Mi corazón se rompió,
quedó destrozado,
y la fisura no se detuvo ni me avisó
que poco a poco terminaría conmigo...
hasta hacerme pedazos.
Regresaron el domingo en la noche y Lidia decidió irse a su departamento para planear la visita que la mantenía pensativa. Esta vez dejaría a Carlos ajeno a ese suceso.
Decidió que las siete de la tarde sería un buen momento para hacerlo.
Fue a trabajar como de costumbre, sus pocos casos que tenía también necesitaban avanzar, así que utilizó ese tiempo para atenderlos. Faltando media hora para las siete se fue en su carro hasta la dirección que el investigador le proporcionó.
La colonia era una conocida por ser de gente adinerada. El edificio del departamento al que debía llegar estaba justo enfrente y ni siquiera vaciló en tocar cuando tuvo la puerta a dos pasos.
Fue un hombre delgado y de mediana estatura el que le abrió después de insistir. Él llevaba puesta una camisa formal oscura y un pantalón de tela color n***o. A su juicio, le pareció atractivo, con llamativos ojos azules y finas facciones. Unas cuantas canas le brindaban un toque de masculinidad madura interesante.
—Pensé que era la paquetería —se quejó él y movió la puerta a la mitad.
—¿Aarón… Es usted Aarón Recamier?
—¿Qué quiere? —dijo con tono hosco.
—Platicar sobre Gabriel Alcalá —fue directa porque darle vueltas solo representaba gastar tiempo.
—¿Quién la mandó? —preguntó molesto—. ¿Los padres o la prometida?
—Ninguno de ellos —alzó un poco la voz para tener su atención—. Soy abogada y represento a la joven que acusan del homicidio de Gabriel.
Aarón se conmovió y soltó la puerta que sostenía.
—Pase.
Con la mano le ofreció sentarse en el único sillón color chocolate que tenía en el espacio de la sala. El departamento era amplio y con acabados de buen gusto, pero sus pocas pertenencias seguían en cajas de cartón. Solo un pequeño reproductor de cd´s que tocaba bajito una melancólica canción decoraba el lugar.
Una vez acomodados, Lidia dio inicio:
—Voy a ir directo al grano, sé que fue su pareja sentimental.
—No… —quiso argumentar, pero fue interrumpido por la abogada.
—Por favor, vamos a ser sinceros. Tengo pruebas de que salía con él —mintió porque lo único que tenía era un mensaje de texto del investigador.
—Sí —lo aceptó y sus ojos se volvieron cristalinos—. Estuvimos juntos por tres años.
Ella pareció juzgarlo.
—Él era un joven de veintidós años. ¿Cuántos años tiene usted? ¿Más de cuarenta? ¿Su esposa sabe que sale con hombres jóvenes?
Aarón ignoró la mirada acusadora de la abogada. Ya no le importaba lo que los demás pensaran.
—Lo supo y por eso me dejó —resopló y rio con amargura—. Escúcheme, soy del tipo de personas a las que no le importa si son hombres o mujeres, ¿me entiende? Pero con él fue diferente. Yo amaba a ese gran hijo de puta que decidió dejarme en lugar de enfrentar a su prejuiciosa familia. Les tenía miedo. —Su mentón se arrugó gracias al dolor—. Gab era todo para mí. Hasta le propuse irnos a otro país, pero no quiso porque jamás tuvo la intención de salir del clóset. Sus padres lo despreciarían y se suponía que se casaría. ¡Yo iba a dejar a mi esposa por él! ¡Y ahora está muerto! Dicen que se enredó con una mujer. ¡Ja! Si ni siquiera le gustaba besar a su disque prometida. A mí que no me vengan con cuentos —se burló.
—¿Lo dejó? —indagó ella. Una cuestión que en realidad no le causó impresión porque la diferencia de edad era un punto en contra.
—Sí. Rompió conmigo en agosto del año pasado.
—¿Qué día? ¿Lo recuerda?
Aarón se quedó callado, masajeó su rodilla y por fin habló, luchando por no llorar.
—Creo que fue el veintisiete o veintiocho.
La fecha coincidía con el día en que se supone que Gabriel se suicidó y Lidia sintió emoción. Ahora tocaba hacer la pregunta difícil.
—¿Alguna vez le dijo algo sobre quitarse la vida?
—Pues, era inestable y de él no me sorprendería una cosa así —respondió enseguida, mostrando seguridad.
—¿Estaría dispuesto a decir todo esto frente a un jurado?
Hubo un silencio incómodo. Aarón mantuvo la vista perdida, como si visualizara los posibles caminos de sus decisiones. Luego de un rato, resolvió:
—Quiero saber qué fue lo que le pasó de verdad —dijo con auténtico coraje—. Que encuentren a la persona que lo asesinó y ya dejen de mentir. A esa pobre muchacha la están culpando porque se les ocurrió.
—Entonces. —La esperanza renacía en su interior—, ¿acepta ayudar?
—Se ventilaron mis preferencias, me han amenazado, me corrieron de mi propia casa, la que yo pago, así que no tengo más que perder. —Movió su cabeza dos veces, confirmando—. Anóteme en esa lista.
Castelo tuvo que esforzarse para mostrar su emoción hasta estar dentro de su automóvil. Lo último que quería era que el hombre creyera que ella era un ser insensible ante su pérdida.
Con las ideas revoloteando en su mente, cenó un sándwich y se puso el pijama. La relación con Carlos era, hasta ese momento, informal, y decidieron compartir tiempos cuando todo se diera.
Después de recostarse recibió una llamada de un número desconocido. Dudó en atender, pero al final lo hizo de mala gana.
—¿Licenciada? —dijo una voz de mujer—. Habla la custodia, ¿me recuerda?
Veloz se sentó sobre la cama y su corazón latió con más fuerza.
—Sí. ¿Qué pasó? —se apresuró a preguntarle.
Ella era la custodia a la que le dejó encargada a Ámbar, prometiéndole una mensualidad por su servicio.
—Fíjese que a su protegida se la llevaron en una ambulancia hace como tres horas. Me acabo de enterar porque apenas empezó mi turno. Según me dijeron las compañeras, tuvo un accidente en el baño. Creo que la dejaron en el mismo hospital donde la han atendido.
—¿Pero cómo está?
—No estoy segura, pero dicen que los paramédicos la reanimaron.
«¡No puede ser!», pensó asustada. Ni siquiera se despidió y colgó la llamada. Se cambió la ropa por algo formal por si había que hacer papeleos, y salió disparada hacia el hospital una vez más.
—Tenemos que esperar —decía el médico de turno.
Un nuevo ataque le llegó estando en la ducha, o eso dijeron, y su frente fue a parar justo a la orilla desgajada de la pared.
—¿Esperar para qué? —preguntó un hombre mayor que se sostenía con ayuda de un acabado bastón de madera.
—Su nieta nos ha visitado más veces de las que otra persona en su condición ha podido contar. Déjeme decirle que me encuentro impresionado porque no ha tenido ni una sola secuela. Estoy seguro de que también superará esto, y con eso pasará a la lista de los casos más extraños que hemos atendido. Saldrá con bien, ya verá.
—¡Por Dios! —se quejó el hombre—. Los viejos no debemos tener miedo por la muerte de los hijos de nuestros hijos. ¡Necesito saber más!
—Se abrió la frente y requirió quince puntadas. Se lo he contado todo ya, don Manuel. Ni siquiera puedo decirle cómo sobrevivió la primera vez que la ingresamos. Pero lo hace y sale de aquí caminando. —Allí recordó que si no fuera por la intervención de Castelo, seguro ya estaría documentando el caso con sumo detalle. De pronto bajó la voz para seguir hablando, como si estuviera a punto de decir un secreto—: Sé que soy un hombre de ciencia, no debería comentar esto, pero a estas alturas pienso que se trata de un milagro. De verdad no hay otra explicación. Estoy seguro de que volverá a pasar. —Le dio una palmada al anciano y se retiró para seguir atendiendo pacientes.
Don Manuel, como le decían al abuelo de Ámbar, era un hombre que había dedicado su vida a trabajar honradamente y a resistir las múltiples pruebas de la vida. Delgado, de estatura media, de piel morena clara, cabello que ya había sido invadido por las canas y ojos grandes color café oscuro que tenían manchas blancas. Vestía un pantalón n***o y una camisa de manta de una sola pieza. Ahora, como capricho del destino, pasaba por otro trago muy amargo y ya no se sentía tan fuerte como para poder soportarlo.
Se encontraba visitando a su nieta en el hospital por primera vez, a pesar de que sabía que ya había estado internada con anterioridad. Y es que no se creía preparado para enfrentarla de nuevo porque no le dio el apoyo que necesitó cuando se la llevaron detenida, cuando todo el pueblo la señaló como culpable. Pero un nuevo llamado y un golpe en la cabeza lo hicieron tomar el primer trasporte que encontró desde el nuevo poblado donde ahora vivía. Quedaba a una hora de camino y llegó rápido. La gente de su localidad anterior le exigió que se marchara y él obedeció. Era una cuestión de honor. De todos modos era necesario migrar un par de horas más cerca de la capital. El dinero de la venta de todos sus terrenos le dio la comodidad que nunca creyó tener. Por eso, tuvo la posibilidad de contratar a la abogada Lidia Castelo para que llevara el caso de su nieta. Su nieto pequeño, José, se quedó con una niñera que contrató de emergencia para que no tuviera que pisar ese lugar donde su hermana se debatía entre la vida y la muerte. Resolvió que era demasiado inocente para entender lo que le sucedía y no quería verlo sufrir más.
El anciano se fue a la capilla del hospital. Hincado y con las manos entrelazadas rezaba sobre una banca solitaria. Se sentía convencido de que, si pedía lo suficiente, Dios en su infinita misericordia ayudaría a su nieta a quien amaba como a su propia hija. En su mente le decía a Dios que él siempre había resistido con fortaleza sus decisiones, que no se dejó vencer cuando su hija desapareció junto con su marido, dejándolos solos con dos niños, y pudieron sacarlos adelante a pesar de las adversidades; incluso después de que su esposa partió al eterno descanso. Ahora rogaba que le fuese concedido el milagro que tanto anhelaba. Apretaba con fuerza las manos como si con eso su petición se hiciera más valiosa… De pronto, una persona entró al recinto, haciendo un ruido insolente con su caminar. Él se giró de golpe y mostró una expresión de incomodidad.
—¡Licenciada! —exclamó impresionado porque la reconoció—. ¿Qué hace usted aquí?
—Lo mismo me pregunto yo —pronunció molesta, acercándose a él. Una enfermera le dijo sobre su presencia y de inmediato fue en su búsqueda—. ¿Dónde se ha metido? Lo he buscado por semanas. Después de que recibí el pago completo de mis honorarios no volví a saber de usted... —Se quedó observándolo por un breve instante. Deseaba poder decirle sus verdades, pero, al verlo con un semblante preocupado, prefirió cambiar el rumbo de la conversación—. ¿Cómo está ella? —lo cuestionó, cambiando el tema.
Ese era uno de esos lugares donde no le gustaba permanecer por mucho tiempo. Pronto el temor de verse rodeada de grandes esculturas que dejaban plasmadas en las sombras imágenes deformadas, la hicieron agitarse. Creía que confiar en Dios conociendo la maldad de las personas se volvía algo muy difícil de hacer.
Intentó centrar su atención en la conversación para ignorar el malestar.
—¡No saben! Esos médicos nunca saben. Se dedican a pedir que uno espere —respondió el hombre con voz cansada.
—Va a estar bien, ya ha salido de aquí antes. Es fuerte, lo va a lograr —quiso animarlo.
—Eso lo sé, estoy seguro de que va a salvarse —le afirmó y agachó el rostro que reflejó una tristeza inesperada.
—¿Acaso eso no lo hace feliz? ¿No quiere que viva? —Lidia recordó entonces lo que Ámbar le dijo sobre la “sangre del demonio”, pero no estaba segura de que el viejo tuviera conocimiento del tema—. ¿Es por la sangre? —se aventuró a mencionar sin añadir más.
El hombre solo pudo emitir un par de sonidos incomprensibles debido a la impresión.
—¡¿Quién se lo dijo?! —alcanzó a pronunciar entre pasmosas palabras, luego comenzó a respirar nervioso. Su vista permaneció fija en el suelo.
—Ella misma. —La abogada vio en él una fuente de información valiosa y se propuso sacarle todo el provecho que le fuera posible—. Me contó sobre la sangre que tiene, por eso no puede morir. ¿Qué sabe de eso?
—Le mintió… —se mofó don Manuel, intentando parecer incrédulo.
—¿Entonces qué la mantiene aquí? Perdone que me atreva a decir algo así, pero no se puede entrar y salir de hospitales y luego andar como si nada. ¿Sabe que la reanimaron? ¿Qué hay detrás de todo esto? Es momento de que usted me diga lo que no me contó cuando buscó mis servicios —La confusión que rodeaba el caso le pesaba más de lo que le gustaba.
—Los juramentos son más fuertes de lo que usted cree —susurró el anciano.
—¿Podría ser más claro? —Respiró hondo para tratar de ser diplomática—. Discúlpeme, don Manuel, pero necesito terminar con esto.
—No entiendo para qué le sirve saber chismes, pero vamos a platicarlo a un mejor lugar. —Una iniciativa que la mujer agradeció—. Le invito un café. Debo mantenerme despierto hasta que mi nieta abra esos hermosos ojos de ámbar que son como los de su madre.
Lidia ayudó al viejo a ponerse de pie y lo acompañó hasta la cafetería. El lugar se encontraba llena de gente que permanecía inmersa en sus problemas. La mayoría bebía café o miraba la mesa, pensando tal vez en el enfermo que luchaba por vivir, en el parto que aún no terminaba, o esperando a que le entregaran el cuerpo de su ser amado. Fuera lo que fuera, apestaba a muerte y a enfermedad.
—Aquí podemos hablar —dijo él, después de sentarse y ordenar dos cafés americanos—. ¿Por dónde quiere que empiece?
—Antes debo decirle que conozco casi toda la historia y por más ilógica que suene es lo que ella me ha dicho —comentó y le dio un sorbo a su taza que la mesera acababa de dejar. Después, comenzó a hablar en voz baja para que nadie escuchara las incoherencias que estaba a punto de pronunciar—. Sé cómo fue su primer encuentro con la víctima, o el demonio, como le dice Ámbar. Sé de Samanta, de los perros, de cómo salvaron al que ella llama Alan cuando lo encontró herido…, de su romance. Pero faltan piezas en el rompecabezas. Creo que ya es justo terminarlo si es que quiere tener esperanza de que ganemos.
Don Manuel se notó sorprendido de que su nieta, que siempre fue una muchacha reservada, se hubiera atrevido a sacar a flote todo lo que él mismo juró no develar jamás.
—No tengo idea de lo que aquel hombre era, no puedo asegurarle nada, porque ni yo mismo lo creo todavía. Cada vez que pienso en él, me recuerda a la leyenda del kakasbal[1]. ¿La conoce?
El anciano no le dio oportunidad a Lidia de responder y la observó arrogante, para luego hablar de una forma más sombría.
—Supongo que no —continuó—. Los mayas lo llamaban la “cosa mala”. Una criatura enorme que andaba por las noches y al que creían el terror de los campesinos porque envenenaba las plantas, arruinaba las cosechas y provocaba las pestes. También era capaz de cambiar de forma… Ahora entiendo por qué mis cosechas iban tan mal —la última frase la dijo como si fuera una explicación que llegó de pronto.
—Entonces, ¿usted sí piensa que era un… ser sobrenatural?
—Ya ni sé —resopló—. Solo me acuerdo que ella me pidió que lo sanara —al pronunciarlo contempló a la abogada y supo que la hizo estremecerse—. Recuerdo que cuando eso pasó, él tenía todo el cuerpo malo, pero al poco tiempo pudo caminar y se fue; ahí supe que algo no estaba bien. Muy en el fondo sabía que no era de fiar, pero mi niña es demasiado terca e hizo lo que creyó correcto, y yo lo respeté. Sobre la sangre…, pues solo conozco lo que ella me contó, ¿le sirve eso?
—Claro, adelante —le pidió, sintiéndose ansiosa al saber que iba a poder comparar las versiones.
—Debe saber ya que sus padres están desaparecidos. Se fueron hace más de ocho años con la idea de buscar una mejor vida para ellos y sus hijos. Viajaron al norte y a los dos niños los dejaron conmigo y mi difunta esposa, pero nunca volvieron ni supimos qué les pasó.
—Sí, ella me contó una parte de eso, pero no le pregunté más para no abrir heridas que seguro siguen frescas.
El anciano pareció quebrarse al evocar a su hija y a su yerno, pero pronto obtuvo la fuerza para recomponerse.
Don Manuel le recordaba a su abuelo, a quien amó como a un padre, pero siempre lo creyó poco amoroso.
—Mi nieta confió en alguien que no conocía, le dio su amistad e hizo que los del pueblo nos acostumbráramos a verlo. Cuando me encontraba en la calle me saludaba con su voz extraña… Ese día en que lo vi por última vez, después de curarlo, se acercó a mí cuando sembraba y me tocó el hombro con su mano que hervía. Tal vez sepa ya que Ámbar está muy enferma. Desde que era niña vivíamos con el miedo de que un día no despertara de su sueño o que nada más cayera muerta. ¡Y mire ahora! Ya no sé qué es peor. —El hombre hacía un gran esfuerzo para no mostrar esa fragilidad que causa la angustia—. El tal Alan habló conmigo antes de irse. Me juró que ella no moriría por culpa de su enfermedad. Se escuchaba seguro y yo le agradecí por mera educación. ¡¿Cómo podía creer algo así?! Cualquiera lo tiraría de loco —sonrió con amargura—. Por eso es que no vine las otras veces que estuvo internada. Siempre sana. Pero la cortada que se hizo cuando se cayó me dio mucho miedo porque no sé si también de esas cosas está protegida.
—¿Él le prometió a usted que ella no moriría? —la pregunta fue directa, Lidia quería saberlo todo.
—Alan —pronunció el nombre falso por segunda ocasión—. Él me dijo que… —Calló un momento, dudaba de lo que iba a decir, pero al final decidió soltarlo—: que estaba en deuda con mi nieta porque le había dado un alma. —A pesar de lo ilógico que sonaba, el hombre pronunció cada palabra como si las creyera todas.
—Le dio un alma y él, la vida —susurró Lidia conmovida.
Así, reafirmó que ambos se dieron el regalo que necesitaban para poder seguir juntos. Aunque desconocían lo que pudiera pasar, ¡lo intentaron! Era imposible que la historia no removiera los sentimientos de quien estuviera abierto a escuchar. Por desgracia esa confesión, frente al jurado escéptico, solo levantaría burlas que sin duda evitaría a toda costa.
—¡Pero no la vida que se merece! —Don Manuel alzó la voz, aun sabiendo en dónde se encontraba—. ¡Mírela ahora! Está aquí y cuando salga irá a la cárcel por algo que no hizo. ¡No saben cómo pasaron las cosas! —Sus ojos se volvieron rojos al hablar.
Lidia sentía la necesidad de exigirle más respuestas. En su interior crecía la urgencia de conocer el final que no lograba llegar.
—Familiares de la paciente Ámbar Montero, favor de presentarse con el médico de turno —anunció una voz átona de mujer por una vieja bocina de la cafetería, rompiendo el tenso momento.
Ambos se miraron confundidos y salieron lo más rápido que pudieron hacia donde se encontraba el consultorio.
—Escuché el llamado, dígame qué pasó —quiso saber el viejo, poniéndose tan nervioso que su brazo no dejaba de mover el bastón.
Lidia mantuvo la respiración por unos segundos eternos, esperando escuchar lo peor.
—La paciente despertó —celebró el médico, más impactado que feliz.
—Lo ve, señora, mi niña no se va a ir. —Se giró hacia Lidia con una tristeza combinada con enojo—, pero está condenada a repetir su muerte hasta que sea suficiente. —Apretó el bastón con tanta fuerza que logró hacerlo crujir sobre el suelo—. Yo me pregunto, ¿cuándo será suficiente? ¿Cuándo por fin se va a morir?
[1]Kakasbal o k'aak'as ba'al (ka: dos veces, káas: malo, maldito, baal: escondido). Es un ser de naturaleza demoníaca perteneciente a la mitología maya.