—¿Te gusta? Dejé un sobre con algo de dinero sobre la alacena —la voz de Zulma cruzó el teléfono con una serenidad ensayada, como si aquella ofrenda monetaria pudiera suturar las heridas invisibles que madre e hija evitaban mencionar.
—Gracias, mamá. De verdad, te lo agradezco muchÃsimo —respondió Karen, recorriendo con la mirada el pequeño apartamento que ahora llamaba hogar. Las paredes blancas, recién pintadas, parecÃan un lienzo en blanco, igual que su futuro. No sabÃa aún qué color usar para llenarlo.
—Eres mi única hija. No tienes que agradecerme, cariño. Al contrario, gracias a ti por aceptar encargarte de la tienda. Sé que estará en buenas manos. Tu padre estarÃa tan orgulloso de ti.
La mención de su padre fue como una punzada frÃa. Tres años después, el vacÃo seguÃa instalado en su pecho como si el tiempo no hubiera pasado. Un nudo se formó en su garganta, pero logró mantenerse firme.
—Haré lo mejor que pueda, mamá —dijo con la voz cargada de melancolÃa.
—Llámame si necesitas algo, ¿s� Promételo. Te amo, mi pequeña.
—También te amo, mamá. CuÃdate mucho. Adiós.
Colgó, pero las emociones siguieron colgando en el aire, como un eco persistente. Suspiró profundamente y se obligó a concentrarse en las cajas que necesitaba desempacar. Cada objeto que sacaba era un fragmento de una vida que todavÃa no sabÃa si querÃa conservar.
Karen Guerrero tenÃa apenas 17 años y un pasado que parecÃa pesarle más que cualquier edad. Hija única de padres millonarios, habÃa crecido entre lujos y silencios incómodos. Su madre, Zulma Villegas, dueña de varios concesionarios de autos, era una mujer imponente, de piel blanca y cabello n***o como tinta, que parecÃa haber nacido para controlar todo lo que tocaba. Su amor por Karen siempre habÃa sido una incógnita: habÃa dÃas en los que la trataba como su mayor orgullo y otros en los que parecÃa un accesorio más en su vida de apariencias. Para Zulma, el dinero siempre fue una herramienta para comprar paz, incluso cuando los gritos con su esposo retumbaban en los rincones del recuerdo de su hija.
Enrique Guerrero, en cambio, era distinto. Abogado penalista y empresario, era un hombre noble, lleno de respuestas que jamás alcanzó a compartir del todo. Sus ojos verdes, idénticos a los de Karen, aún la miraban desde la memoria, desde una ausencia que dolÃa. HabÃa sido asesinado tres años atrás, y desde entonces, su hija intentaba reconstruirse entre ruinas emocionales.
Aunque nació en Maracaibo, su infancia transcurrió en Francisco Javier Pulgar, un pequeño pueblo donde el apellido Guerrero equivalÃa a poder y respeto. Pero ese poder no la protegió de sus propias decisiones. A los catorce, comenzó a beber, fumar y probar drogas. Ironicamente, también era una de las mejores estudiantes de su clase. Una contradicción viviente, como ella misma se definÃa. A veces, se encontraba leyendo filosofÃa en silencio mientras fumaba en la ventana, como si su vida entera estuviese hecha de absurdos existenciales.
Se secó las lágrimas mientras las voces del pasado resonaban dentro de ella. Su guerra familiar parecÃa eterna, y cada palabra hiriente era un eco que aún dolÃa. Se alisó el cabello teñido de cereza, se puso un conjunto deportivo y saltó por la ventana con unos billetes en el bolsillo. Necesitaba escapar antes de asfixiarse entre tanto humo emocional.
El camino la llevó hasta la casa de Elvis Robles, su mejor amigo y refugio. Elvis tenÃa 19 años y una fuerza interior que siempre admiró. Abiertamente homosexual desde los once, en un pueblo donde eso era casi una herejÃa, él representaba valentÃa y lealtad. Al llegar, Karen se detuvo primero en la cocina, donde la señora MarÃa, madre de Elvis, cocinaba con ese amor que se podÃa oler.
—¡Manos arriba, viejita! ¡Estás detenida! —dijo, apuntándola con los dedos como si fueran una pistola.
—¡Muchacha loca, casi me da un infarto! —respondió la mujer, entre risas, dándole un leve golpe en la cabeza—. ¿Ya comiste algo, mi niña? Te veo ojeras.
Karen entró sin tocar, como siempre. Encontró a Elvis frente al espejo, retocándose las cejas.
—Hola, ramera, llegaste temprano —dijo él, sin siquiera mirarla.
—No aguantaba más en casa. Mis padres me están volviendo loca —respondió ella, dejándose caer en la cama como si fuera el único lugar seguro en el mundo.
Elvis la miró por el espejo, su expresión burlona se suavizó por un momento.
—Karen, ¿cuánto tiempo más vas a aguantar eso?
—El tiempo que sea necesario —respondió, aunque ni ella misma se creÃa.
Él, como siempre, cambió de tema cuando notó que ella no querÃa profundizar.
—¿Y si hacemos algo interesante? Vamos a lo de las Villasmil. Tienen visita.
—¿Visita? ¿Quién?
—Un primo de Colombia, hijo de la señora Petra. Es militar. Alto, moreno… dicen que está... bueno, ya lo verás.
Karen intentó parecer indiferente, pero su curiosidad la traicionó. En el camino, se encontraron con Deglis Cubillán, un viejo conocido que alguna vez fue algo más que un amigo.
—¿Van para la casa de Marianela? —preguntó con su clásica sonrisa pÃcara.
—Claro, muero por conocer al famoso primo —respondió Elvis entre risas.
Al llegar, el ambiente era una mezcla de risas, música vallenata y olor a frituras. Yasnery Villasmil, la más carismática de las hermanas, recibió a Karen con un abrazo cálido.
—¡Mi china traviesa! ¿Cómo estás?
—Bien, mi negrita. Me dijeron que querÃas presentarme a alguien.
—¡Claro que sÃ! —gritó Yasnery por encima de la música—. ¡Deivis, ven!
Y entonces apareció. Alto, moreno, con unos ojos ámbar que brillaban como si el sol viviera en su mirada. Su cabello corto, al estilo militar, acentuaba un porte que imponÃa sin esfuerzo. Karen sintió un vuelco en el estómago, una mezcla de vértigo y asombro. Una sensación nueva, emocionante. Como si en medio del caos, acabara de encontrar algo —o alguien— capaz de cambiarlo todo.
Ese 8 de junio de 1997 quedó marcado en su memoria como el dÃa en que conoció al amor verdadero.