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Ella es el Asesino (Libro 1)

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COMPLETA Y GRATUITA,

Lidia Castelo, una reconocida abogada en México, es contratada para defender a Ámbar Montero, quien ha sido acusada de homicidio.

Atraída por la juventud y aparente inocencia de su cliente, es transportada a vivir, por medio de sus increíbles relatos, una secreta y extraña historia de amor entre ella y la "víctima", a la que señala desde un inicio como un ser oscuro y sobrenatural.

Lidia hará todo por liberar a una Ámbar que se marchita poco a poco, a pesar de que parte de su historia la lleva a cuestionarse su buen juicio en más de una ocasión.

La muerte, la mentira, una pasión desbordada y una mente perturbada forman parte de esta intrigante historia.

Y tú, ¿creerías en su testimonio?

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Afirmaciones Peligrosas
El reloj azul oscuro que pendía de un clavo doblado, situado por encima del escritorio de la entrada, marcaba las tres de la tarde. Era justo la hora que Lidia esperaba con buen humor. Ese exquisito momento en que un nuevo caso se abría para ser explorado por su ágil mente se volvía lo mejor de su trabajo. Lidia Castelo era una mujer soltera de treinta y cuatro años que estaba convencida de que no fue hecha para conocer el amor de pareja y, a pesar de que se le consideraba como una mujer atractiva por su altura de un metro con setenta y cinco centímetros y un rostro con rasgos españoles por herencia, nunca se permitió enamorarse. Si bien tuvo parejas, sus relaciones terminaban en poco tiempo. Por lo que se prefirió dedicarse a estudiar y dejó a un lado la necesidad de cariño para adentrarse de lleno en su carrera como abogada. Ella, curtida en un bufete de abogados experimentados en el que empezó a trabajar como asistente cuando apenas era una adolescente, ya había sido testigo de innumerables casos en los que la misericordia, la lástima, e incluso la razón no eran partícipes ni invitados por error. Todas esas historias aterradoras se archivaban y se clasificaban con distintas descripciones, pero, al final, el crimen era siempre el mismo: homicidio. Entre algunos de los casos que Lidia Castelo había podido llevar estaban, por poner ejemplos porque la lista era demasiado amplia y espeluznante: el de la madre que envenenó a sus hijos para castigar al padre infiel; aquel drogadicto que apuñaló a un anciano para robarle dinero y comprar más m*******a; otros más inesperados como el del adolescente atropellado por orden de los padres de la chica a la que lastimó; el sicario que levantó un dedo y las cabezas rodaron. O los inusuales pero posibles como la niña que asfixió con alevosía a su hermano pequeño porque sentía celos de él. Todos y cada uno, pese a sus diferencias, dejaban a su paso solo dolor y pena. Lidia llevaba ya más de doce años ejerciendo y su fama crecía como la espuma. Entre sus especialidades tenía aquellos procesos donde el asesinato violento era el plato principal. Era desacostumbrado que se sintiera tensa antes de iniciar una sesión con un cliente nuevo, en especial cuando el caso era uno tan usual. Por eso decidió ignorar la irreconocible sensación de nerviosismo y marchó en dirección a su cita. Los tacones de sus zapatillas resonaron por todo el frío corredor. La puerta se abrió, chilló por lo mucho que estaba oxidada y se cerró de golpe detrás de ella. La hora de visitas apenas daba inicio y ya se encontraba dentro de la prisión de mujeres. Un guardia obeso, sudado y poco cortés la condujo por el pasillo que la recibió con susurros espectrales. Caminó derecha y vio de reojo las sombrías celdas de las desafortunadas reclusas. Observó veloz los rostros de aquellas que un día fueron mujeres libres y que terminaron atrapadas en las que consideraba unas terribles jaulas. La mayoría de ellas: viejas malencaradas o jóvenes tristes, en realidad eran madres sin escrúpulos, profesionistas sin ética o asesinas con poco remordimiento... Si estaban allí era por una razón; una razón que seguro les pesaba y las torturaba, aunque la intentaran ocultar con una mueca desinteresada que presumía una fuerza o valentía que tal vez no tenían. «¿Cuándo me voy a acostumbrar?», se preguntó con la respiración tensa. Lidia intentaba ser inmune a ese sentimiento de lástima que florecía cuando visitaba esos lugares. Sabía bien que algunas de las reclusas fueron encerradas por delitos inventados gracias a unos cuantos billetes grandes; y sí que conocía varios casos de esos. A pesar de que jamás aceptó llevar ninguno, estaba segura de que sus compañeros más hipócritas lo hacían más seguido de lo que debían. Continuó andando unos metros más detrás del guardia que la conducía y chiflaba como si su entero fuera otro. El hombre abrió otra pesada puerta que también chilló y por fin llegaron. ¡Ahí estaban las mesas de la sala que solicitó que le prestaran para tener privacidad! Varias se veían oxidadas y desportilladas. Se acercó a una pequeña que tenía dos sillas duras que esperaban ser ocupadas, eligió una y la movió para sentarse. Estaba tiesa y rechinaba con cualquier movimiento. Todo en ese lugar era viejo, desagradable y olía a humedad. Lidia respiró y acomodó la espalda para comenzar con su trabajo. El guardia se retiró sin decir una sola palabra. —Llega temprano —dijo una persona detrás de ella. La abogada se giró enseguida y vio a una joven que entró acompañada por otro custodio. La llevaban con las manos esposadas. El cabello n***o y largo hecho marañas le colgaba por todos lados y le daba un aspecto desaliñado. En ese instante Lidia sintió cómo su estómago se removió por la confusión. Y es que desde hacía varios años atrás gustaba por imaginarse a sus clientes antes de conocerlos en persona. Tenía la tonta pero terca idea de que si leía las notas del caso, le ponía rostro al asesino y este era parecido a su cliente, entonces era culpable. Una simple locura que se reservaba para no causar las burlas de sus colegas. Sin embargo, para este caso en especial, al intentar darle rostro al homicida, la cara que insistía en aparecer en su mente fue la de la víctima: un hombre. En ese momento no comprendió por qué le ocurría algo así y pensó, al buscar una explicación, que tal vez era causado por la detallada descripción que la documentación presentaba de la víctima. Su nueva cliente parecía más joven. Incluso esa primera impresión la hizo dudar de si en realidad tenía diecinueve años, como decía su reporte. Al prestarle la suficiente atención notó que, aunque desarreglada y sin una gota de maquillaje, era dueña de un bello rostro. Lo que más llamó su atención fueron sus grandes ojos color ámbar que reflejaban una gran tristeza. Y, a pesar de llevar puesta la ropa de la prisión y de ser de baja estatura, se dio cuenta de que poseía un envidiable cuerpo curvilíneo. La abogada se mantuvo callada porque inspeccionaba a la muchacha de pies a cabeza. El custodio le quitó con brusquedad las esposas a la joven, pero a esta no pareció perturbarle. «Alguien tiene que enseñarles buenos modales a estos tipos», pensó Lidia, cansada de ver una y otra vez el pésimo trato que los cuidadores ejercían en todas las prisiones a las que entraba. Tuvo que agitar la cabeza para poder dejar de prestar atención a la lástima que sintió al ver en ese tipo de situaciones a una mujer tan joven y bonita. Una vez a solas y concentrada, le indicó a su cliente con un movimiento de mano que se sentara en la silla que tenía a un lado. La chica ni siquiera la miró, movió de malas la silla y se sentó despacio mientras ella sacaba algunos papeles de su maletín y los ponía sobre la mesa. —Ámbar Montero es tu nombre, ¿cierto? —quiso confirmar por mera formalidad. —Ese mero es —le respondió con voz monótona—. El suyo es Lidia Castelo, y yo sí estoy segura, por eso no se lo pregunto. —Hizo un gesto de desagrado, pero se dio cuenta de que a la abogada ni la inmutó. —Bien, Ámbar, ya sabes por qué estoy aquí... —¡Sí! —la interrumpió de golpe y alzó su dedo—, pero tengo una cosa que decirle. —¡Adelante! —le cedió la palabra con un movimiento de mano. Ámbar no le quitaba la vista de encima y le pareció que sus expresiones eran solo un disfraz. —No quiero usar tantas palabras, así que lo diré como lo pienso. ¡Yo no la pedí y no la quiero aquí! ¿Me escuchó? —Fue elevando la voz poco a poco de una forma exagerada, casi agresiva, y los pliegues de su cara se remarcaron. Con solo una frase, el ángel que aparentaba se convirtió en una bestia grosera y tal vez peligrosa. —Pero... —quiso darle un argumento luego de sorprenderse con su petición, aun así no pudo seguir. —¡Sé que tiene las mejores intenciones! —la interrumpió, sonando imponente—. Quiere sacarme de aquí, para eso la contrataron. Pero sepa que no le veo sentido, usted no debe defenderme ni hará que me liberen. ¡Soy culpable y así me voy a declarar en el juicio y en donde sea que quieran saberlo! Esa no era la primera vez que uno de sus clientes se declaraba culpable sin dudarlo. Lidia tenía ya una lista de distintos motivos aceptables sobre dicho comportamiento: se sentían arrepentidos, encubrían a alguien, fueron obligados, o tal vez estaban dementes y no sabían lo que decían o hacían. El comportamiento de la joven no denotaba presión ni miedo, y se sentía casi convencida de que ella no estaba siendo obligada. La demencia era la opción más fuerte. —Tu abuelo me envió, él quiere que seas libre. Pero para lograrlo necesito que me des la oportunidad de pelear por ti —le pidió en serio interesada. El caso se convirtió, con solo una visita, en un reto porque Ámbar ofreció la salsa en el menú. —¡Mi pobre abuelo! —se dijo en un débil susurro y bajó despacio la vista hacia la mesa—. ¡Cree en mí! ¡Todavía cree en mí! —Llevó los dedos de su mano derecha hacia su frente y la masajeó con fuerza—. ¡Oh, Dios, se va a querer morir cuando se entere de que no voy a salir! ¡Solo sabe parte de la verdad! —Sus ojos se enrojecieron y dejó ver una mueca de verdadero enojo. —¡¿La verdad?! ¿A qué te refieres con "la verdad"?, ¿a lo que pasó con la víctima?, ¿a eso te refieres? —¡La víctima! —musitó y después soltó una risotada de incredulidad—. Sí, de eso hablo, de lo que pasó con la "víctima". —Yo ya tengo un resumen de los hechos. ­—Colocó una mano sobre el montón de hojas que puso sobre la mesa—. pero quiero escucharlos desde tu perspectiva. Cuéntame lo que sucedió. ¡Todo lo que sucedió! Es para que yo pueda ayudarte. —Ese era el momento de recabar la versión extraoficial de su cliente y tenía la mente preparada para grabarse cada fragmento importante que ella le dijera—. Todos los detalles que pienses que no tienen relevancia, aunque sean mínimos, debes decírmelos. Trata de recordarlos uno por uno. Ámbar frunció el ceño, pareció divagar y tardó casi un minuto en responderle: —¡Alan! ¡Alan! Usted lo sabe bien. —La joven mantenía el rostro fijo en un punto de la pared, pero giró hacia la abogada con un movimiento rápido—. Yo lo maté —afirmó al mismo tiempo que dos cristalinas lágrimas salían de sus ojos color miel.

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