al segundo intento, el cuadrúpedo atiesó las orejas y se dirigió hasta él, tras soltar la presa. Se ganó una caricia y caminó al paso, por entre el grupo que se dirigía a la casa del turco, quien, entretanto, se había parado y, antes de reanudar la marcha, había lanzado una mirada a aquel ser tendido en el suelo: «¡Eh, Viejo! Dentro de media hora comemos; cocina Sadam». «¿Habrá para todos?», preguntó, preocupado, Lira, que siempre tenía más hambre de la debida. «Mira», dijo Sadam, al tiempo que agitaba la lata de cuscús. «Una lata entera basta y sobra para todos». Lira Funesta, tranquilizado, se acercó a Iac: «Esta mañana, el tema del trabajo en clase de Italiano era: Libertad de, libertad para. ¡Qué titulo más chorra! ¿Verdad? Pero creo que no me ha quedado mal». «A saber si lo entenderá la tipa que te lo corrija». «¡Y yo qué sé! El otro día, nos contó lo sucedido bajo el puente de la circunvalación. Prepárate, que pronto vendrán aquí». Silencio interrogativo. «Los gitanos. Los han expulsado de las chabolas y andan vagando: ya verás como vendrán», «¡Qué va!», comentó Sadam. «Ésos no se conforman, ya verás como aquí no vendrán». «Pues ella estaba de su parte –de los gitanos, quiero decir–, pero, ¿cómo se puede estar de su parte?» «Si vienen aquí, nosotros les buscaremos un sitio», dijo Iac, con una sonrisa sarcástica. «Los mandamos al borde del Norte o a la pútrida». «¿Está aún esa Cosa en el borde del Norte?», preguntó Lira, con lo que atrajo la atención de Sadam, quien se volvió a mirar a Iac. «Ayer fui y encontré nuevos agujeros. Creo haber comprendido dónde se esconde», dijo. «Tenemos que organizar una expedición», instó Lira: «hoy mismo incluso». «Mejor cuando esté oscuro: así la sorprenderemos de una vez por todas», respondió Iac. «O ella os sorprende a vosotros, siempre que no sea una fiera, pues en ese caso… os despedazará en un instante», añadió Sadam. Lira siempre ponía cara de preocupación cuando hablaban de la Cosa. Nadie había comprendido aún qué diablos era, llevaba ya mucho viviendo en el borde del Norte, por lo menos más de un año, y, siempre que pensaba en ella, un escalofrío le recorría la espalda. En cambio, Iac no la temía, pero no conseguía comprender cómo era que la Cosa lograba esconderse, rehuirlos, escaparse siempre. En cambio, Sadam estaba convencido de que no era nada. Tal vez nada estrictamente, no, pero nada importante y, precisamente porque no era nada importante, la consideraba muy, pero que muy, encabronada. Por eso, todos la habían mitificado y había llegado a ser una cuestión de honor desencovarla, descubrirla, vencerla. Habían organizado expediciones de varios días durante semanas seguidas, pero nada: la Cosa se desplazaba, dejaba huellas, pero no se conseguía llegar hasta ella ni verla. Tenía patas, dos o tal vez cuatro, no dejaba productos de desecho ni deyecciones, exceptuadas –así al menos lo creía él– unas manchitas de aceite que se confundían con el resto de la inmundicia. Excavaba madrigueras invisibles dentro de las terrazas de los zigurats, que abandonaba con extraordinaria velocidad, y casi con toda seguridad se escondía en el fondo de la pútrida y desde ese punto absorbía todas las cosas hacia sí. A veces, Iac pasaba horas apostado por allí: allí, efectivamente, era difícil resistir, pero el muchacho estaba seguro de que la Cosa había desarrollado una capacidad mayor para contener la respiración, suponiendo que respirara, y soportar el hedor de la podredumbre, suponiendo que tuviera nariz: cuestión de supervivencia, pero entonces, si la Cosa estaba dispuesta incluso a eso con tal de sobrevivir, debía de tener mucho miedo, más que el que tenía Lira, más que el que tenía él, más que el que tenían todos ellos juntos. En eso estribaba el verdadero peligro: por alguna casualidad de la vida los muchachos ya sabían que era necesario tener miedo de quien tiene miedo, porque el miedo es el que predispone a cometer las peores vilezas.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD