Heme aquí, en el fondo,
hundida en el fango de la derrota,
de la tristeza que de pronto sobrevino,
entre un sueño que parecía perfecto,
pero perfecto solo para mí.
Lidia pasó gran parte de la mañana, al día siguiente de la visita que le hizo a Ámbar, pensando en lo que la joven le dijo. Se encontraba en su oficina y sostenía una pluma negra con la que no escribía.
«¿Por qué la dejó? ¿Acaso esa fue su manera de zafarse del embrollo en el que se metió? ¿Cómo sobrevivió a un ataque así?», se cuestionó más de una vez. Quería comprender lo que Gabriel, o Alan, pensaba en esos momentos.
Uno de sus colegas pasó cerca de su puerta y en cuanto lo reconoció se levantó de la silla y fue hacia él.
—Abraham, ¿puedes venir un momento? —le pidió y volvió a meterse.
El abogado, un hombre joven que apenas iniciaba su experiencia y que era el único que no se ponía lucidos trajes, caminó sorprendido porque ella casi nunca le hablaba. La consideraba hasta déspota y poco amigable.
—Licenciada…
—Por favor, deja la formalidad —lo interrumpió con tono amable—. Dime Lidia.
Abraham asintió, todavía confundido.
—¿En qué te puedo ayudar?
—Toma asiento —lo invitó cortés apuntando a la silla y cuando vio que él se acomodó, decidió continuar—: Sé que es un tema delicado, pero supe que hace un año tuviste a tu papá desaparecido, ¿es cierto?
—Sí —respondió y después apretó los labios porque los terribles recuerdos lo atacaron.
—Fíjate que tengo una situación… —Puso una mueca de desasosiego para conmoverlo—, y te quería preguntar si puedes pasarme el dato del investigador que contrataron. Me enteré que, de no ser por él, tu papá habría muerto a manos de sus secuestradores.
Su compañero pareció sentirse complacido de ser de utilidad y sin titubear sacó su teléfono celular.
—Por supuesto. Es el mejor. Apunta. —Le dictó el número—. Se llama Leonardo Medina. De verdad espero que te pueda ayudar y que pronto se arregle esa “situación”.
Lidia lo contempló, firme en su papel.
—Te agradecería discreción en esto, es un tema familiar.
—Comprendo, así será. Buen día.
En cuanto Abraham se fue, la abogada alzó la bocina del teléfono de su escritorio. Esta vez la llamada la hizo ella misma porque no quería que Lupita se inmiscuyera. Le causó asombro que fuera atendida en el primer timbrazo.
—Buenos días, ¿hablo con el señor Medina?
La persona del otro lado le respondió con voz susurrante pero agradable.
—A sus órdenes. ¿Con quién tengo el gusto?
—Irma Robles. —Inventó un nombre porque no deseaba que se supiera lo que pensaba hacer—. Me dicen que es un excelente investigador, y yo necesito encontrar a una persona.
—Esa es mi especialidad, señorita Robles. ¿Cuánto tiempo lleva desaparecida esta persona? ¿Cuál es su parentesco? ¿Dónde podemos concretar una cita lo más pronto posible? En estos casos es necesario vernos para discutir el proceder.
Castelo se quedó callada por un segundo.
—La cosa es que a quien busco no está desaparecido —prosiguió con un cambio en el tono de voz, tan ligero que solo un experto podría notar—. Le explico: tengo que dar con la pareja sentimental de… alguien. Se trata de un hombre que mantenía una relación secreta y homosexual. Lo único que tengo es el nombre de su pareja y varios datos del mismo.
—Lo siento —expresó decepcionado el investigador—, creo que se confundió, yo no hago ese tipo de trabajos.
—¡No, no! No es lo que cree. Es para salvar a una pobre muchacha de ser condenada por un crimen que no cometió. Ella está muy enferma y lo último que necesita es pasar sus días en prisión.
—¿Es abogada? ¡Ah! —suspiró—, seguro lo es. ¿Por qué no me dice su nombre verdadero y empezamos de nuevo?
Para Lidia, el verse descubierta fue casi ofensivo, pero tenía que usar sus energías para poder negociar.
—Me llamo Lidia Castelo, soy abogada y represento a una joven que está siendo acusada injustamente. Me urge encontrar a un testigo clave.
—Ya nos estamos entendiendo. Ve como no es difícil.
—¿Va a ayudarme? Si no lo encuentro, mi cliente estará perdida, y está tan delicada que va a morir en cuanto la condenen.
Hubo un breve silencio, hasta que el investigador habló:
—Deme los datos que tenga y veré qué puedo hacer.
—No esperaba menos de alguien que señalan como “el mejor”. —Gracias a que consiguió lo que buscaba, sonrió tanto que su cara cambió como pocas veces lo había hecho. Así, pasó la siguiente media hora hablando por teléfono con él, dándole cada detalle que pudiera ayudar, sin mencionar lo paranormal.
Ese mismo día Carlos la invitó a comer a un restaurante de comida china que tanto le gustaba. Conforme pasaban los días su amistad se estrechaba más e incluso los colegas ya especulaban sobre una posible relación.
Los dos se encontraron en el estacionamiento y se fueron directo al restaurante.
Durante el trayecto, Lidia pareció sumida en sus pensamientos mientras él conducía. Le dolía la cabeza de tanto atormentarse.
—¿Todo bien? —le preguntó Carlos.
Ella respiró hondo, el dulce aromatizante de coco que su compañero siempre tenía en el carro la regresó al presente.
—Me quedan menos de dos semanas para salvar a Ámbar y creo que voy a perder —le confesó tan confundida que por poco le provoca el llanto, pero usó sus fuerzas para apaciguar la sensación.
—¡Bueno, ya! —soltó él y la vio de reojo, dibujando una media sonrisa—. Vamos a Catemaco a ver al chamán ese. Podemos irnos el sábado, pasar el fin de semana, y lo interrogas todo lo que quieras…
—¿Quieres ir a Catemaco? —Apuntó ruborizada con el dedo primero a ella y luego a él—. ¿Tú quieres que ¡nos! vayamos a Catemaco un fin de semana?
Carlos tragó saliva antes de responderle porque comprendió que su propuesta fue atrevida.
—Solo es para despejar la mente. —Concentró la mirada al frente y actuó casual, aunque por dentro ardía en ganas de pedirle que fuera su primera salida juntos—. Pero si no quieres, está bien.
En ese momento, Lidia recordó cada pequeño detalle que consideró antinatural, como el cuervo en la ventana, el perro del estacionamiento, la silla que se movió, la presencia que sentía…
—¿Sabes qué? —se decidió. Esta vez sería atrevida—, ¡vamos a ver al chamán! De todos modos ya encargué lo que me urge. Lo peor que puede pasar es que me estafe. Pero no le digas a nadie lo que haremos, ¿está bien?
—Hecho —le dijo Carlos, viéndose encantado de poder estar a su lado lejos de la rutina y la contaminación de la gran ciudad.
Por cuestiones de tiempo se fueron desde el viernes en la noche y optaron por viajar en autobús ya que el transcurso era de más de ocho horas.
Se sentaron lado a lado y Lidia recargó su cabeza sobre el brazo de su compañero para poder dormir. Ya sentía tal confianza que no le importó hacerlo. Tenerlo cerca era reconfortante, le gustaba su perfume, le gustaba su voz hablando bajito y le gustó aún más que se liberara de prejuicios con tal de apoyarla.
Apenas entraron al poblado, la belleza de la laguna los recibió. Lidia se asomó por la ventana y admiró que el tenue sol salía, sus rayos chocaban contra el agua y simulaban diminutos diamantes. Sin duda su casa había quedado muy lejos.
—La maravilla de la naturaleza —le dijo a Carlos porque lo vio despabilar.
Él se acomodó la camiseta porque para esa salida fueron en ropa cómoda y tenis, se arregló como pudo el cabello y le respondió:
—Estos lugares me gustan porque sirven para olvidarte de los problemas. Dicen que aquí viven los mejores brujos de toda la República, pero yo creo que es pura ignorancia.
—¿Ya vas a empezar? —rezongó.
—Me callo ya —soltó una risita y sujetó su mano. Le sorprendió ver que ella no lo rechazó.
El autobús llegó a la terminal de autobuses y en cuanto se bajaron pidieron información sobre la dirección que Lidia llevaba anotada en la tarjeta que Mara le dio.
Un señor que los auxilió le dio a Carlos las indicaciones y luego abordaron un taxi.
El taxista los dejó en una calle sin pavimentar frente a una casa en ruinas de color azul. Tan vieja que unas cuantas paredes estaban caídas.
—¿Seguro que es aquí? —le preguntó Lidia a Carlos, arrugando la frente.
—Sí, pero esto no parece habitable —resopló decepcionado.
Una jovencita que corría por allí fue interceptada por Lidia.
—Disculpa, busco al señor Vicente Lavana, ¿lo conoces?
—Él no vive aquí, pero debe estar trabajando. —Apuntó hacia la casa azul—. Entre al tercer cuarto —les dijo y siguió su camino.
Primero dudaron, pero ya habían recorrido lo suficiente como para arrepentirse. Juntos ingresaron y enseguida el olor del copal los guio.
¡Era cierto lo que la muchacha dijo! Allí lo encontraron, en una habitación con figuras de barro colgadas en las desgastadas paredes, con ramas envueltas en listones rojos esparcidas en los rincones, humo que serpenteaba los recovecos, botellas acomodadas en repisas rusticas y un sinfín de artilugios que ninguno de los dos sabía para qué eran.
Vieron al chamán de espaldas, parecía que meditaba, pero cuando sintió las presencias, se levantó y se dio la vuelta.
El hombre, que aparentaba unos sesenta años, vestía de una manera que asemejaba la apariencia de ser un animal. Su espalda la cubría la piel de un ciervo, en la cabeza portaba un tocado de plumas de pájaros, y sus zapatos tenían pegadas garras de oso.
—¿Señor Vicente? —pronunció nerviosa Lidia porque su presencia la incomodó.
—El que viste y calza —confirmó con eso su identidad—. ¿Quién me busca?
Dando dos pasos cautelosos, la abogada le entregó la tarjeta firmada.
—Nos lo recomendaron.
El chamán se giró y observó pensativo el cartoncito.
—Dígame, ¿cómo está mi sobrina?
—¿Disculpe? —Ella no comprendió su interrogante.
—Mara. —Dio la vuelta para verlos de frente y regresó la tarjeta—. Es mi sobrina.
—¡Oh! Parece que le va muy bien en su negocio.
—¿Negocio? —bufó molesto—. Lo que hace esa niña es una burla a nuestra familia. Pero si la mandó conmigo es porque no aprendió nada de lo que le enseñamos.
—Me dijo que usted puede ayudarme a hablar con alguien… que falleció.
—¿Y eso no lo pudo hacer Mara? —se quejó, incrédulo—. ¡Una vergüenza!
—Lo que pasa es que yo quiero hablar con un ser que… no es humano.
—¡Ya! Con razón. —Balbuceó unas cuantas palabras inentendibles y luego los invitó a sentarse en unas cubetas de plástico que volteó y que colocó en triángulo—. ¿Y como por qué? Aquí vienen un montón de personas buscando que les saque a los invasores, y ustedes quieren invocar a uno. Es un trabajo caro, de una vez le aviso, y peligroso también.
—Pagaré por adelantado. —En su cartera llevaba una cantidad importante de dinero.
—¿Y a este grandote para qué lo trajo? —Señaló a Carlos que se mantenía callado—. ¿O es mudo?
Él solo sonrió porque si se enfrascaba en una discusión, las cuales lo apasionaban, podía arruinarlo todo.
—Es mi colega.
—Pues su colega va a servirnos. —El hombre entrelazó las manos.
—¿Para qué? —lo cuestionó Lidia porque su comentario la tomó desprevenida.
—No piense que voy a prestar mi cuerpo yo.
Los tres se observaron. Lidia y Carlos no terminaban de comprender las intenciones del chamán.
—Pe… pero… —quiso hablar ella y se levantó del asiento improvisado.
—Es la única manera. —Vicente alzó una mano cuando la tuvo más cerca. Fue tajante y por su mirada se pudo confirmar que lo que dijo era real.
—No te preocupes —le dijo Carlos a Castelo porque entendió el proceder de Vicente—, lo haré.
—¿Seguro? —Lo último que quería era ponerlo en riesgo.
Carlos asintió, portándose seguro.
—¿Cuándo? —preguntó él al chamán—. Solo tenemos hoy y mañana.
—Tienen suerte —sonrió el hombre, mostrando sin tapujos sus amarillentos dientes—, estoy desocupado. Me cancelaron una limpia. Debe saber, señora —le habló a ella—, que solo puedo hacer el contacto por poco tiempo porque se corre el riesgo que el ente no quiera abandonar el cuerpo, así que vaya pensando bien lo que quiere preguntar porque después de eso no tendrá más.
—Entiendo.
El chamán se levantó y salió un momento. Su caminar pausado le daba todavía más misticismo. Cuando regresó cargaba una gallina negra. El animal se violentaba entre sus dedos, pero el agarre era firme y ni con eso se pudo liberar.
—Espere —exclamó Lidia asombrada y se acercó a él—, ¿qué va a hacer?
—Para invocar se ocupa un sacrificio. Vamos a invitarlo a beber, solo así vendrá. Él beberá y su voz podrá ser escuchada.
El asombro que sintieron después fue indescriptible. Vicente le rompió el cuello a la gallina con un fuerte apretón. Parecía que no le importaba ser decoroso.
Para ella era la primera vez que presenciaba semejante cosa, pero se mantuvo callada para no interrumpir.
Veloz, el hombre le cortó el cuello con ayuda de un machete y vertió la sangre en un vaso de vidrio que tenía en una repisa.
Sin esperar, el rezo dio inicio. El náhuatl fluía por su boca igual que la sangre fluía hacia el vaso.
No podían explicarlo, pero los presentes percibieron un repentino aire frío que fue corriendo fantasmal por los espacios de la amplia habitación.
Sin dejar de recitar lo que Lidia consideró el encantamiento, Vicente caminó hasta Carlos, quien seguía sentado en la cubeta.
—Beba —le ordenó y extendió el vaso.
—Solo espero no echar afuera el almuerzo del autobús—. Él accedió, aunque por sus muecas era visible que el líquido carmín le provocaba repulsión. De un sorbo grande vació el recipiente.
Vicente colocó una mano firme sobre su frente, siguió recitando un rato más, tan concentrado que no parpadeaba, hasta que se silenció y observó a Carlos.
—¿Cuál es tu nombre? —le preguntó con una voz profunda y grave.
Lidia solo era una espectadora y vio cuando su compañero cerró los ojos, echó la cabeza para atrás y le respondió:
—No tengo un nombre —soltó crujiendo los dientes.
—Ahí lo tiene —dijo Vicente, quitó la mano de la frente de Carlos y se alejó hasta una esquina—. Pregúntele ya.
La abogada se acercó vacilante. Sin duda los ojos que se abrieron y que se posaron sobre ella tenían una mirada distinta a la de su colega.
—¿Eres Gabriel Alcalá?
La cabeza de Carlos se movió despacio, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda.
—¿Alan? ¿Así te llamabas?
Él rio sin tapujos. A pesar de ser la misma voz, ya no sonaba como Carlos.
—Ese fue un nombre que ya no tengo, pero lo fui.
Cuidadosa, Lidia se sentó en la cubeta que estaba frente a él. Tenerlo cerca la hacía sentir que contaba con un poco más de control.
—¿Robaste un cuerpo humano?
—Yo diría que fue un regalo. Lo encontré muriendo. Hubiera sido un desperdicio de no ser por mí.
Era la oportunidad para conocer esa parte que ni Ámbar conocía.
—¿Sabes si se suicidó?
—Lo hizo —confirmó, sonriendo malévolo—. Cayó de un puente y se rompió el cuello. Allí entre yo.
Lo que Mara le dijo cuando le leyó el tarot era verdad.
—¿Qué es lo que quieres decirme? ¿Por qué me buscaste?
—¡Quiero que la dejes en paz! —gritó feroz, pero no se movió de su lugar—. Cada vez que te le acercas, sufre.
—¿Por qué no regresas? ¿Por qué no entras a otro cuerpo y ya?
El semblante del hombre se transformó y pasó a ser uno de amargura.
—Porque no he cruzado, sigo en este plano, pero débil. Tanto que no puedo conectar con ella, ni siquiera me es posible verla —susurró la última frase porque le causó dolor—, pero a ti sí y eres una molestia. —Manoteó cuando recordó algo que lo molestaba—. Esas mujeres hicieron el trabajo, pero era un trabajo para humanos. No funcionó bien y me dejó condenado.
En ese momento, Lidia comprendió que a él tampoco le iba bien.
—También la dejó condenada a ella.
—¡Mientes! —La apuntó amenazante con un dedo.
El chamán empezó a recitar unas frases y agitó un manojo de hierbas, con las que calmó el arranque del que en otro tiempo fue Alan.
—Está enferma, muy enferma —le confesó Lidia.
—¡No! —lloriqueó.
En definitiva ese no era su compañero de trabajo. Carlos jamás se dejaría mostrar así en su presencia.
—¡Es la verdad! —Se levantó para encararlo—. Y necesito que me ayudes a salvarla.
—No puedo. —Llevó las manos a su cara y se la cubrió—. ¡Ya no puedo!
—¡Debe haber una manera para liberarlos!
—Ella sabe cómo —pronunció y luego un quejido salió de su garganta.
—Su tiempo se acabó —intervino con severidad Vicente—. Vea sus brazos.
Desde la punta de los dedos salían líneas negras que iban recorriendo sus brazos hasta llegar a los codos.
—Un segundo más —le pidió agitada la abogada y luego regresó a ver a Carlos, o mejor dicho, a Alan—. ¿Qué sabe? ¿Qué sabe Ámbar?
—Solo pídeselo. —Una lágrima de sangre salió de su ojo derecho—. Y dile que sigo buscando la manera…
—Suficiente. Ya no eres invitado aquí —sentenció el chamán y con ayuda de un manojo de hierbas a las que prendió fuego, terminó la unión—. Sal de este cuerpo, te lo ordeno.
Su rezó volvió, esta vez más intenso, y Carlos cerró los ojos; tardó poco más de un minuto en regresar en sí.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó enseguida Lidia, respirando mejor al verlo reaccionar.
Le preocupaba su salud porque lucía afectado. Apreciarlo así encendió en ella un sentimiento que luchó por mantener alejado. Ya no se trataba de solo admiración o agradecimiento, se trataba de algo más.
—No volveré a probar pollo en mucho tiempo —dijo, todavía aturdido y pálido—. ¿Ya empezamos?
La abogada lo tocó del hombro y le dedicó una sonrisa.
—Ya terminó. Lo hiciste muy bien. Gracias.
Ambos recorrieron sus equipajes y salieron de la casa después de pagar.
Vicente solo recibió el dinero y continuó con sus quehaceres, como si nada hubiera ocurrido.
—Te ves agotado —le comentó ella a Carlos—. ¿Te parece si comemos en alguna fonda y nos vamos a descansar? Tengo los nombres de un par de hoteles agradables en los que podemos hospedarnos.
—Como gustes —aceptó.
Recorrieron dos largas cuadras hasta que encontraron un taxi. Pidieron ir al centro y Lidia comprobó que la ciudad sí que era bella. Tan enigmática como decía en internet.
Comieron comida típica de la región y al terminar fueron directo al pintoresco hotel que eligieron.
Gracias a todo lo ocurrido, ella no se percató de que tenía llamadas perdidas.
Sin pensarlo, regresó la llamada mientras Carlos se formaba en la recepción porque el nombre que leyó en la pantalla la hizo estremecerse.
—Leonardo, una disculpa, estaba fuera.
—Abogada, lo encontré —dijo él, sonando orgulloso.
—¿Qué? —No podía procesar bien lo que escuchó.
—Encontré a la persona que busca. Su nombre es Aarón Recamier, se acaba de mudar, o mejor dicho, lo obligaron a mudarse. Le voy a mandar su dirección en un mensaje. Estaba casado, pero su esposa lo dejó hace un mes. No tiene hijos. Uno de mis compañeros lo siguió anoche, entró solo a un club para caballeros.
—¿Tan rápido? ¿Seguro que es él?
—Si. Le pusimos una trampa y picó el anzuelo. Confesó después de tres cervezas. Créame, estoy seguro que es su hombre.
El éxtasis que explotó en su interior la condujo hasta su colega. Quería gritar de felicidad.
—Leonardo, le agradezco tanto.
—Es la única vez que haré esto, mis trabajos son de otra índole. Suerte con su defensa. —Y colgó la llamada.
Ya era su turno de pasar a la recepción.
—¡Lo encontró! —festejó.
—¿A quién encontraron? —la cuestionó él con poca atención—. Dos habitaciones, por favor.
Lidia se colocó delante de él y le habló al encargado de recepción.
—Va a ser solo una, joven.
—¿Por qué? —cuestionó confundido Carlos.
—Escúchame. Contraté un investigador y ya dio con mi testigo clave. Mañana regresaremos a la capital y podré interrogarlo. Si todo sale bien, tendré manera de defenderla. ¡Es maravilloso!
—Sí, pero ¿eso qué tiene que ver con las habitaciones?
Tomando la iniciativa, ella se fue directo a sus labios. Se besaron allí, frente a varias personas que aguardaban, sin importarles nada ni nadie. Aquel fue un beso cargado de pasión. Fue el premio por su paciencia, el regalo por su valentía.
—Ah, ya entendí —musitó él después de que se separaron—. Sí, va a ser solo una.
En cuanto tuvieron la llave, se dirigieron a la habitación donde cada uno planeaba hacer lo mismo. Las ansias no se podían soportar.
El resto de su día transcurrió entre las húmedas sábanas, piel ardiente y besos prolongados de ese, su primer encuentro.