Karen se quitó los tacones al cruzar el umbral de su casa . La ciudad, húmeda y cargada, le había dejado el alma cansada. Se soltó el cabello, se dejó caer sobre la cama y cerró los ojos. Por un instante, creyó que el silencio sería su único visitante aquella noche. Pero entonces, el crujido de la ventana. Se incorporó de golpe. La cortina se movía con suavidad, y una sombra entraba sin pedir permiso. El corazón de Karen se aceleró. Su primera reacción fue buscar el arma que guardaba en el cajón de la mesa de noche, pero no tuvo tiempo. —No dispares —dijo una voz que la congeló por completo. Él emergió de entre las sombras, más delgado, más maduro, con las ojeras dibujadas por tres años de ausencia y dolor. Deivis. —¿Qué... qué haces aquí. Como sabes había llegado? —Podría preguntar

