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Argo era imponente, por algo lo habían llamado así. Más exactamente, era Argo Zimba, por su procedencia geográfica: Zimbabwe precisamente. Hablaba un italiano precario, pero en evolución: pocas palabras, que intercalaba con las de su lengua materna y los gestos de sus grandes manos, de dedos largos y uñas cuidadas. El africano lo veía todo y lo advertía todo. Tenía apariencia de hombre distraído, incluso un poco tonto, pero después, en la realidad, había demostrado, más de una vez, una lucidez y una vista fuera de lo común. Eso explicaba el apodo de Argo, el gigante de los cien ojos, que había salvado a Arcadia de un toro monstruoso. Tal vez fuera la esperanza de que lograra debelar la Cosa o al menos avistarla para poder contar quién o qué era de verdad, pero Argo no quería saber nada al respecto y la única vez que se había prestado a hacer de vigía durante toda una noche en la pútrida, había obtenido una serie de laceraciones en el brazo derecho que se habían infectado y se habían transformado en cicatrices indelebles. Las enseñaba siempre que Sadam e Iac volvían a proponerle aquel papel: meneaba su cabezón para decir que no, que allí abajo él no iba: ni pensarlo. Para compensar la desilusión que daba al muchacho, Argo le hacía algún favorcito, como, por ejemplo, avisarlo del paso de Silvia.
«Ahí está, ya llega tu amiga», e Iac dejaba cualquier cosa que estuviese haciendo y corría por la acera para reunirse con ella y acompañarla a su casa.
«Las mujeres son peligrosas», mascullaba el Viejo. Sadam asentía y Lira se amoldaba al movimiento de las cabezas, pensando en su madre y su hermana: ésas sí que eran dos verdaderas tiranas, lo obligaban a hacerlo todo, desde la compra en el supermercado hasta la limpieza de la casa. Sería por eso por lo que no le parecía que las chicas fueran particularmente atrayentes, por lo que sólo las consideraba existencias hostiles de las que defenderse. Nunca lo incluían en las listas de los más guapos de la clase ni tampoco en las de los más simpáticos. Figuraba en el penúltimo puesto de la lista de los más inteligentes y, de forma sorprendente, sólo en el segundo en la de los chicos de los que se puede prescindir tranquilamente. La única que despertaba su interés era Anna, que vestía como un chico, con el pelo cortísimo y aires de matona más que de muchacha en flor. De vez en cuando le pegaba en la cabeza y en los hombros y él le dejaba: un asomo de consideración, aunque violenta, siempre le parecía mejor que la indiferencia más absoluta.